ROSALÍA Y LOS PATOS DE CENTRAL PARK
Da igual si hablamos de animales o de artistas, siempre habrá quien rechace al diferente por su condición de rara avis. Celebremos la diversidad, y los aguafiestas que sigan odiando.
HHace unas semanas, un pato mandarín apareció por sorpresa en Central Park. Su plumaje, llamativo como pocos, no deja indiferente a nadie. Va de aquí para allá todo chulo, con su pecho morado y su penacho de vibrantes colores. Parece escapado de un cuadro de Hockney. Es el David Bowie del estanque. Lo que nadie sabe con certeza es cómo un ave originaria del este de Asia acabó en Central Park. Al principio, se contemplaron dos posibles explicaciones: que se hubiera escapado de un zoo o que perteneciera a algún coleccionista de aves exóticas que decidió abandonarlo a su suerte. Pero todos los zoos de la ciudad dicen que no han tenido un ave de esas características en la vida y en Nueva York no se permite tener patos como mascotas. Así que el misterio permanece sin resolver. Mientras tanto, el pato se ha convertido en la mascota oficial de la ciudad, desbancando en el corazón de muchos neoyorquinos a Pizza Rat, la célebre y tenaz rata avistada en el metro robando una porción de pizza. Como siempre ocurre cuando algo despierta el interés del público, no han tardado en alzarse voces airadas. Los aguafiestas. Ya hay a quien le molesta la presencia del pato mandarín en Central Park por no tratarse de una especie autóctona. Que a ver si esto acaba en una plaga, expulsando de su hábitat a los patos americanos. Otros dicen que tampoco es para tanto, que ya se vieron otros patos exóticos antes por el parque sin que se formara tanto revuelo. Que está sobrevalorado. Que se vuelva por donde vino.
Lo curioso es que todo este asunto de los patos de Central Park me ha hecho pensar por momentos en Rosalía. Porque cuando la cantante apareció por nuestro estanque, primero nos quedamos hipnotizados con sus plumas exóticas, con su voz y con esa forma de moverse. Luego, enseguida, vinieron las innecesarias comparaciones con Lola Flores y otras figuras del folclore patrio, diciendo que todavía no les llegaba a las suelas de los zapatos. Después, fue acusada de apropiación cultural y de querer robar protagonismo a esos patos que llevaban toda la vida por ahí nadando sin el reconocimiento del público. Por último, el alcalde de Valladolid dejaba caer que la cantante había pedido medio millón de euros por ir a las fiestas de su ciudad. Que quién se había creído esta chica.
Mientras todo esto ocurre, Rosalía, como el pato mandarín, se dedica a pedalear frenéticamente debajo del agua, al mismo tiempo que en la
superficie mantiene una postura grácil, incólume, ajena a las opiniones de los demás. Trabaja duro, crea conciertos únicos, arrasa en los Goya, graba vídeos que quitan la respiración, tuitea sobre lo que le gusta “la tortilla con pan” y cultiva esa pose de diva terrenal y costumbrista que sabe que gusta. Esa lavandera de Almodóvar con alma de Beyoncé. El problema es que son tiempos en los que la creatividad se confunde con la polémica. Lo más fácil para destacar es meterse con los demás: sonarse la nariz en una bandera, tachar de apropiación cultural a quien bebe de otras influencias, publicar artículos hirientes, ser ofensivo y “políticamente incorrecto” e incendiar las redes para que vean tus señales de humo a kilómetros. Hacerse notar por la vía rápida y barata. Tirar un edificio abajo es cuestión de un minuto. Levantarlo lleva años. Los clics, las visitas y los retuits son un tren en marcha al que nos tratamos de subir con desesperación porque avanza más rápido que el de la creatividad, la originalidad y la perseverancia. Qué más da si Rosalía fue rechazada en un talent show. Si lo que hace es flamenco puro o adulterado. Si su acento es impostado o no. Si las uñas de gel te gustan o te parecen una horterada. Si crees que es una princesa de barrio o una burguesa jugando a los disfraces. Si opinas que tampoco es para tanto. Si lo que propone ya lo hicieron antes M.I.A., Lola Flores o la Juani de Bigas Luna. Qué más da todo eso. Lo importante es que ha abierto las ventanas y ha entrado aire fresco y luz. Es distinta. No lo estropeemos. Como diría Vicent, no pongáis vuestras sucias manos sobre los discos de Rosalía. Siempre habrá quien te odie por ser el pato diferente del estanque. Por no pedir disculpas cuando te vaya bien. Por no deberle nada a nadie. Por no ser un pato más y por no disimular no tener la mínima intención en pretender ser uno. Por ir orgulloso y con la frente alta. Por no ser barato y por hacer las cosas a tu manera. Por ser libre, independiente, por nadar en tu estanque a contracorriente. Por ir a tu aire, volando solo, sin ninguna bandada al lado que te proteja. Bien, que sigan odiando. Si me das a elegir, me quedo contigo, Rosalía. Contigo y con el pato. Javier Aznar puede perdonar todo, menos a los pusilánimes que se dejan los bordes de la pizza.