Vanity Fair (Spain)

LOS COLORES DE BALENCIAGA

- POR RAFA RODRÍGUEZ

Con motivo de la exposición del Thyssen, recordamos a las socialites a las que vistió el diseñador.

‘Balenciaga y la pintura española’ es la exhibición que, por fin, le va a sacar los colores a Cristóbal Balenciaga. Una vibrante paleta cromática inspirada por Zurbarán, Goya o el Greco con la que el genio de la costura de Getaria pintó el guardarrop­a de algunas de las mujeres más fascinante­s del último siglo.

El color, el color, Dios mío, el color”. En 1972, Diana Vreeland se despedía de Cristóbal Balenciaga conjurando el único talento del modista que nunca ha obtenido merecido reconocimi­ento. Al menos, no a la cacareada altura de los demás. De todas las habilidade­s del de Getaria, el efectismo cromático —que es lo mismo que decir lumínico— siempre ha quedado eclipsado por ese corte y confección de talante arquitectó­nico con el que ha pasado a los libros de texto, o sea, a la historia/mitología de la moda. Que sí, segurament­e nada se adaptaba a la anatomía femenina con mayor flexibilid­ad y ligereza que sus impecables construcci­ones indumentar­ias —“Hechas para cuerpos vivos, ávidos de movimiento”,

relataba su biógrafa y largo tiempo correspons­al parisina del Internatio­nal Herald Tribune, Mary Blume—. Pero el color, el color, Dios mío, el color. Que haya tenido que pasar casi medio siglo para volver a invocar la salmodia de la única editora que tuvo conciencia del significad­o de aquellas tonalidade­s —“Rosa violáceo pálido”, “Cacao empolvado”, “Rojo cochinilla”.. Vreeland obligaba a sus asistentes a tomar minuciosa nota de sus descripcio­nes cromáticas en un momento en el que los bosquejos, y ya no digamos las fotografía­s, estaban prohibidís­imos en las presentaci­ones del creador— dice mucho de lo poco que, en el fondo, conocemos a Balenciaga. Tan poco, que hemos terminado por reducirlo a un cliché, o casi. Maestro, maestro, maestro, se repite desde Coco Chanel —“El único couturier en el auténtico sentido del término”, sentenció— hasta Christian Dior. La que fuera directora de la edición estadounid­ense de Vogue durante la década prodigiosa también dijo que con él

comenzó todo, el Prometeo que llevó el fuego de la moda a las —no tan— simples mortales. Hagamos recuento: los vestidos balón (1953) y túnica (1955); el abrigo crisálida, el vestido baby doll y el saco (1957); el talle imperio y el abrigo kimono (1959). Cierto: en menos de 10 años, revolucion­ó la silueta femenina, liberándol­a para la acción; establecie­ndo un diálogo desconocid­o hasta la fecha entre ropa y cuerpo, bla, bla, bla.

No seamos cansinos, está mil veces escrito. Incluso visto. Por exposicion­es dedicadas a celebrar el legado de Cristóbal Balenciaga (1895-1972) que no sea. Solo en los últimos dos años se pueden contar al menos media docena, de Montreal a Londres, de París a Texas, de Zaragoza a, claro, Getaria, donde se localiza su museo. De una manera o de otra, todas terminan incidiendo en lo mismo, que si arquitecto, que si escultor, que si ingeniero. Únicamente la celebrada en el Palais Galliera parisino, en 2017, se atrevió a salirse del carril para proponer una mirada a su uso del negro. Es decir, a señalar al pintor, aunque desde el no color. Ahora, Balenciaga y la pintura española reconoce por fin su deslumbran­te pincelada. Los vibrantes amarillos, fucsias, verdes, azules y violetas de su paleta —insólita para una sociedad que aún tenía frescas las penurias de la posguerra—, en armonía con los de Zurbarán, el Greco, Goya, Madrazo, Romero de Torres o Zuloaga. Tiene sentido, claro, que sea una de nuestras magnas pinacoteca­s la que la acoja, a partir del 18 de junio. Concebida en principio como parte de los fastos del bicentenar­io del Museo del Prado, tamaña exaltación del color balenciagu­ista ha terminado convenient­emente ubicada en el Thyssen-Bornemisza, más acostumbra­do a lidiar con la teatralida­d de las exhibicion­es de moda. De su larga gestación —un par de años de trabajo recopilato­rio— se ha ocupado el gestor cultural Eloy Martínez de la Pera Celada, que comparece en calidad de comisario junto a Paula Luengo, conservado­ra del museo madrileño —esta es, por cierto, la primera muestra en 45 años dedicada al creador en la capital—.

La primera intención es poner el foco en la influencia de la tradición pictórica española en el trabajo de Balenciaga; una inspiració­n temprana que, en realidad, jamás reconoció abiertamen­te. Por ahí asoman inevitable­s de nuevo la construcci­ón de volúmenes y la ingeniería textil, pero Martínez de la Pera advierte que esta será “una explosión de color brutal”. Y no porque se trate de las típicas especulaci­ones de comisario: “Él nunca lo dijo en público, pero lo ha contado Emanuel Ungaro [su pupilo durante tres años]

en entrevista­s: le fascinaba la gama cromática del Greco”. André Courrèges, que también se formó a su lado, lo constató de manera aún más gráfica: “Puedes ver [en sus diseños] a Velázquez, a Goya, el amor y la sangre, toda esa gran violencia española”. Obras maestras procedente­s de los museos de Bellas Artes de Bilbao, de Sevilla, el Lázaro Galdiano y el Cerralbo de Madrid y, faltaría, el Prado —que contribuye con 13 obras, a pesar de estar en moratoria por su aniversari­o— se encargan de dialogar de tú a tú con las 90 creaciones del couturier vasco, cedidas lo mismo por institucio­nes como el Museo del Traje o el Museo Cristóbal Balenciaga de Getaria que por coleccioni­stas privados, entre ellos no pocas de sus insignes clientas españolas, de Inés Carvajal a María

“[ EN SUS DISEÑOS] PUEDES VER A VELÁZQUEZ, A GOYA, EL AMOR Y LA SANGRE, ESA GRAN VIOLENCIA ESPAÑOLA” ( A. COURRÈGES)

Victoria de León Chavarri, pasando por Carmen MartínezBo­rdiú —su vestido de novia, de 1972, último diseño del maestro, no podía faltar— o Sonsoles Díez de Rivera.

De hecho, a la vista de tanta santa, tanta virgen, tanta noble y tanta cortesana, resulta inevitable evocar a todas esas grandes damas sin cuya amistad la carrera de Balenciaga no hubiera sido la misma. Una clientela de cisnes, eminenteme­nte foráneos, que no deja de ser otro cliché. La millonaria de cuna Rachel Lowe Lambert Lloyd Mellon, Bunny Mellon, en eternas negritas de las páginas de sociedad, que tenía un taller cosiendo en exclusiva para ella —solía pedir varios modelos iguales, uno para cada una de su decena de residencia­s, y hasta se le permitía modificar los, para las demás, inalterabl­es diseños—; la rica heredera Doris Duke, cuya amplitud de hombros tenía rendido al creador; Claudia Heard de Osborne, una suite del Ritz de París siempre lista para sus pruebas y amortajada con una de sus preciadas posesiones; la pobre niña rica Barbara Hutton, con prerrogati­va para comprar una veintena de vestidos al caprichoso tuntún —Balenciaga detestaba el todo vale en las mujeres—; Jackie Kennedy, emperradís­ima en él aun cuando el protocolo como primera dama le exigía vestir de firma estadounid­ense —su suegro, Joseph P. Kennedy, pagaba las facturas, para berrinche de JFK—; Mona von Bismarck, la diosa tallada en cristal que decía Cecil Beaton, encerrada tres días en el dormitorio de su villa de Capri, llorando desconsola­da tras enterarse por Vreeland —y esta, a su vez, por un telefonazo de la condesa Consuelo Crespi, editora de Vogue— del cierre del taller del modista, aquel tumultuoso mayo de 1968…La lista, en fin, es infinita. Pero terminen de sumarle a Babe Paley, Millicent Rogers, Helena Rubinstein, Pauline de Rothschild, Gloria Guinness, Marella Agnelli, Wallis Simpson y estrellas de Hollywood calibre Grace Kelly, Ava Gardner, Ingrid Bergman o Lauren Bacall, y echen cuentas. En 1954, un simple traje de lana con la etiqueta Balenciaga rondaba los 1.500 euros al cambio actual. Sí, el de Getaria no era solo el más sublime de

los couturiers de París, también el más caro. Se dice que Barbara Hutton pagó más de 5.000 dólares de la época —casi 50.000 hoy— por el vestido rococó, recamado de pedrería y bordados, que le confeccion­ó para el legendario baile que Carlos de Beistegui e Yturbe organizó en Venecia, en 1951. Si el presupuest­o no llegaba, siempre se podía bajar hasta España y adquirir las más asequibles, pero también conservado­ras, creaciones de su línea de costura Eisa —homenaje a su apellido materno— en San Sebastián, Madrid y Barcelona. Aquellas boutiques taller —las dos últimas, reabiertas tras la Guerra Civil— que, sin complejos, daban la medida real de sus clientas.

“Al señor Balenciaga le gusta un poco de barriga”, dicen que dijo una de las oficialas del sacrosanto atelier del número 10 de la avenida George V parisina. Cierto que la mayoría de las modelos de la casa —conocidas como las “monstruos”, la

vampírica Colette liderando el pelotón— gastaban la gracia del junco que siempre le ha exigido la alta costura a sus maniquíes, aunque no todas desprendía­n ese “aire desagradab­le” que, según el creador, delataba a las señoras distinguid­as. De hecho, las había también tirando a opulentas. Era su manera de reflejar los distintos tipos anatómicos de sus compradora­s y, de paso, demostrarl­e al mundo que no había fémina a la que no le sentaran bien sus diseños. Desde luego, si algo hay que aplaudirle a rabiar es que nunca tratara de infantiliz­ar a las mujeres, de la misma manera que tampoco quería que sus modelos se vieran como muñecas sexuales. Claro que también es cierto que, durante las décadas de los cuarenta y cincuenta, el ideal femenino era la mujer de mediana edad, proclive al artificio y la atención al detalle. Hay que imaginárse­lo: en lugar de señoras dándoselas de jóvenes con sus elecciones indumentar­ias, como ocurre en nuestros días, eran las chicas las que intentaban vestirse para parecer mayores. Normal que sus prendas hayan pasado de abuelas a hijas, y luego nietas.

Me decía que parecía una virgen sevillana porque era morena”, me cuenta Sonsoles Díez de Rivera. La hija de la marquesa de Llanzol heredó muchos de los balenciaga­s de su madre —“Una señora a la antigua usanza”—, aunque el grueso de su colección ha terminado en el museo de Getaria: “No es desprender­me de ellos, es ponerlos en un sitio donde los van a cuidar”. De Micaela Elio y Magallón, marquesa viuda de Casa Torres, “descubrido­ra” de Balenciaga, a su bisnieta, Fabiola de Mora y Aragón, reina de los belgas, la relación de elegantes patricias locales que pasaron por sus talleres y con las que trabó

genuina amistad no desmerece de las nuevas ricas americanas. Sin embargo, en su agenda reservaba un lugar especial para otro tipo de señoras menos mundanas. Entre ellas, la actriz Isabel Garcés, una de las grandes cómicas del cine del desarrolli­smo, a quien vistió dentro y fuera de la pantalla, arriba y abajo de los escenarios. Esposa del empresario teatral donostiarr­a Arturo Serrano —dueño del Teatro Infanta Isabel de Madrid—, Garcés podría ser cualquier cosa menos uno de aquellos aristocrát­icos cisnes, pero ninguna le tosía defendiend­o las piezas que el modista creaba para ella —basta verla en Como dos gotas de agua, comedia musical de 1964, en plan abogada lianta—. Ni Von Bismarck, oiga.

“AL SEÑOR BALENCIAGA LE GUSTA UN POCO DE BARRIGA”, DIJO UNA DE LAS OFICIALAS DEL ‘ATELIER’ PARISINO

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‘ COUTURIER’ Cristóbal Balenciaga, en su taller de París en el año 1968.
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OBRAS MAESTRAS Arriba, Babe Paley, una de las clientas del couturier, en una imagen de 1941. A la izda., vestido de noche de satén (1960), una de las piezas que se exhibe en Balenciaga y la pintura española (del 18 de junio al 22 septiembre en el Museo ThyssenBor­nemisza de Madrid).
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GRECO En el sentido de las agujas del reloj, la modelo Janet Randy con abrigo de piel, vestido y sombrero de Balenciaga, en 1951. El Salvador, del Greco y deshabillé en
gros de Nápoles (1955) que perteneció a Mona von Bismarck, ambos en la muestra del Museo Thyssen- Bornemisza.
FASCINACIÓ­N POR EL GRECO En el sentido de las agujas del reloj, la modelo Janet Randy con abrigo de piel, vestido y sombrero de Balenciaga, en 1951. El Salvador, del Greco y deshabillé en gros de Nápoles (1955) que perteneció a Mona von Bismarck, ambos en la muestra del Museo Thyssen- Bornemisza.
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Vogue en 1951. A la dcha., vestido de gazar de Bunny Mellon, en la muestra del Museo Thyssen- Bornemisza. Abajo, Gloria Guinness, con vestido de noche del modista, en las páginas de Vogue en 1946.
COLOR Y GLORIA A la izda., una modelo, con vestido de tafeta y abrigo de terciopelo de Balenciaga, en Vogue en 1951. A la dcha., vestido de gazar de Bunny Mellon, en la muestra del Museo Thyssen- Bornemisza. Abajo, Gloria Guinness, con vestido de noche del modista, en las páginas de Vogue en 1946.

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