CARTA DEL DIRECTOR
Cada vez que escribo un whatsapp y me como una letra me planteo la entera existencia. Hay momentos que voy tan acelerado que lo mando y ya está. Hablo de whatsapps funcionariales desde el mercado —“Nos qued lechz?=”— escritos con una mano mientras peso un kilo de peras con la otra. Pienso en Oscar Wilde y supongo que él no lo haría —de verdad que pienso siempre en Wilde por aquello de que poner o quitar una coma le podía llevar un día—. El irlandés no solo cuidaría la sintaxis, sino que se maldeciría si el autocompletado le jugara la mala pasada del desaseo o la monstruosidad de los vocablos inventados.
Los mails también me preocupan. Tiendo a ser muy propio y rimbombante en las negociaciones importantes y expeditivo y concreto cuando hay tareas que requieren desatasco y no cargar de lectura a los compañeros. Con los segundos, busco la utilidad por encima de la excelencia y también me pregunto si Wilde, al margen de los exquisitos modales, no incluiría pequeñas bromas de baja intensidad al pedir a los de Soporte que le habilitaran la impresora. Me digo que esos mails del poeta se podrían publicar en un librito menor y me duele que los míos no; y que, aunque empezara hoy mismo a maquillar incluso mis listas de la compra, ya habría dejado un rastro enorme de pecadillos de juventud que arruinarían mi reputación póstuma. Mi legado escrito contiene manchas torpes que requieren lejía o el Delorean.
Por último, la basura digital también me atormenta bastante. La cantidad de gigas que ocupo con fotos repetidas hasta encontrar la perfecta que subir a Instagram y que arrancará esos corazones indecisos. Con el modo automático, los ojos cerrados ya no son problema, pero desde hace tiempo intento además florituras como alinear mis hombros con el horizonte, y hay veces que eso me puede llevar 60 disparos que se quedan en el carrete. Durante las últimas vacaciones de Semana Santa, me pasé dos mañanas completas borrando fotos clónicas sin beneficio para nadie más que para mis TOC.
Son dos propósitos de nuevo año hechos a mitad de este los que me planteo: ser pulcro en la escritura y metódico en la fotografía. Autoeditarme sobre la marcha en pos de una
biografía que no requiera muchas correcciones si yo faltara y alguien accediera a mi Google Drive. Toneladas de talento aparte, la perfección es lo único que me diferencia de Wilde, así que, por qué no intentarlo.
Otra cosa es el mundo físico, donde me muevo muy bien con un marco de normas concretas. Por eso, no echo comida a los animales del zoo, no introduzco el pie entre coche y andén, cruzo en verde, conduzco sobrio, cumplo los más posibles de entre los 10 mandamientos, no tiro toallitas húmedas al váter, reciclo pilas y separo las basuras en orgánica, envases, cartón y vidrio. Considerando las pulcritudes enumeradas, aún nos encontramos muy lejos de empatar con el planeta. Comemos carne casi a diario, nos decimos que esa bolsa de plástico a cinco céntimos no va a ser la que derrita los casquetes polares y utilizamos el coche en lugar del autobús “porque llueve”, multiplicando con ello el tráfico los días en los que la gente conduce peor.
El que uno no vaya a hacer la diferencia es una de las excusas más lamentables que he esgrimido o visto esgrimir. Si así fuera, viviríamos sepultados en basura, no cambiaríamos gobiernos y, en general, nunca sucedería nada. Podemos hacer nuestra parte del trato o podemos —de verdad— darle un vuelco al planeta —apenas para salvarlo—. Es gracias a gente como Francesca Thyssen-Bornemisza, portada de nuestro segundo número dedicado a la ecología, que zonas de océano prácticamente desahuciadas pueden conocer vida nueva. No todos tenemos su pulmón económico ni posibles —tampoco se nos exige—, pero eso no es lo que nos separa de ella y de otros ecologistas interesantísimos —las gemelas Gimaguas, Fernando Ojeda...— con los que hemos querido trufar la revista, sino su quijotesca campaña por dejar el mundo un poquito mejor de lo que nos lo encontramos.
Aprendamos de su ejemplo. Es nuestra propuesta. Quizá no alcancemos el legado de Wilde, ni siquiera borrando los desechos del móvil o reforestando bosques, pero por lo menos conseguiremos que el próximo gran poeta que esté a su altura pueda seguir respirando aire puro.
“El que uno no vaya a hacer la diferencia es una de las excusas más lamentables que he esgrimido o visto esgrimir. Si así fuera, viviríamos sepultados en basura, no cambiaríamos gobiernos y, en general, nunca sucedería nada”