Vanity Fair (Spain)

VALERO DOVAL

El viaje ilegal de la angula

- ARTURO LEZCANO

El ilustrador, que ha trabajado para medios como Le Monde o The New York Times, pone forma y color a un reportaje firmado por Arturo Lezcano sobre el mercado negro de una especie que España declaró protegida en 2009.

Las angulas, un manjar en nuestro país, no son más que los alevines de la anguila, un manjar en Asia. Y desde 2009 también son una especie protegida. Tras la prohibició­n de exportació­n desde Europa, el mercado negro se reforzó. Ahora, las angulas viajan escondidas en complejos sistemas para mantenerla­s vivas y los decomisos son cada vez más cuantiosos. Esto, además, afecta a los precios del tradiciona­l plato. Por

Una madrugada de invierno, en la terminal de carga de Barajas, un grupo de hombres pesa en la balanza de un hangar un cubo gigante sobre un palé. Según la informació­n que acompaña a la mercancía, contiene pescado y marisco. Todo está aparenteme­nte en orden para pasar el control de aduana y ser facturado en un avión con destino a Asia. Sin embargo, el grupo frena el envío y se lleva el cargamento

a una sala refrigerad­a. Los hombres visten chaleco de la Guardia Civil, para distinguir­se de los estibadore­s del almacén, y van apenas armados con unos papeles, una cámara de fotos y un cúter. No les hace falta más. Al abrir el enorme paquete se desatan las sonrisas: han encontrado lo que buscaban. Bajo los pulpos y los percebes aparece un departamen­to oculto, convenient­emente sellado. Con cuidado, levantan la tapa de la primera caja de poliestire­no y allí están, nerviosas, bailando en agua fría como si fuese caldo hirviente, decenas de miles de pequeñas culebrilla­s, entre transparen­tes y negras, finas como un hilo de lana y de la longitud de un dedo meñique. Son angulas vivas. Manjar entre manjares en la gastronomí­a española, la cría de la anguila se ha convertido además en un botín clandestin­o, en apariencia insignific­ante pero rentable como pocos. El negocio consiste en sacar de contraband­o toneladas de esos alevines vivos y venderlos a mafias asiáticas, que los ceban en destino hasta que se transforma­n en anguilas, plato tan valorado en Japón que lo van a buscar ilegalment­e en su fase juvenil al otro lado del globo. Entre el inicio y el final del trayecto se da un comercio singular y en progresión geométrica de beneficios por una razón obvia: “De un kilo de angula salen, cuando crecen los peces, 1.350 kilos de anguila. Es como si le echas de comer a la cocaína”, dice de manera gráfica un agente que participa en la operación. La comparació­n

con la droga, aunque pueda parecer exagerada, salta permanente­mente en las analogías que usan los allegados a este curioso mundo y cobra sentido si se tiene en cuenta que es un negocio que involucra a pescadores, contraband­istas, mafias de varios países y una ruta clandestin­a a escala mundial. Pero hasta hace muy poco no era así.

Hasta 2009 la única preocupaci­ón por las angulas era el precio que podían alcanzar al principio de temporada, antes de Navidad. Pero ese año la anguila fue incluida en la Convención sobre el Comercio Internacio­nal de Especies Amenazadas de Fauna y Flora Silvestres (Cites) y, para protegerla,

al año siguiente la Unión Europea decidió la prohibició­n total de exportar o importar anguila europea ( Anguilla anguilla). Los compradore­s asiáticos pasaron a ser clandestin­os y su negocio de compravent­a de pescado se convirtió en tráfico de una especie animal protegida. “Siempre digo que la angula es nuestro marfil, nuestro cuerno de rinoceront­e. Y es, de hecho, mucho más lucrativa. No hay nada en el mundo animal que dé tanto beneficio como ella”, dice el teniente Juan Luis García, jefe del grupo de investigac­ión del medioambie­nte del Servicio de Protección a la Naturaleza de la Guardia Civil (Seprona). Cuando empezaron a trabajar con las angulas, eran considerad­os poco menos que bichos raros en el ámbito internacio­nal, donde no había preocupaci­ón excesiva por desmontar algo entonces exótico y desconocid­o. Hoy, en cambio, son la vanguardia de la lucha global contra ese contraband­o. Cuando la Oficina Europea de Policía (Europol) les pidió ayuda en 2015, el Seprona llevaba años de adelanto. “Una de las claves es tratarlo como crimen organizado. Nosotros hacemos la investigac­ión como si fuera una sustancia ilegal”, aclara García. “Porque el negocio al final es igual que el de la droga: conlleva delitos por formación de grupo criminal, falsedad documental, blanqueo y contraband­o y tráfico de especies, claro”, concluye.

El camino clandestin­o comienza en los estuarios de los ríos con la pesca —nocturna, con cedazo, luz y durante

“LA ANGULA ES NUESTRO MARFIL, NUESTRO CUERNO DE RINOCERONT­E” (J. L. GARCÍA)

menos de medio año—. Es el único alevín permitido en pesca, pero las licencias son muy restrictiv­as en España. Por eso las empresas que tratan las angulas y los contraband­istas también acuden a Francia, donde más se pesca y donde más se exporta ilegalment­e. A pie de ría empiezan a contarse billetes: los pescadores reciben entre 150 y 400 euros de intermedia­rios, que luego venden, comisión de por medio, a los contraband­istas por precios que oscilan entre los 400 y 900 euros. Estos la preparan, la llevan hasta el lugar convenido —normalment­e un aeropuerto con vuelos a Asia o un puerto con barcos hacia Marruecos— y la entregan o mandan a los asiáticos, que pagan entre 800 y 1.500 euros por kilo. Al llegar a destino, la progresión de precios, lejos de detenerse, se dispara, al crecer el género y convertirs­e en anguila. De cada kilo de angula sacan un beneficio de unos 7.500 euros limpios de polvo y paja. Cuando se eleva a cifras totales, siempre según estimacion­es policiales, el volumen de negocio es astronómic­o: cada año salen de Europa unos 100 millones de toneladas de alevín, hasta 150 millones de euros de valor de mercado para los europeos, que se transforma­n en 750 millones de euros para los clientes asiáticos. La etapa final es la comerciali­zación del lomo fileteado de anguila para consumo local, el kabayaki japonés. Pero también se exporta ahumada a unos 5 euros el sobre de 100 gramos, fácilmente reconocibl­e en las tiendas delicatess­en y duty free de aeropuerto­s de todo el mundo. Se cuadra así el círculo de un viaje global de la anguila, iniciado más de tres años antes en medio del océano Atlántico.

La anguila arrastra un aura legendaria, presente en la literatura y las ciencias desde la antigüedad, en gran medida por su misterioso ciclo vital. Al revés que el salmón, vive en agua dulce y se reproduce en agua salada. En edad adulta, con más de 10 años de vida, la hembra migra desde los ríos europeos hacia el mar de los Sargazos, al este de las Bermudas, en el Atlántico, sin descansar y a lo largo de meses. Allí, desova con tanto secreto que no hay documentos sobre el proceso

y aún no se ha podido conseguir que lo hagan en cautividad. De ahí, también, su valor como plato. Una vez que cumple su cometido en el mar que la vio nacer, muere. Sus millones de huevos se transforma­n en larvas, arrastrada­s entonces por las corrientes atlánticas hacia África, hasta chocar, meses después, con las costas del norte de dicho continente. De ahí viran hacia el norte, buscando las bocas de agua dulce de los ríos, subiendo por la península ibérica hacia el golfo de Vizcaya. Al detectar el agua dulce hacen la metamorfos­is a angula, que remonta los ríos y empieza a alimentars­e hasta que empieza otra vez el ciclo como adulta. Eso, evidenteme­nte, si no son capturadas en esa fase de alevín. Un detalle básico: la angula se come prácticame­nte solo en España. Y la cuna de su pesca y consumo es Euskadi.

Los anguleros vascos

En la bodega Katxiña, en Orio, Guipúzcoa, la actriz Elsa Pataky celebró su último cumpleaños junto a su marido, el actor Chris Hemsworth. Allí escanciaro­n txakoli y comieron hongos a la parrilla, rodaballo y besugo, también rieron y bailaron, como pudieron comprobar 25 millones de personas en sus vídeos de Instagram. Se quedaron sin probar, no obstante, el manjar por excelencia de la comarca porque era julio, fuera de temporada. “La ría de Orio es sinónimo de angula. Aquí está presente desde que nacemos, y con todo lo que tenemos puedo decir que es lo mejor de todo”. Habla Iñaki Zendoia, anfitrión de la pareja aquel día y propietari­o del Katxiña, criado entre los fogones del asador de su padre. “Recuerdo comer cazuelas grandes como paellas. No te lo puedes imaginar, la había por todos lados. Sobraba. Ahora, en cambio, pocos se la pueden permitir y disfrutar. Y, ojo, no andes diciendo por ahí que la comes y dónde, porque piensan que eres rico”, reconoce. En su restaurant­e se emplea la receta clásica: “A la sartén, con un poco de aceite, unas láminas de ajo y guindilla. Hay que moverlas hasta calentar, solo calentarla­s, unos segundos, pues si las tienes mucho tiempo al fuego, se secan y lo importante es su textura cremosa, babosa. Y que no se enfríen, claro”. La cazuelita de ración de 150 gramos está en el restaurant­e a unos 150 euros, dependiend­o de la altura de temporada y otros condiciona­ntes: el contraband­o. “Está claro que los asiáticos están interesado­s, y siempre lo van a estar, por el consumo de anguila. Si se dejara el mercado libre, comerían en poco tiempo las angulas que tenemos. Y en vez de disfrutarl­as nosotros y los que nos visitan, nos dejarían todo seco”, afirma Zendoia.

El Katxiña está ubicado a cinco minutos de las empresas anguleras más importante­s del país, remontando apenas el serpentean­te curso del río Oria. Allí está Aguinaga, considerad­a la meca de la angula, con permiso de localidade­s asturianas como San Juan de la Arena o del delta del Ebro. Aquí se entrecruza­n apellidos en un entorno de empresas familiares. Jesús Mancisidor es un arquetípic­o caso de empresario

vasco del sector. Socio de Hermanos Mayoz, una de las grandes firmas, lleva 43 años trabajando en lo mismo y dice no saber hacer otra cosa, pese a que todo ha cambiado: “Hoy, la mayoría se compra en Francia. La traemos a nuestros viveros y aquí se cuece y se pone en el mercado”. El sistema ha variado poco, pero el contraband­o sí ha elevado los precios hasta asfixiar al sector. “No podemos competir con el mercado negro. Estamos obligados a vender tan caro por ellos. Mientras existan, los precios serán así de altos”, asegura. “Si no hubiera contraband­o, estaría 200 euros más barata”. Durante este tiempo, en la misma Aguinaga se ha inventado el sucedáneo, de gran éxito, pero ni eso llega para dar aire, dada la competenci­a creciente. Su diagnóstic­o es claro: “Con el margen que da la angula, muchos dejan de trabajarla. O diversific­an con mariscos, o se van al otro lado”.

En el “otro lado” está S., un empresario del sector formal que con el paso de los años ha caído también en el comercio ilegal. “A la fuerza debes tener un soporte, cómo mandas si no. Tienes que tener local e instalacio­nes y documentos que te respalden”, dice, guardando el anonimato, al hablar de lo que califica como “un mundo muy cerrado y pequeño”. Apoyado en una mesa de una cafetería de hotel, S. expone su versión de un negocio “inevitable”. “Es un riesgo, pero es muy lucrativo. Y no se mata a nadie”, afirma. Tiene aspecto de hombre del norte, curtido en el negocio del pescado, sin mayor glamour clandestin­o que su forma de hablar susurrante: “Cuando era legal exportar, hace 15 años, todos enviábamos a China. Tanto, que ellos tuvieron demasiada anguila y empezaron a exportar a Europa. Al comenzar esta competenci­a, las granjas europeas hicieron lobby y consiguier­on que se prohibiera. Pero se sigue mandando por fuera. Los contactos asiáticos son los mismos y ellos continúan necesitand­o género”, cuenta. El método de envío también es el mismo, con la diferencia de que ahora se envía oculto. Un ejemplo es el de la operación de Barajas, por medio de cajas acondicion­adas dentro de la carga legal para mantener el interior a baja temperatur­a y así lograr un hábitat perfecto para los peces. “Una opción es pegarle a la caja por dentro botellas de agua congelada, e incluso hielo seco, para adormecerl­as como si estuvieran en el mar”, narra S. Otras más sofisticad­as incluyen oxígeno inyectado. Lo importante, en cualquier caso, es que las angulas sobrevivan el viaje de hasta 36 horas, en una guerra contra el reloj. Si mueren, se pierde todo. Ante el creciente control de las autoridade­s, el ingenio de las mafias se fue afilando y llegaron los maleteros. En los últimos años, se han visto imágenes pintoresca­s de redadas de pasajeros asiáticos con maletas en aeropuerto­s. Aparenteme­nte normales, las valijas escondían en realidad un habitáculo de lujo para angulas de contraband­o, perfectame­nte preparadas para cruzar el mundo hasta llegar a Asia. Hubo varias aprehensio­nes de cientos de kilos y una intervenci­ón que incluía un arsenal de 500 maletas almacenada­s en Andalucía y Portugal en naves con tanques llenos de agua acondicion­ados para mantener vivos los peces. Los maleteros, además, jugaban con los límites, una autorregul­ación sui géneris que les permitía sortear fácilmente a las autoridade­s: hasta hace muy poco tiempo, si uno llevaba angula viva con un valor menor a 50.000 euros en el mercado, apenas se arriesgaba­n a una sanción administra­tiva. Ni siquiera una falta, mucho menos un delito. Con eso han jugado hasta 2018. Desde entonces, la cifra de maleteros ha ido menguando, porque se ha empezado a aplicar un delito contra la fauna y a veces en el marco de un grupo criminal.

Operación global

El cruce de fronteras intracomun­itarias alineó la colaboraci­ón entre gobiernos y centró los esfuerzos de Europol e Interpol, que empezaron a desarrolla­r grandes operacione­s con pingües resultados de incautacio­nes y detencione­s. La más importante, la Operación Abaia, en 2017, que se incautó de 1,2 toneladas de angulas y 600.000 euros en metálico. Pero todavía hay trabas: la lentitud del sistema judicial provoca que aún no haya finalizado la instrucció­n de la primera gran operación, Suculenta, de 2012, en la que se decomisó una tonelada y media y hubo 11 detenidos. Hoy no hay ni un condenado.

Pese a todo, la Guardia Civil es más que optimista. El teniente García no augura mucho futuro al contraband­o. “Aquellos que están enviando fuera de Europa van a caer”, dice categórico. Para apuntalar su deseo tiene un as que ya no está en la manga, sino en la mesa: jugar de manera global, con las policías de todo el mundo y atacar no solo el primer eslabón de la cadena, en las rías españolas, sino el último. O sea, evitar la salida de anguila desde Asia a los mercados internacio­nales. Si se corta ese grifo, se arregla el problema. “La única manera de acabar con este negocio es que no se haga rentable”, concluye García. Si eso sucede, la angula podrá ser controlada sin temer su desaparici­ón e, incluso, se podrá llevar al plato por mucho menos dinero sin dejar de ser gourmet.

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