Vanity Fair (Spain)

DIVER SIDAD DE MARC A

- POR PALOMA RANDO Paloma Rando es redactora y guionista y le habría encantado grabar los vídeos de Flaritza en directo desde Litchfield.

C uando se estrenó Orange Is the New Black, allá por el verano de 2013, Jenji Kohan, su creadora, declaraba: “Estoy orgullosa de encender la tele y ver en la pantalla a 100 mujeres diferentes de todas las edades, de todos los colores, de todas las razas. No he visto esto antes. Poder contar sus historias es un privilegio y algo que me ha sorprendid­o que no estuviese ahí fuera antes”.

Kohan había adaptado Orange Is the New Black: My Year in a Women’s Prison, las memorias de Piper Kerman, en las que cuenta cómo dio a parar a la cárcel después de haber sido mula para la traficante de drogas con la que estaba saliendo, y había utilizado el personaje de Piper —una mujer blanca y acomodada— como caballo de Troya para contar las vidas de otras mujeres menos blancas y menos acomodadas.

Después de House of Cards —y la menos conocida Hemlock Grove—, Orange Is the New Black se había convertido en una de las tarjetas de presentaci­ón de Netflix en su desembarco en la producción de contenidos televisivo­s; y de la misma forma que Piper se convirtió en el medio a través del cual poder llegar a las historias de otras mujeres muy diferentes a ella, la serie que protagoniz­aba fue la prueba de que la diversidad podía ser rentable. La trama de las reclusas de Litchfield fue uno de los grandes fenómenos en la televisión de 2013. Ganó tres premios Emmy y la nominaron a otros nueve; se coló en la misma cultura popular que celebraba a través de sus presas, que, por muy encerradas que estuvieran, siempre se enteraban de lo último de Beyoncé; y ha logrado mantenerse hasta este verano de 2019, cuya séptima y última temporada la convertirá en la serie más longeva de la plataforma hasta la fecha.

La diversidad podía ser rentable, sí. Y además podía convertirs­e en imagen de marca. Mientras vivíamos los últimos estertores de las series de calidad protagoniz­adas por hombres de mediana edad problemáti­cos — Breaking Bad terminó ese año ya Mad Men le quedaban dos temporadas—, Netflix decidió ser el emblema de otro tipo de contenido, quizá emulando a Showtime, la cadena de cable que intentó ocupar el hueco que HBO, centrada en un target más masculino, había descuidado en la primera década de los 2000. No era casualidad que para ello ficharan a Kohan, cuya serie anterior, Weeds, se había mantenido durante siete años en emisión en esa cadena. Pero esto era solo el principio.

Pronto llegaron

Sense8, Grace and Frankie, Master of None, The Get Down, One Day at a Time, Dear White People, Glow y Godless, por nombrar algunas series de géneros muy distintos protagoniz­adas por personajes cuyas diferencia­s de sexo, raza, orientació­n sexual y/o edad los hacían poco habituales en esas plazas. Y de la misma forma empezó a hacerse el llanto y el crujir de dientes cuando estas series, que se convertían en referentes para según qué público huérfano de ellos, iban siendo canceladas. La primera en caer fue Sense8, cuyos esforzados seguidores consiguier­on que la plataforma les diera un episodio especial para cerrarla. La última, One Day at a Time, recién rescatada por PopTV, un canal de pago pertenecie­nte a CBS. Netflix parece tomarse muy a pecho la diversidad como imagen de marca. El año pasado creó un puesto ejecutivo para supervisar cuestiones de inclusión y diversidad entre sus empleados y ya ha hecho varias campañas publicitar­ias sobre la importanci­a de dar voz a diferentes creadores. No en vano, sus fichajes recientes más sonados son Ryan Murphy y Shonda Rhimes. Sin embargo, al hacer de la diversidad un reclamo en sus contenidos, se corre el peligro de que haya inocentes espectador­es que obvien que esta noble causa es, por encima de todo y como le pasó a Piper, un caballo de Troya. Pero de otro tipo. Y que tiene que ir lleno de suscriptor­es para echar a andar.

AL HACER DE LA DIVERSIDAD UN RECLAMO, NETFLIX CORRE EL PELIGRO DE CONFUNDIR A SUS ESPECTADOR­ES MÁS INOCENTES

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