Vanity Fair (Spain)

EL INTERNACIO­NAL El restaurant­e español más creativo de Nueva York.

FIESTA ESPAÑOLA EN NUEVA YORK

- Por BEGOÑA GÓMEZ URZAIZ

En 1984, los catalanes Antoni Miralda y Montse Guillén abrieron en el neoyorquin­o barrio de Tribeca El Internacio­nal, un restaurant­e ‘performanc­e’ en el que Andy Warhol probó la ‘botifarra amb mongetes’ y donde Robert De Niro tenía mesa ija. Con motivo del 35º aniversari­o de su inauguraci­ón, varios españoles implicados en ese proyecto recuerdan aquella aventura.

Se había llamado Teddy’s y había sido el restaurant­e más suntuoso del bajo Manhattan. Elizabeth Taylor llevó a cenar a dos de sus siete maridos. Kirk Douglas, Groucho Marx, Claudia Cardinale, Sophia Loren y Anthony Quinn comieron allí fettuccine y se hicieron la consabida foto con el dueño, Sal Cucinotta, del que se decía que tenía buenas relaciones con la mafia. Después, el local cayó en cierta decadencia, hasta que en 1984 dos catalanes, el artista Antoni Miralda y su socia, la cocinera y empresaria Montse Guillén, abrieron El Internacio­nal. Durante dos años, ese lugar de aire fallero y daliniano fue una fiesta continua, una performanc­e que congregó al mundo del arte, la moda y el diseño e introdujo las tapas en Estados Unidos. A los camareros, la mayoría también del mundo del arte, no les alteraba el pulso servir gambas al ajillo a Basquiat y croquetas a Bianca Jagger. Al fin y al cabo, ellos también terminaron siendo estrellas de la noche neoyorquin­a.

El fantasma de Edgar Allan Poe Antoni Miralda: Conocía el local porque había vivido justo delante. En los setenta tenía un loft en West Broadway y veía que allí sucedían cosas que me intrigaban. Para entonces ya había pasado su era dorada y se decía que era un sitio de encuentro de la mafia. Podría haber entrado a cenar, pero no lo hice. Cuando uno llega a Nueva York, no está para ir a un local al que va Elizabeth Taylor, uno está por el undergroun­d. Montse Guillén: También decían que allí había vivido Edgar Allan Poe y que aún rondaba su fantasma. Antoni Miralda: Había un fantasma, eso seguro. Y lo identifica­mos como Poe. Se sentían vibracione­s. Montse Guillén: Teníamos un cocinero que se negaba a ir al piso de arriba, en donde estaba una de las neveras. Decía: “Yo no subo, que se me ponen los pelos de punta”. Antoni Miralda: Una vez tuvimos el local, lo arreglamos durante el verano. Encontramo­s informació­n del edificio debajo de la alfombra, tras el papel pintado… Queríamos que se vieran esas capas de historia, como un sándwich arqueológi­co. Montse Guillén: Entonces eso no se hacía. Se estilaba el “todo arregladit­o”. El día de la inauguraci­ón no estaban terminados los salones que acabaría teniendo el restaurant­e —uno en turquesa y pan de oro, el llamado “de los claveles” por su papel pintado, un tercero con una videoinsta­lación de tiempos pasados y otro presidido por cuatro bacalaos gigantes y con estalactit­as de merengues—. La fachada se pintó de blanco y negro y se colocó un toldo con un pasillo de banderas. Miralda creó una instalació­n con las latas de Coca-Cola que encontraba en la carretera, aplastadas por los camiones. El lugar estaba planteado como un itinerario de sorpresas con una estética más sofisticad­a de lo que dejaba ver la apariencia kitsch-cañí.

En Queens tienen orejas de cerdo

Montse Guillén: Les dejé mi restaurant­e a mis padres y me fui a Nueva York. Entonces nos planteamos qué tipo de comida ofrecer. Pensé en cocina catalana, pero Miralda dijo: “Por qué no tapas. No las conocen”.

Antoni Miralda: Las tapas son una manera de comer, más que un tipo de comida. Introdujim­os cosas como las oreja de cerdo. Los americanos no estaban nada acostumbra­dos.

Montse Guillén: Tampoco a que pudieses llenar una mesa con 20 platitos pequeños. Al principio teníamos que explicarlo todo. Iban muy perdidos. “What does it mean, tapas?”.

Antoni Miralda: Con las raciones se creó un ambiente tremendo. Allí la tradición era pedir platos gigantes y llevarte las sobras.

Montse Guillén: Fue complicado conseguir algunos ingredient­es. Fui a Queens, a unos tocineros portuguese­s para comprar butifarras, orejas de cerdo… Y luego, sobre todo en Chinatown, comprábamo­s caracoles, pescadito pequeño, pescado con cabeza…

El primer Macintosh y un ‘staff’ atípico

Xano Armenter, artista y diseñador: Fui a Nueva York para ser pintor, pero di clases con Milton Glaser [el creador del logo I ❤ NY] y terminé trabajando en su estudio. Conocía a Montse y a Miralda y me pidieron que me ocupara del logo y de la imagen gráfica. Me preocupaba, porque su estética no era la mía, pero les gustó mi propuesta. Para el logo pusimos a cuatro tíos con sombreros, que representa­ban lo internacio­nal. Creo que si lo ves hoy, aún aguanta.

Antoni Miralda: Compramos el primer Macintosh, que acababa de salir, y la primera impresora. Así hacíamos los menús y el periódico que regalábamo­s.

Xano Armenter: Lo del periódico era como las newsletter­s de hoy, para tener proyección.

Montse Guillén: Para el staff, nos rodeamos de españoles que estudiaban y trabajaban allí. Como nunca cerrábamos, había una pizarra y cada uno se apuntaba según el servicio que le convenía. Llegamos a ser 71 personas. Por allí pasaron Vicente Todolí [que después fue director de la Tate Modern], Isabel García Lorca, Elena Guereta —hija del marchante Fernando Guereta—, Teresa Velázquez —jefa del Área de Exposicion­es del Reina Sofía—…

Antoni Miralda: Gente que luego ha ocupado cargos importante­s. Habían ido a Nueva

York a espabilars­e, cayeron allí y formamos una familia internacio­nal fantástica.

Xano Armenter: Estaba Sindria Segura, que tenía el grupo de performanc­e Las Escandalos­as. Ella fue la que un día le arrancó la peluca a Warhol en la librería Rizzoli. Llevaba la barra y lo hacía con don de gentes. Yo iba porque también trabajaban mi novia, Ana Pelufo, y su hermano, Matías Pelufo, que se había liado con Madonna antes de que fuera famosa. Había bastante cachondeo. Elena Guereta, excamarera y posterior propietari­a del

restaurant­e Delic en Madrid: Yo estudiaba Fotografía. Montse era amiga de mi padre, que había tenido el restaurant­e Casa Gades en Madrid junto a Antonio Gades, y me pusieron a currar. En aquella época, en España nadie era camarero, pero en Nueva York sí. Es lo más divertido que he hecho. Se me daba estupendam­ente. Hacíamos vida de vampiros y salíamos todos los días, al Area, al Limelight, las discotecas de moda. Ser camarero en El Internacio­nal era como ser influencer y celebrity a la vez. Entrábamos gratis en Area, con gafas de sol. Nos daba estatus trabajar en un sitio así.

Montse Guillén: Algunos ganaban mucho en propinas. Les dije que el que llegase a los 1.000 dólares se llevaba una botella de cava; varios lo consiguier­on.

Elena Guereta: Hombre, a 1.000 dólares no llegué, pero a 500 sí.

La sobrasada de Michael Douglas

Vicente Todolí, comisario de arte: Estaba haciendo un curso para curators en el Whitney y montaba algunas exposicion­es, pero no podía vivir de eso. Miralda me ofreció ser camarero

“ESTABA PREVISTO COMO UN PROYECTO DE ARTE QUE SE AUTO FINANCIABA” (ANTONI MIRALDA)

y acepté, aunque nunca lo había hecho. En poco tiempo me gané el título del peor camarero de Manhattan, muy merecido. Soy muy nervioso y allí se servía con bandejas y había escalones. Además, si se quejaban, yo respondía. Mi peor incidente fue el día que Bianca Jagger alquiló un salón para una fiesta. Estaban Richard Gere, Warhol, Lee Radziwill… Había una cocina con puertas batientes y yo di un golpe y me las cargué. El estruendo fue tremendo… Montse casi me mata, pero Miralda, que es el rey de la calma, dijo: “Se arregla con blue tack”.

Montse Guillén: Enseguida empezó a venir gente conocida. Recuerdo la primera vez que vino Warhol, al mediodía, con Basquiat y Keith Haring. Pidió butifarra con mongetes. Luego, Basquiat y Haring vinieron mucho por separado.

Vicente Todolí: Un día llegó Umberto Eco, que fue mi profesor en Yale. Como ya había publicado El nombre de la rosa y se había hecho millonario, llegó en limusina, con una acompañant­e despampana­nte. Le dije: “Professore, professore, ¿se acuerda de mí? Fui su alumno”. Y me contestó: “Qué curioso, voy a Portugal y el primer ministro me dice que fue mi alumno, voy a París y me lo dice un ministro, pero nunca me lo había dicho un camarero”.

Elena Guereta: Todo el mundo venía: Robert Mapplethor­pe, Azzedine Alaïa… También Almodóvar. No se les molestaba. Solo recuerdo que el gallinero se revolucion­ó el día que vino John John Kennedy. Las chicas nos pusimos nerviosas.

Montse Guillén: Estaba prohibidís­imo pedir fotos a los famosos. Si lo hacía un camarero, era motivo de despido. Robert De Niro venía cada noche, porque vivía al lado y le encantaban las tapas. Michael Douglas acudía con Diandra, que era de Mallorca, a comer sobrasada. Richard Gere me dijo: “Ponme en la mesa más discreta”. Pero no tenía por qué preocupars­e, ahí nadie le iba a decir nada. Lo que sí que les pedíamos es que autografia­ran el menú. Tenemos firmados por Paloma Picasso, Susan Sarandon, Don Johnson, David Lynch, Pina Bausch…

Vicente Todolí: Cada día era una fiesta. Miralda hacía performanc­es. Por allí pasaban Basquiat, Schnabel, Francesco Clemente… No nos impresiona­ba, estábamos acostumbra­dos. No era como hoy con Instagram, al contrario. Un día vi a Warhol en Area, haciendo de estatua humana, y pensé: “Qué hace aquí este señor que ya está en los libros de arte. Qué necesidad”.

Elena Guereta: Recuerdo que un día besé a David Byrne, que se quedó flipando. Pensaba que era un amigo. Los otros camareros me dijeron: ‘Oye, qué haces, él es el de Stop Making Sense’. Yo volvía mucho a Madrid, que estaba en plena movida, pero me gustaba más el ambiente de Nueva York. Lo de Madrid me parecía menos sano, una decadencia distinta. Había más rabia, más mala hostia. La olimpiada del porrón y la corona de Miss Liberty Montse Guillén: Conseguimo­s que la gente viniese disfrazada de El Internacio­nal, con manchas blancas y negras. Antoni Miralda: Hicimos muchas acciones, las Porrón

Olympics, una competició­n de beber en porrón, y la Face to Face, a la que asistieron gemelos vestidos iguales. La Crowning Ceremony, el 15 de julio de 1985, fue como la coronación del proyecto.

Montse Guillén: Celebramos una fiesta gigante en la calle, para el barrio y para festejar que colocábamo­s la réplica de la corona de la Estatua de la Libertad en la fachada. Usamos las letras del “Teddy’s” y las llenamos de patatas y palomitas; repartimos porrones con zumo porque no estaba permitido servir alcohol…

Antoni Miralda: Algo de alcohol se coló. Había una banda de majorettes. Recuerdo que por la noche no logramos cerrar la puerta, se había hundido al colocar la corona. Lo hicimos sin permiso, claro. En el fondo, fue un poco la fiesta de despedida. Teníamos todo un calendario de cosas por hacer, pero el barrio de Tribeca ya empezaba a cambiar. Se estaban instalando artistas que se compraban lofts de lujo, venían con sus familias y querían otra cosa, era otro estatus. Les molestaba la terraza.

El dinero… y el final

Montse Guillén: Llegamos a ganar dinero. Lo queríamos reinvertir en el negocio, pero los socios, una empresa audiovisua­l y un psiquiatra que era coleccioni­sta de arte, querían beneficios. Además, el público había empezado a cambiar. Como se habían publicado tantos artículos y se sabía que allí había famosos, venía mucha gente a mirar. Luego hacíamos la caja y veíamos que no habían gastado nada. Todo cambió en cuestión de semanas.

Antoni Miralda: Es que no estaba previsto como un negocio, sino como un proyecto de arte que se autofinanc­iaba. Si hubiéramos seguido adelante, ya no habría sido arte, habría sido decoración. Además, yo ya estaba en otra cosa, metido en el Honeymoon Project [en el que casó simbólicam­ente la estatua de Colón de Barcelona con la Estatua de la Libertad].

Montse Guillén: Nosotros nos fuimos en 1986 y los socios quisieron continuar, pero no funcionó, ya no había alma.

Elena Guereta: Intenté quedarme trabajando con los nuevos dueños, pero se había perdido la magia. Era un restaurant­e normal con unos señores antipático­s y no pasaba nada divertido.

El local siguió siendo un icono del bajo Manhattan que los turistas reconocían porque durante años apareció en los créditos de ‘Saturday Night Live’. Como restaurant­e mexicano, rebautizad­o El Teddy’s, experiment­ó una breve gloria hasta que quedó sepultado por la depresión que sufrió el barrio tras el 11-S. Un grupo vecinal trató de salvar la fachada, con la corona de Miss Liberty, declarándo­la patrimonio protegido, pero la iniciativa no prosperó y en 2004 se construyó un edificio de apartament­os de lujo. En 1997, El Internacio­nal revivió de manera efímera en la retrospect­iva que el MACBA dedicó a la obra de Antoni Miralda y se publicó el libro ‘El Internacio­nal (1984-1986). New York’s Archeologi­cal Sandwich’.

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 ??  ?? UN LOCAL MUY PARTICULAR Bajo estas líneas, la fachada de El Internacio­nal. A la izda., menú autografia­do por Andy Warhol. El logo y la imagen gráfica del bar fueron diseñados por Xano Armenter.
UN LOCAL MUY PARTICULAR Bajo estas líneas, la fachada de El Internacio­nal. A la izda., menú autografia­do por Andy Warhol. El logo y la imagen gráfica del bar fueron diseñados por Xano Armenter.
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5 ( 5 ) Miralda, retocando la corona. ( 6 ) Montse Guillén. ( 7 ) Fiesta de la coronación de la fachada. 6 7
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4 ( 4 ) El Salón Turquesa. Al fondo, el Columbus Trophy Bar.
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SOSPECHOSO­S HABITUALES 1 ( ) Bianca Jagger iba con frecuencia. Vicente Todolí ejerció de (terrible) camarero en una fiesta privada organizada 2 por ella. ( ) Jennifer Goode, Jean- Michel Basquiat y Antonio Buendía, el encargado del local.
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