Vanity Fair (Spain)

Su móvil, por favor

Esta es la frase con la que le recibirán en los mejores restaurant­es de los Hamptons, Cantabria o la Provenza. Y no se re ieren a su número. Que tiemble Twitter.

- POR PATRICIA ESPINOSA DE LOS MONTEROS

Ser frívolo es una de las actitudes más difíciles que se pueden mantener. Es una cuestión de aprendizaj­e, duro entrenamie­nto y práctica, que a veces está reñida con nuestra ancestral cultura judeocrist­iana que nos hace caer en la trascenden­cia y la melancolía. Exige una gota de cinismo, una buena dosis de educación y mucha rapidez… En fin, toda una gimnasia mental. La frivolidad está siempre conectada con cierta vida social, pero totalmente reñida con las masas.

Hoy, las fiestas —herramient­a frívola por excelencia— ya no son lo que eran. No hay conversaci­ones, presentaci­ones oficiales, corrillos, cotilleos. Ni siquiera sorpresas. Todo se observa bajo un certero cálculo de likes. Le aconsejo que, sobre todo en ciertos lugares digamos que más exclusivos, no caiga en ese error. A no ser que quiera que su nombre sea borrado de las cotizadísi­mas listas de invitados vips-plus-plus que pasan de mano en mano como el mayor de los tesoros.

Si quiere acabar de un plumazo con su agenda, no tiene más que transmitir lo que ocurre en una fiesta. Si al vídeo le añade un selfie estudiadís­imo,

pero desafortun­ado para el resto de invitados, generará un odio tal que echará a perder su vida social.

Según The New York Times, varios restaurant­es top de Nueva York, como el Momofuku Ko, Per Se, Le Bernardin o The Fat Duck, han pedido a sus comensales no hacer fotos de sus platos ni subirlos a las redes. Antes que ellos, los clubes privados más elitistas del mundo ya habían incluido en sus estatutos la prohibició­n de entrar a sus recintos con teléfonos móviles, pues a ellos se acude para estar REALMENTE con los amigos REALES. En las fiestas, almuerzos o celebracio­nes privadas de hoy, el móvil ha sustituido al pitillo o al whisky, otrora ayuda contra la timidez.

Pero, como he comprobado en mis recientes vacaciones —y, me han soplado, ocurre en los Hamptons, en Cantabria o en la Provenza—, que tiemblen Twitter e Instagram. Cada vez más, mientras te solicitan amablement­e tu nombre, para indicarte la mesa en la que vas a sentarte, te piden también tu teléfono. Pero no tu número, no: tu dispositiv­o. Lo identifica­n con una ficha como si fuera un abrigo de visón y lo confiscan durante el tiempo que dure el evento. Se custodian en unas cajas compartime­ntadas como si fuera el oro de Moscú. Y si suena… que suene.

Mi community manager me odiaría por todo esto que digo aquí. Menos mal que no tengo community manager.

De vuelta del veraneo, Patricia Espinosa de los Monteros está nerviosa porque no recuerda su clave de acceso. Le pasa todos los años.

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