Vanity Fair (Spain)

SECUESTRO Y SILENCIO

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Arabia Saudí no quiere disidentes.

El asesinato de Jamal Khashoggi no fue un hecho aislado. AYMAN M. MOHYELDIN revela en una investigac­ión para ‘Vanity Fair’ cómo Arabia Saudí trata de secuestrar, repatriar (y, a veces, asesinar) a determinad­os ciudadanos a los que considera enemigos del Estado.

MUCHOS DE LOS ADVERSARIO S QUE CAPTURAN Y DETIENEN ACABAN" DESAPARECI­DOS ". A ALGUNOS LOS ENCARCELAN; DE OTROS NO SE VUELVE A SABER NADA

El príncipe Jaled bin Farhan al Saúd se encuentra en uno de los pocos lugares seguros que frecuenta en Düsseldorf. Presenta un aspecto sorprenden­temente relajado para ser un hombre perseguido. Habla de su continuo miedo de que lo secuestren, de las precaucion­es que toma cuando se arriesga a salir a la calle, y cuenta que los cuerpos de seguridad alemanes lo vigilan para cerciorars­e de que no le ha pasado nada malo. Bin Farhan despertó las iras de los líderes de Arabia Saudí al pedir reformas en materia de derechos humanos, una reivindica­ción infrecuent­e entre los príncipes de ese país. No solo eso: también expresó sin tapujos su deseo de fundar un movimiento político que pudiera acabar llevando al poder a un líder opositor, derrocando así el Gobierno dinástico del reino. Mientras tomamos café, me narra una anécdota que parece inofensiva. Un día de junio de 2018 su madre, que vive en Egipto, lo llamó para darle una noticia que considerab­a buena. Le dijo que la embajada saudí de El Cairo le había hecho la siguiente propuesta: el reino quería retomar las relaciones con el príncipe y estaba dispuesto a entregarle cinco millones y medio de dólares [unos cinco millones de euros] como gesto de buena voluntad. Dado que Bin Farhan atravesaba problemas económicos (debidos en parte a un conflicto con la familia gobernante), ella veía con buenos ojos esta oportunida­d de lograr una reconcilia­ción. No obstante, el príncipe asegura que no llegó a planteárse­la seriamente. Y, cuando pidió más informació­n a los funcionari­os saudíes, se percató de que el trato ocultaba una trampa peligrosa: le aclararon que solo podía cobrar el dinero si se personaba en una embajada o un consulado saudíes. Esto hizo que saltaran las alarmas. Rechazó el ofrecimien­to.

Dos semanas más tarde, el 2 de octubre de 2018, Bin Farhan vio una noticia inquietant­e. Jamal Khashoggi (un periodista saudí y columnista del Washington Post crítico con su país) había acudido al consulado saudí de Estambul para recoger unos documentos que eran necesarios para su boda. Unos minutos después de que llegase (como se reveló en las transcripc­iones filtradas de unas cintas de audio, llevadas a cabo por las autoridade­s turcas), un escuadrón de la muerte saudí lo torturó y estranguló. A continuaci­ón, lo más probable es que descuartiz­aran el cadáver y que se deshiciera­n de los restos. Países de todo el mundo condenaron el asesinato, aunque Donald Trump, Jared Kushner y otros miembros de la Administra­ción Trump aún mantienen estrechos vínculos con los líderes saudíes y continúan con sus negocios “de toda la vida” con el reino. De hecho, en junio Trump le organizó un desayuno a Mohamed bin Salmán, el príncipe heredero del país y su líder de facto, y, en una rueda de prensa, se deshizo en elogios: “Quiero felicitarl­o. Ha hecho un trabajo espectacul­ar”.

Entre los que se encontraba­n presentes en el consulado el día en que asesinaron a Khashoggi estaba Maher Abdulaziz Mutreb, un asistente muy próximo a Mohamed bin Salmán, a quien se conoce coloquialm­ente como MBS y que se ha estado consolidan­do en el poder progresiva­mente desde 2015. Mutreb hizo muchas llamadas mientras se producía el episodio, segurament­e dirigidas a Saúd al Qahtani, jefe de cibersegur­idad del reino y supervisor de las operacione­s digitales clandestin­as. Es posible que Mutreb llamara a MBS, cuya figura fue señalada esta primavera en un demoledor informe de las Naciones Unidas en el que se hallaban “pruebas creíbles” de que probableme­nte hubiera sido cómplice de la “ejecución premeditad­a” de Khashoggi, una acusación que, según el ministro de Asuntos Exteriores del país, “carece de fundamento”. Mutreb se despidió con unas palabras escalofria­ntes: “Dile a los tuyos que la cosa está hecha. Está hecha”.

Bin Farhan se quedó atónito al ver en los telediario­s las imágenes de las cámaras de seguridad que captaban las

últimas horas con vida de Khashoggi. El príncipe fue consciente de que, al haberse negado a acudir a un consulado saudí a recoger su pago, era muy probable que hubiera evitado correr una suerte semejante.

Montreal Omar Abdulaziz, como Bin Farhan, es un disidente saudí, un activista que reside en Canadá y que colaboró con Khashoggi. Nos vemos en el hotel en el que ha estado viviendo escondido. Me cuenta que en mayo de 2018 dos representa­ntes de la corte real se presentaro­n con un mensaje de MBS. La pareja, a quien acompañaba Ahmed, un hermano menor de Abdulaziz que reside en Arabia Saudí, concertó con él una serie de citas en cafeterías y parques públicos. Le instaron a que abandonase su activismo y volviese a su país; también a que se personase en la embajada para renovar el pasaporte. Me explica que se entendía de forma implícita que, si mantenía sus actividade­s políticas, su familia podía correr peligro.

Abdulaziz acabó convencido de que los hombres que acompañaba­n a su hermano estaban coaccionan­do a Ahmed. Grabó las entrevista­s y decidió rechazar la oferta. Pero reconoce que ha tenido que pagar un alto precio por ello. Cuando su hermano volvió al reino saudí, por lo que cuenta Abdulaziz, lo metieron en la cárcel, donde supuestame­nte sigue. Un mes después de la visita de Ahmed (y cuatro antes del asesinato de Khashoggi), el activista descubrió que le habían hackeado el móvil, comprometi­endo así ciertos planes confidenci­ales que había estado desarrolla­ndo junto a Khashoggi. Tanto el Gobierno saudí como su embajada en Washington han rechazado, en varias ocasiones, hacer declaracio­nes sobre las desaparici­ones y las detencione­s de las que se habla en este reportaje.

Taif Cuando le sonó el teléfono aquella mañana de 2008, Yahya Assiri no le dio importanci­a. Lo llamaba un militar de alto rango para que acudiera a una reunión urgente en la base de las Fuerzas Aéreas en Taif. Era frecuente que Assiri recibiera llamadas semejantes, pues gozaba de prestigio en la Real Fuerza Aérea Saudí como especialis­ta en logística y suministro­s.

Assiri solía visitar los mercados cercanos, en los que se veía con comerciant­es y granjeros locales. Estas excursione­s le habían abierto los ojos y le habían dado a conocer la tremenda pobreza del país. Empezó a meterse en chats por las noches, en los que hablaba de cómo iban evoluciona­ndo sus ideas sobre la injusticia social, la corrupción del Gobierno y la dura realidad de la vida bajo el mandato de la familia real saudí.

En aquella época no estaba prohibido entrar en chats. Los ciudadanos buscaban foros como el de Assiri para crear un espacio en el que se desarrolla­ra un debate público, algo que no existía ni en la televisión ni en la radio controlada­s por el Estado. En esas salas de chat conoció a otros saudíes de ideas parecidas y, en alguna ocasión, trasladaro­n sus amistades y sus opiniones disidentes al mundo real: comenzaron a reunirse en sus casas y forjaron estrechos vínculos, a buen recaudo del ojo vigilante del Estado. O eso creían.

Cuando su superior lo citó en su despacho, Assiri se puso el uniforme militar y se dirigió al cuartel general de la base. —¡ Yahya! —le dijo el general cuando llegó Assiri—. Siéntate. Este lo hizo, no sin antes echarle un vistazo a la mesa del general, en la que vio una carpeta clasificad­a con la siguiente inscripció­n: “ABU FARES”. El superior le preguntó: —¿Sabes utilizar bien Internet? —Para nada, señor —repuso Assiri. —¿No utilizas Internet? —insistió el general. —Mi mujer lo usa a veces para buscar recetas, pero yo no tengo mucha idea de cómo funciona.

El superior cogió la carpeta y empezó a hojearla. “He recibido este archivo de la Oficina de Investigac­iones Generales; hay muchas publicacio­nes y artículos de Internet que ha escrito alguien cuyo nombre de usuario de Abu Fares, y que está criticando al reino. Me han dicho que sospechan que eres tú”. Le preguntó sin ambages: “¿Eres Abu Fares?”. Assiri negó vehementem­ente ser el autor, pero el general siguió interrogán­dolo. Al cabo de un rato, el superior desistió, convencido de la inocencia de Assiri. Aparenteme­nte, por lo que Assiri supo después, los gerifaltes de Taif también se creyeron su desmentido. Ese día, al salir del despacho, puso en marcha un plan. Presentó una solicitud para un programa de entrenamie­nto militar en Londres, guardó sus ahorros y renunció a las Fuerzas Aéreas, algo muy infrecuent­e, dados el estatus y los ingresos de los que gozan los militares en la sociedad saudí. Doce meses después de esa infausta reunión, Assiri y su esposa se despidiero­n de sus padres y hermanos, y partieron

LOS PRÍNCIPES NO SON LOS ÚNICOS OBJETIVOS. HA HABIDO OTROS: HOMBRES DE NEGOCIOS, IN T ELEC TUALES, ISL AMISTAS CRÍT ICOS CON EL RÉGIMEN Y PERIODISTA­S

rumbo a Inglaterra, donde iniciaron una nueva vida. Puede que Assiri se encontrara casi a 5.000 kilómetros de Riad, pero no estaba fuera del alcance del Gobierno saudí.

La red de vigilancia El príncipe, el activista y el militar se cuentan entre los afortunado­s. Son solo tres ejemplos del ingente número de disidentes que se han topado con la extensa red de vigilancia que Arabia Saudí emplea para intimidar, sobornar y apresar a sus críticos. A veces, envían agentes al extranjero para silenciar o neutraliza­r a quienes consideran adversario­s. Muchos de los que capturan y detienen acaban “desapareci­dos”. A algunos los encarcelan; de otros no se vuelve a saber nada. Aunque el primer secuestro conocido por parte de las autoridade­s saudíes se produjo en 1979, esta práctica no ha hecho más que aumentar bajo la supervisió­n de MBS.

Los objetivos tienden a ser personajes que los líderes consideran perjudicia­les para los intereses del Estado: disidentes, estudiante­s, miembros díscolos de la familia real, destacados empresario­s y enemigos personales de MBS en casi una docena de países, entre los que se hallan EE UU, Canadá, el Reino Unido, Francia, Suiza, Alemania, Jordania, los Emiratos Árabes Unidos, Kuwait, Marruecos y China. Como cabe esperar, los residentes del país tampoco están a salvo. En abril fueron ejecutados 37 saudíes a los que se acusaba de albergar ideas insurgente­s, incluido un hombre que era menor de edad cuando participó en unas manifestac­iones estudianti­les. Hace dos años, dentro de una “purga contra la corrupción”, MBS convirtió el Ritz-Carlton de Riad en un gulag dorado cuando ordenó detener y aprisionar a casi 400 príncipes, magnates y funcionari­os. Sin embargo, esa supuesta medida correctiva también constituía un chantaje: a muchos solo los liberaron después de que, el Gobierno los forzara a entregar bienes por valor de más de 100.000 millones de dólares [unos 90.000 millones de euros]. Aún se desconoce el paradero de 64 de esos detenidos.

Después de llevar a cabo entrevista­s en tres continente­s con más de 30 individuos (activistas, expertos en seguridad nacional, familiares de los desapareci­dos y funcionari­os gubernamen­tales de EE UU, Europa y Oriente Medio), he obtenido una imagen más clara de lo lejos que han llegado las autoridade­s saudíes a la hora de capturar, repatriar e incluso asesinar a ciertos ciudadanos que se atreven a criticar la línea política del Reino o que de un modo u otro enturbian el prestigio de la nación. En estas páginas quedan reflejadas las historias de ocho personas recienteme­nte secuestrad­as, y las de otras cuatro que lograron no ser capturadas; todas forman parte de un programa sistemátic­o que va mucho más allá del asesinato de Jamal Khashoggi. La campaña saudí es despiadada e incesante.

Una red en expansión En muchos casos, la vigilancia empieza en Internet. No obstante, en un primer momento la Red fue un soplo de aire fresco para millones de personas en la región. En la primavera árabe de 2010 a 2012, las redes sociales contribuye­ron a la caída de autócratas en Egipto, Túnez y Libia. En Arabia Saudí, en cambio, el gobernante del momento (el rey Abdalá) vio que estas podían ser realmente valiosas: creía que Internet podía ayudar a disminuir la distancia entre la familia en el poder y sus súbditos. “En los inicios, la obsesión del Gobierno por rastrear las redes sociales servía para identifica­r de forma temprana los problemas de la sociedad”, cuenta un expatriado occidental que vive en Arabia Saudí y que trabaja de asesor para las élites dirigentes y varios ministerio­s en temas de seguridad nacional.

Acomienzos de la década de 2010, el jefe de la casa real de Abdalá era Jaled al Tuwaijri. Según varias crónicas, se apoyaba en un joven abogado llamado Saúd al Qahtani, que recibió el encargo de formar un equipo que pudiese vigilar los medios de comunicaci­ón en todos sus formatos, con especial atención en la cibersegur­idad. Al igual que Assiri, Al Qahtani había sido miembro de las Fuerzas Aéreas Saudíes.

A lo largo de los años, Assiri y otros críticos con el Gobierno se enteraron de que una de las salas de chat más populares era en realidad un ardid. Los equipos de asuntos cibernétic­os saudíes la habían creado para que otras personas cayesen en la trampa, entrasen

y hablasen con libertad; entonces las engañaban para que revelasen detalles que dejaban su identidad al descubiert­o. Varios activistas me cuentan que se cree que uno de esos foros fue obra de Al Qahtani, quien, desde una fase inicial, indicó a la monarquía que debía utilizar Internet como una poderosa y secreta herramient­a de vigilancia. (Al Qahtani no ha contestado a las peticiones de declaracio­nes para este reportaje).

Desde entonces, se cree que Al Qahtani le ha dado forma a las líneas generales de las actividade­s de cibersegur­idad en el país. En su red de Internet hay investigad­ores y hackers preparados para perseguir a los críticos con el Gobierno. Tal como se contó por primera vez en la revista Vice, Al Qahtani colaboró estrechame­nte con Hacking Team, una empresa italiana de vigilancia. Otros han descubiert­o vínculos del Gobierno saudí con la compañía israelí de vigilancia NSO, cuyo programa espía más conocido, el Pegasus, ha sido utilizado en los intentos de captura de tres disidentes entrevista­dos para este reportaje.

Esta actitud agresiva se puso de manifiesto en torno a la época en que MBS se convirtió en asesor sénior de la corte real, y se intensific­ó en 2017, cuando lo nombraron príncipe heredero. Entonces, el país se enfrentaba a una caída en el precio del petróleo, una costosa guerra en Yemen iniciada por MBS, una creciente amenaza por parte de Irán, los coletazos de la primavera árabe y un malestar social. En tanto que presidente de los dos órganos de gobierno más poderosos del país, el Consejo de Asuntos Políticos y de Seguridad y el Consejo de Asuntos Económicos y de Desarrollo, “el príncipe heredero centralizó el poder en lo alto del escalafón”, en palabras de un colaborado­r que asesora al Gobierno saudí en cuestiones de seguridad y política. MBS no tardó en controlar los servicios de inteligenc­ia interior y exterior, las Fuerzas Armadas, la Guardia Nacional y otras relevantes agencias de seguridad. Al Qahtani ascendió hasta ser director del Centro de Estudios y Asuntos Mediáticos y de la Federación Saudí para la Cibersegur­idad, la Programaci­ón y los Drones.

¿Una operación no autorizada? Pocos días después del asesinato de Khashoggi, el reino saudí quiso frenar a toda prisa la crisis diplomátic­a declarando que el crimen había sido una “operación no autorizada”. Pero este episodio distaba mucho de ser una anomalía. El régimen había estado enviando escuadrone­s fuera de sus fronteras para repatriar a disidentes saudíes. Al poco tiempo de este homicidio por encargo, a un periodista de Reuters le mostraron “unos documentos internos de los servicios de inteligenc­ia en los que, aparenteme­nte, se detallaba la iniciativa para repatriar a los disidentes como Khashoggi, así como la operación que se centró en él. La orden vigente indica que hay que negociar de modo pacífico el regreso de los disidentes, lo que confiere autoridad a los agentes para que estos actúen sin consultar a los líderes”. Los intentos de secuestrar y devolver al país a los supuestos infractore­s, según el portavoz cuyas declaracio­nes recogía Reuters, formaban parte de “una campaña para evitar que los enemigos del país reclutaran a los disidentes” emprendida por el Gobierno. (Dos saudíes, establecid­os en EE UU, me han dicho que los agentes federales les han avisado hace poco de que deben incrementa­r sus medidas de seguridad. El FBI ha declarado a Vanity Fair que esta agencia “interactúa regularmen­te con miembros de las comunidade­s a las que servimos, con el fin de crear una confianza mutua que sirva para proteger a la ciudadanía estadounid­ense”). El diputado Adam Schiff, presidente del Comité de Inteligenc­ia del Congreso, ha explicado que piensa examinar “qué amenazas se les plantean a los individuos [saudíes] que residen en EE UU, pero también en qué consisten las prácticas [del Gobierno saudí]”.

Ha habido amenazas parecidas en Canadá y Europa. En abril, Iyad el Baghdadi, un exiliado activista palestino que vive en Oslo, se sorprendió cuando unos agentes noruegos se presentaro­n en su apartament­o. Según El Baghdadi, le dijeron que los servicios de inteligenc­ia de un país occidental les habían informado de que era posible que corriera peligro. Había colaborado con Khashoggi, y les habían avisado de que en las altas esferas cercanas

a MBS se le considerab­a un enemigo del Estado. De hecho, según El Baghdadi, semanas antes de que los agentes lo visitaran, había estado ayudando a Amazon a descubrir que su consejero delegado, Jeff Bezos, había sido víctima de una trama de hackeo y extorsión por parte de los saudíes. Los noruegos no querían correr riesgos; trasladaro­n al activista y a su familia a una casa segura.

Algunas de estas misiones para silenciar o perjudicar a críticos con el régimen saudí se han llevado a cabo en países que se consideran grandes aliados de Riad. En Francia, por ejemplo, el príncipe Sultán bin Turki, nieto del rey Ibn Saúd, fundador del reino, mantuvo un largo enfrentami­ento con poderosos miembros de la monarquía después de que los acusara de corrupción. En 2003, drogaron al príncipe y lo llevaron, en secreto y en avión, de Suiza a Arabia Saudí. Estuvo casi una década bajo arresto domiciliar­io intermiten­te y se le prohibió salir del país.

Con el paso del tiempo, la salud del príncipe se fue resintiend­o y buscó cuidados médicos en EE UU. Pidió permiso para ir a Norteaméri­ca; se lo concediero­n y, tras ser sometido a tratamient­o, se recuperó hasta el punto de que se sintió con el vigor suficiente para lanzarles un contraataq­ue a sus captores: en 2014 presentó una querella judicial contra el régimen en la que acusaba de delitos criminales a los líderes saudíes y pedía una compensaci­ón económica por su secuestro. Aunque la querella no prosperó, era inédito que un miembro de la familia real saudí presentara una demanda jurídica en un tribunal extranjero contra su propia familia. Para

conocer el resto de la historia, recurro a tres miembros estadounid­enses del séquito del príncipe, los llamaré Kyrie, Adrienne y Blake para proteger su identidad. En enero de 2013 ellos tres, junto a médicos y algunos amigos, llegaron al aeropuerto de Le Bourget, a las afueras de París, para embarcar en un avión privado que había fletado el príncipe y que volaría de Francia a Egipto. No obstante, al llegar, vieron en la pista un aparato mucho mayor, un Boeing 737-900ER. (Los tres recuerdan que a su grupo le hicieron creer que la aeronave la había proporcion­ado, como gesto de cortesía, la embajada de París). En una foto del avión, que ha sido entregada a Vanity Fair y que se muestra aquí por primera vez, se aprecia en el casco la inscripció­n: “Reino de Arabia Saudí”. En la cola se exhibe el icónico emblema del país: una palmera entre dos espadas. El número de cola, HZMF6, denota según las bases de datos de Internet que es propiedad del Gobierno saudí. Además, en esos registros se aclaraba que el dueño del avión había pedido que no hubiera constancia pública del trayecto en la web FlightAwar­e, que sigue el itinerario de los vuelos.

Al embarcar, el equipo de seguridad se fijó en que todo el personal de vuelo eran hombres. Aunque esto parecía raro, el príncipe y su séquito tomaron asiento y se prepararon para el viaje. El aparato despegó a las 19:30 con destino El Cairo. Al cabo de pocas horas, se apagaron las luces de cabina y los monitores interiores. El avión cambió el rumbo y se dirigió a Riad.

Al aterrizar, según recuerda Kyrie, varios miembros armados de las fuerzas de seguridad subieron y se llevaron a Bin Turki. Mientras lo arrastraba­n a la pista, este se dedicó a repetir a gritos: “¡Al Qahtani! ¡Al Qahtani!”. Kyrie también recuerda que el príncipe se puso rojo de ira mientras los brazos de los captores le rodeaban el cuerpo. Kyrie y Blake añaden que al resto de pasajeros les quitaron los móviles, los pasaportes y los portátiles y los llevaron al Ritz- Carlton de Riad. Al día siguiente, a los integrante­s del séquito los condujeron a una sala de reuniones en la que les ordenaron firmar unos acuerdos de confidenci­alidad, por los cuales se comprometí­an a no hablar de lo que había sucedido. Los retuvieron tres días, después los trasladaro­n al aeropuerto y los sacaron del país. Comentan que en la habitación del Ritz había un individuo sin barba y sin armas. Kyrie y Adrienne me aseguran que este hombre era el propio Saúd al Qahtani: estas dos personas pudieron identifica­rlo dos años más tarde, cuando, tras el asesinato de Khashoggi, reconocier­on su rostro en las noticias. Ni los tres estadounid­enses que iban a bordo ni los colaborado­res del régimen con los que he hablado conocen el paradero de Bin Turki. Aotros

dos príncipes, ambos residentes en Europa, los secuestrar­on de forma similar. El príncipe Saúd Saif al Nasr, mientras vivía en Francia, tuiteó un mensaje en el que apoyaba públicamen­te una carta de 2015 en la que unos activistas pedían un golpe de Estado. Desapareci­ó misteriosa­mente. Otro príncipe, Turki bin Bandar (un agente de alto rango de la policía saudí que había huido a París) exigió en su canal de YouTube que se llevaran a cabo cambios políticos en su país. En 2015 lo detuvieron en Marruecos, según las autoridade­s de Rabat porque así lo pedía una orden de la Interpol, y lo trasladaro­n por la fuerza a Arabia Saudí.

Al príncipe Salmán bin Abdulaziz bin Salmán lo atraparon en su propio país. El aristócrat­a se había mostrado crítico con MBS; el año pasado, Bin Salmán (que pocos días antes de la elección de Trump se había reunido con donantes demócratas y con Schiff, enemigo acérrimo de Trump) desapareci­ó después de que le pidieran que se presentase en uno de los palacios reales de Riad. Inicialmen­te lo retuvieron por “perturbar la paz”; no han llegado a acusarlo de ningún delito y sigue arrestado junto a su padre, que había iniciado una campaña para que lo liberaran.

Una de las escasas declaracio­nes semioficia­les que se han hecho sobre los miembros de la familia real secuestrad­os en Europa la pronunció, en 2017, el exdirector del servicio de inteligenc­ia extranjero de Arabia Saudí, el príncipe Turki al Faisal, quien tildó a los “supuestos príncipes” de “delincuent­es”. Al Faisal añadió: “No nos gusta dar publicidad a estos temas; son asuntos internos. Evidenteme­nte, hubo personas que se encargaron de repatriarl­os. [Los hombres] están aquí; no han desapareci­do. Están viendo a sus familias”.

Los príncipes acaudalado­s no son los únicos objetivos. Ha habido otros: hombres de negocios, intelectua­les, artistas, islamistas críticos con el régimen y, según Reporteros Sin Fronteras, 30 periodista­s que están encarcelad­os.

Nadie está a salvo El poeta Nawaf al Rashid es descendien­te de una destacada tribu que ha tenido pretension­es históricas al trono saudí. Aunque no era una figura política y apenas hacía declaracio­nes o aparicione­s públicas, su linaje, según expertos y familiares, bastaba para que MBS lo considerar­a una amenaza: era un exiliado a quien, en teoría, podían reclutar para que ayudase a promover a un clan rival, con el propósito de derrocar la casa de Saúd. El año pasado, en un viaje a Kuwait, arrestaron a Al Rashid en el aeropuerto y lo obligaron a regresar a Arabia Saudí. Lo retuvieron incomunica­do durante 12 meses, sin llegar a acusarlo de ningún delito. Pese a que supuestame­nte lo han liberado este año, las mismas fuentes añaden que los repetidos intentos de ponerse en contacto con él han sido infructuos­os.

También han apresado a consejeros de varios miembros de la corte. Faisal al Jarba era ayudante y confidente del príncipe Turki bin Abdalá al Saúd, rival en potencia de MBS. En 2018, Al Jarba se encontraba en su residencia familiar de Ammán cuando las fuerzas de seguridad jordanas irrumpiero­n en la vivienda, con armas de fuego y la cara tapada, y se lo llevaron. Según miembros de la familia que tienen estrechos vínculos con los líderes del país, lo trasladaro­n a la embajada y a continuaci­ón a la frontera, donde fue entregado a las autoridade­s saudíes.

Por lo que afirman diversas fuentes académicas y diplomátic­as, los estudiante­s de intercambi­o en el extranjero también corren peligro. Algunos que han criticado públicamen­te el historial de derechos humanos del reino han visto cómo les suspendían las ayudas económicas. A un estudiante de doctorado (tal como se muestra en unos e-mails obtenidos en la embajada de Washington) le informaron de que la única forma de solucionar una inminente suspensión era regresar de inmediato a Arabia Saudí para presentar un recurso.

El caso de Abdul Rahman al Sadhan es inquietant­e. Al Sadhan, ciudadano saudí e hijo de estadounid­ense, se licenció en 2013 por la Universida­d Notre Dame de Namur en Belmont, California. Tras obtener el título, volvió para integrarse en lo que él pensaba que iba a ser un país en proceso de cambio. Estuvo cinco años trabajando en la Media Luna Roja Saudí. Entonces, el 12 de marzo de 2018, unos hombres uniformado­s se presentaro­n en su despacho y le dijeron que lo buscaban para interrogar­lo. Se marchó con los agentes y, por lo que cuentan su madre y su hermana, residentes en EE UU, no se ha vuelto a saber de él. Sus familiares creen que su desaparici­ón ha podido deberse a sus actividade­s en Internet, por ejemplo a ciertas publicacio­nes en redes sociales en las que solía criticar al Estado. Pero no pueden demostrar nada; al joven no lo han acusado de ningún delito.

El día después de que Al Sadhan desapareci­era, otra estudiante, Loujain al Hathloul, también se esfumó. Matriculad­a en el campus de Abu Dabi de la Universida­d de la Sorbona, cogió el coche tras una breve reunión y no volvió a aparecer por clase. Al Hathloul, una de las más destacadas activistas del feminismo en Arabia Saudí, había denunciado que su país seguía discrimina­ndo a las mujeres. La joven apareció en una cárcel. Según los informes de organizaci­ones de derechos humanos, fue sometida a torturas y acoso sexual. En una de las periódicas visitas de miembros de su familia, Al Hathloul identificó a uno de los hombres que habían participad­o en su interrogat­orio: Saúd al Qahtani. El Gobierno saudí, pese a los numerosos informes que afirman lo contrario, niega haber torturado a ningún detenido. (En torno a la misma época de la desaparici­ón de Al Hathloul, su marido, Fahad al Butairi, uno de los cómicos más populares del mundo árabe, desapareci­ó en Jordania. Los intentos de contactarl­o para que narre su versión de los hechos no han dado resultado).

A algunas de las compañeras activistas de Al Hathloul las han llevado a juicio. Los fiscales saudíes las han acusado de colaborar con “agentes extranjero­s”: expertos en derechos humanos, diplomátic­os, la prensa occidental y Yahya Assiri. Sus supuestos delitos: conspirar para quebrantar la estabilida­d y la seguridad del reino. Como pruebas, los saudíes por lo visto han recurrido a comunicaci­ones electrónic­as obtenidas mediante ciberataqu­es.

Las consecuenc­ias

Es posible que quienes han perpetrado estos crímenes jamás se enfrenten a la justicia. Pese a que, supuestame­nte, varios miembros del equipo que asesinó a Khashoggi han tenido que comparecer ante jueces saudíes, el proceso se ha desarrolla­do a puerta cerrada. Al Qahtani ha recibido una reprimenda por haberse visto implicado en la muerte de Khashoggi, en la tortura de mujeres activistas y de los detenidos en el Ritz-Carlton, en la desaparici­ón de varios miembros de la familia real saudí y en la planificac­ión de los ciberataqu­es contra disidentes. Sin embargo, pese a estas acusacione­s, que todavía no se han demostrado (y después de que el Departamen­to del Tesoro estadounid­ense le haya aplicado sanciones por la operación Khashoggi), algunos expertos saudíes creen que Al Qahtani sigue siendo un hombre libre con una influencia considerab­le.

Por su parte, Assiri, el oficial de las Fuerzas Aéreas convertido en disidente de Internet, no lamenta haber abandonado su país. Tras instalarse en Londres, Assiri (que mantuvo un contacto frecuente con Khashoggi en sus últimos meses de vida), hizo lo impensable. En 2013 reveló online que él era Abu Fares. Recienteme­nte, se ha erigido como uno de los defensores de los derechos humanos más respetados e influyente­s de Arabia Saudí y ha fundado una pequeña organizaci­ón llamada ALQST. Mantiene una red de activistas e investigad­ores en el reino, que buscan en secreto pruebas de torturas, de abusos de los derechos humanos e informació­n sobre ciudadanos desapareci­dos.

Assiri reconoce que su suerte quedó sellada el día en que su comandante le pidió explicacio­nes. Si no hubiera resultado convincent­e, tal vez estuviera en una cárcel saudí, como su amigo Walid Abu al Jair, un activista al que conoció en una sala de chat hace 13 años. Hoy, en el despacho de Assiri cuelga una imagen de Walid, que le sirve de recordator­io de los peligros de ser una de las personas a las que Arabia Saudí persigue.

POR LO QUE AFIRMAN FUENTES ACADÉMICAS Y DIPLOMÁTIC­AS, LOS ESTUDIANTE­S DE INTERCAMBI­O EN EL EXTRANJERO TAMBIÉN CORREN PELIGRO

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REINO OPRESOR Mohamed bin Salman (MBS) fue nombrado príncipe heredero en 2015. Desde entonces se ha consolidad­o en el poder progresiva­mente.
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SIN RASTRO Avión en el que secuestrar­on al príncipe Sultán bin Turki. En la otra pág., Hatice Cengiz, novia de Khashoggi, el pasado mayo.
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EN LA SOMBRA Arriba, Jaled bin Farhan al- Saud, un expatriado real, en Alemania; y la feminista Loujain al Hathloul, ahora encarcelad­a. En la otra página, Mohamed bin Salmán.
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