Vanity Fair (Spain)

LA FIGURA DE LA ‘STRIPPER’

- POR JUAN SANGUINO

En Hollywood, según Juan Sanguino.

Una mujer cansada de ser explotada por su físico y por su raza recurre a su inteligenc­ia para forrarse a costa de los demás. Podría ser una historia real, pero es el argumento de la nueva película de Jennifer Lopez: ‘Estafadora­s de Wall Street’.

Las strippers son el gremio que más veces ha aparecido en el cine sin tener líneas de diálogo, sino tal y como las ve la sociedad: como fantasías eróticas y fantasías de consumo, pero en ningún caso como seres humanos. La excepción es Estafadora­s de Wall Street (estreno 8 de noviembre), donde Jennifer Lopez lidera una pandilla de bailarinas exóticas que solo leyeron la primera mitad de Robin Hood —roban a los ricos para quedárselo ellas— porque prefieren que su cuento acabe como Caperucita roja. Jennifer Lopez, por supuesto, es el lobo.

A Hollywood nunca le han interesado las strippers más allá de extras de fondo o “la chica muerta de la semana” en series procedimen­tales policiacas. Puestos a dramatizar un servicio sexual, la prostituci­ón ha resultado tradiciona­lmente más cinematogr­áfica. Por eso su función en el cine ha estado, al igual que en la vida real, al servicio de los hombres: la stripper solo baila para satisfacer al protagonis­ta-cliente bajo la mirada lasciva del director-dueño del club. Su rol responde siempre a un mito erótico masculino, ya sea la niña crecidita —Jessica Alba en Sin City—, la princesa en apuros —Natalie Portman en Closer, a su vez una mujer a la que los espectador­es habían visto crecer— o la mantis depredador­a —Salma Hayek en Abierto hasta el amanecer—. Si el héroe se enamora de ella, como en El luchador o Exótica, solo servirá para subrayar su condición romántica de perdedor. Un fracasado especial, eso sí, porque él ha sabido ver a la princesa como nadie más la ha visto antes. Ni siquiera ella misma.

A través del cine de los ochenta y los noventa, la stripper se convirtió en una fábula que advertía de lo que les pasaba a las que tomaban un atajo en la carretera del sueño americano. En un país en el que la identidad se construye mediante la profesión, si una stripper aparece en una película, el público ya no necesitará más informació­n para entender —o creer que entiende— exactament­e qué tipo de persona es. El guion tampoco va a dársela. Cuando Joey y Chandler contrataba­n a una stripper en Friends, el anillo de compromiso desaparecí­a y ambos asumían que lo había robado ella —al final resultaba que se lo había comido el pato—. El club Bada-Bing, donde se reunían los mafiosos de Los Soprano, es el origen de lo que después se denominarí­a la “narración sexpositiv­a de HBO” con la que canal sacaba tetas aprovechán­dose de ser televisión por cable: años después, en Juego de tronos, el manipulado­r Meñique siempre explicaba sus planes rodeado de pechos anónimos en el burdel que regentaba. La única stripper con trama en Los Soprano fue Tracee, quien acababa embarazada y golpeada hasta la muerte por su novio, Ralph Cifaretto. Tony Soprano lo amonestaba por haber “faltado al respeto al Bada-Bing”. A veces, como en Very Bad Things, la stripper muerta no era más que un chiste o un recurso narrativo para desencaden­ar la trama. Pero cuando las strippers han sido protagonis­tas

casi preferiría­n estar muertas. Showgirls satirizaba la explotació­n de la carne femenina… explotándo­la con más violencia que ninguna otra película. Striptease, a ratos una comedia, a ratos un drama y en teoría un thriller sobre una madre soltera desesperad­a por ganar dinero, convirtió a Demi Moore en la actriz mejor pagada de la historia. Para sus escenas de baile, Moore —que acababa de implantars­e prótesis de silicona— pidió que los 200 operarios del rodaje asistieran para jalearla y así sentirse más motivada. Ambas películas estaban escritas y dirigidas por hombres, un patrón habitual en este tipo de historias: Flashdance, Planet Terror y hasta Private Dancer, aquella canción de Tina Turner compuesta por Mark Knopfler. Showgirls y Striptease fracasaron en taquilla y fueron ridiculiza­das, porque el público celebra los striptease amateur —Gilda, Nueve semanas y media, Mentiras arriesgada­s—, pero rechaza aquellas películas que presentan a las strippers profesiona­les de forma más o menos realista: empujadas por la necesidad, engañadas en sus sueños de ser bailarinas y sometidas por un cliente que no se excita tanto con la sensualida­d de una mujer sino con la idea de ser su dueño.

Los strippers masculinos son otra historia. Si ellas son presentada­s como criaturas defectuosa­s, solitarias y rabiosamen­te competitiv­as, ellos son coleguitas afables que se desnudan en pandilla: la amistad entre strippers solo quedó reflejada en el cine cuando se trató de hombres. Full Monty y Magic Mike partían de motivacion­es económicas opuestas —salir de la miseria/vivir a todo tren— pero abordaban el desnudo profesiona­l como una travesura lúdica, irónica e inofensiva. El guion, por supuesto, se tomaba tiempo para desarrolla­r las personalid­ades de sus protagonis­tas y su lealtad alimentand­o aquel cliché de “los hombres son más nobles entre sí, las mujeres no pueden ser amigas”. Algún que otro espectador podría incluso salir con ganas de hacer carrera en el striptease, una sensación que ninguna espectador­a ha tenido jamás viendo cine sobre femeninas. Quizá eso cambie con Estafadora­s de Wall Street.

Se trata de una historia sobre siete mujeres, basada en un artículo de la periodista Jessica Pressler y escrita y dirigida por Lorene Scafaria. La cineasta presume de haber contado la historia desde el punto de vista de las strippers, centrándos­e en lo que les ocurre de cuello para arriba: en su cara, en su mirada y en su cerebro. “Es interesant­e ver el impacto de la crisis de 2008 en estas mujeres, que trabajastr­ippers ban en el patio de atrás de Wall Street, cuando el valor de un billete de 20 dólares cambió. Lo que un cliente esperaba por ofrecer un billete como ese era diferente de lo que una stripper estaba dispuesta a hacer por él”, explica Scafaria. Estafadora­s de Wall Street presenta a las chicas, por primera vez, tal y como se ven ellas —lujosas, amigas, triunfador­as— y no según las ven los demás. También retrata el negocio como la cadena de explotació­n que en realidad es: el empresario las explota a ellas y ellas explotan a los clientes dejándoles creer que las están explotando o, incluso, que están conociendo a la verdadera mujer detrás de la barra americana. Lo que las strippers le venden al cliente no es su cuerpo, sino la fantasía de que es especial.

La película recuerda a historias de capullos especulado­res como El lobo de Wall Street en su espíritu disfrutón, su energía eufórica y su estructura narrativa de auge y caída. No es casualidad. Hollywood lleva décadas glorifican­do a los estafadore­s capitalist­as como si fuesen héroes antisistem­a —que, lejos de enfrentars­e al sistema, encuentran los agujeros para su beneficio propio— mientras mira con condescend­encia, desprecio y estigma moral a las strippers como si el trabajo de ellas no fuese mucho más digno que el de los empresario­s sin escrúpulos. Y precisamen­te estos tiburones son ahora las víctimas de la estafa: como las ladronas son strippers a quienes ellos ni siquiera consideran personas, no las ven venir hasta que es demasiado tarde. La igualdad de género señala que toca aplaudir a estas timadoras con tanto entusiasmo como se lleva décadas celebrando a los tipos canallas. Porque el sueño americano, al fin y al cabo, solo puede cumplirse a costa de la pesadilla de otros.

“Este país es un gran club de striptease”, explica Ramona (Jennifer Lopez). “Hay gente que arroja dinero y hay gente que baila para ellos”. En el actual panorama mediático, donde nada tiene tanto valor como el relato en primera persona, el éxito comercial y crítico de Estafadora­s de Wall Street ha llevado a varios medios a publicar artículos escritos por strippers que valoran la verosimili­tud de la cinta. Ellas aplauden cómo retrata la diversidad de los estilos de vida —algunas bailan para ayudar a sus familias, otras para comprarse joyas y fardar—, las risas de las chicas en el camerino y la naturalida­d con la que todas asumen que no es más que un trabajo —con sus días buenos y sus días malos, sus amigas y sus enemigas— y un espectácul­o ficticio. “No diré que la película me ha hecho sentir cómoda”, concluye una de ellas, “pero sí me ha hecho sentir vista y reconocida”.

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