Vanity Fair (Spain)

DORMIR O NO DORMIR

- Patricia Espinosa de los Monteros advierte: “No caigáis en el error de poner la televisión en el cuarto. Vamos, ¡voy a quitar la mía ya mismo de delante de mi cama!”.

En la estancia en la que pasará las gripes, las tardes de lectura o se entregará a la pereza, allí donde se beberá un vaso de leche caliente antes de dormir —o, mejor, un ‘whisky’ a media tarde— hay pocas cosas prohibidas. El color verde es una de ellas. El color verde jamás —insisto, jamás— debe entrar en su dormitorio.

PPetrita, ni se te ocurra pintar tu domitorio de verde porque, te lo advierto, no te comerás ni una rosca”. Esta confidenci­a marcó mi vida. Fui testigo de ella muy joven, cuando empezaba en esto del periodismo como plumilla y era una pipiola armada con una grabadora —que, por cierto, se atascó—. Yo me encontraba en el hall de la casa del más grande mientras esperaba para entrevista­rlo, y él estaba en la puerta, despidiend­o a una “miembra” del gobierno de esas de pinta imponente, o eso me pareció a mí. Y, ¡claro!, lo que escuché allí nunca se me ha borrado de la memoria. Es más, fue una de esas revelacion­es que he recordado sin parar a lo largo de los años, procurando tener buen cuidado de no caer jamás en la tentación de esa maldición gitana: el verde no es para el dormitorio. Estoy segura de que ahora le saldrán muchos defensores a ese color, pero en el dormitorio —ya sea amplio y desangelad­o como el vestíbulo de una estación (así describe Vilallonga el de su mujer en el castillo escocés de su suegro), con lecho de baldaquino inaccesibl­e como el de la princesa del guisante o con cama cartujana, como la de Felipe II encarada a la capilla del monasterio de El Escorial— no queremos paredes y techos verdes. De ninguna de las maneras. Es más, yo diría que aunque tenga una altura de siete metros con guirnaldas de molduras, zócalos y chimenea. Aunque sea, por el contrario, una de esas casas años sesenta de perfil horizontal, moqueta gorda en los suelos, boiserie o marta cibelina en la pared —que a eso también podemos llegar—, insisto: todo está permitido, menos el verde.

La razón es muy sencilla: la cara. Me explico. Segurament­e no dormirá las ocho horas reglamenta­rias de un tirón, con mascarilla de ginseng toda la noche. Pero pasará al menos un tercio de su vida en ese cuarto. Allí, leerá, remolonear­á o pasará la gripe. Por ello es importante que le favorezca, y con el verde, esto lo tengo clarísimo, su faz virará al color de la acelga nada más entrar. En conclusión, tanto si pinta como si empapela o entela, elija un tono agradable y favorecedo­r. Ojo también con el rosa boudoir o el rojo coral, que pueden resultar confusos.

El dormitorio, si tiene un tamaño suficiente, es además un magnífico espacio para tomar un whisky. Un buen sofá y una lámpara de luz indirecta bastan. Yo soy más de chaise longue, pero todo depende. Me podría decantar por un sofá tipo Chester, que cuenta con una trasera maravillos­a y me recuerda a esos clubes privados de la India británica. Aunque aquí en España cambiaría el cuero por un buen terciopelo. Soy también bastante partidaria del tocador, un capricho old fashion que hace que el tiempo se detenga mientras se cepilla el pelo y se quita las pestañas postizas. Y, desde luego, de una buena selección de armarios. Con vestidor aparte, si es posible. ¡Ah! Ya que estamos, aquí va una confidenci­a: me han dicho que la colcha ha muerto. Eso que se abría por las noches y se volvía a poner por las mañanas, y que nuestras abuelas se empeñaban en colocar a juego con las cortinas... Bueno, pues ya no existe. Como tampoco el cabecero isabelino o el dosel de columna salomónica. A no ser que lo herede. Pero para el vestidor, la cama, su ropa y el colchón necesitare­mos otro capítulo aparte. Continuará...

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