Vanity Fair (Spain)

Ese Madrid que cobija

El autor recorre “esos bares, tabernas o restaurant­es que dan calor y que acunan hasta ese cloroformo hedonista que es sentirse cuidado”.

- POR JESÚS TERRÉS

La escena es tan consonante que asusta, que hasta roza la fotocopia si analizas que se ha venido repitiendo a lo largo de, yo qué sé, los últimos 10 años: sentados los dos en el sillón capitoné del MILFORD, siete de Juan Bravo; él con su gin & tonic bajito de ginebra y yo con mi old fashioned a la vera de unas patatas fritas y unos posavasos que son el primer advenimien­to de que todo está bien. Estamos en casa. El otro es casi un hermano y la cadencia la imponen dos litigios no siempre coincident­es: mis visitas a Madrid y alguna calamidad emocional —yo qué sé, desde una novia en criogeniza­ción a una agencia en llamas, desde el nacimiento del enano al ocaso de lo dado por hecho: si es que nunca hay que dar las cosas por hecho—. El argumento de la obra no se puede resumir porque es toda la vida —así, a lo bestia—. Lo que sí puedo resumir es que en este bar la licuamos hasta algo que podemos descifrar: es la alquimia de esos lugares que cobijan. Y Madrid tiene unos cuantos. Esos bares, tabernas o restaurant­es que dan calor y que acunan hasta ese cloroformo hedonista que es sentirse cuidado: afuera hace frío y la hoguera está aquí, así que no dejes que se apague nunca, amigo.

Recuerdo el calor de un caldito de cocido en el vestíbulo del LHARDY —nuestro particular y castizo Desayuno en Tiffany’s serían unas croquetas del Lhardy, señor Capote— un invierno más frío de lo soportable; mi vida se venía abajo, pero ¿qué podía salir mal aquella mañana de diciembre bajo la madera caoba de Cuba y frente a la Carrera de San Jerónimo, en esta casa con tantos años de historia que digo yo deberían vender entradas, no croquetas? Pero cómo están las croquetas. Cuando nació Lhardy había aguadores por las calles, sonaba la música de zarzuela y Madrid era corte de la reina gobernador­a; en sus salones se han decidido derrocamie­ntos de reyes y políticos, repúblicas, regencias y dictaduras —y yo aquí jodido porque nunca pude despedirme de mi padre, qué cosa tan pequeña en un mundo tan grande (lucha de gigantes, ¿no?), pero es que lo que quiero es querer y que me quieran, y que le zurzan a la historia—. También sé, porque lo sé, que en este Madrid que cobija —porque ninguna ciudad cobija como Madrid— siempre habrá una mesa para mí. Qué sensación esta certeza. La barra del RICHELIEU, el ragú de ciervo de HORCHER y el whisky sour de Francisco Javier Uceda en ZALACAÍN; volvemos a casa, “luces verdes en el vientecill­o de la noche”. Hace frío, pero aquí dentro las cosas se han templado; no tengo ni idea de lo que pasará —¿quién lo sabe?—, pero ya deben de estar rojos los madroños de la Casa de Campo, el dolor se ha vestido de emoción y cómo no mirar de nuevo el bellísimo cielo estrellado bajo las infinitas luces de Alcalá.

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