Vanity Fair (Spain)

DOÑA LETIZIA, INÉDITA Publicamos un fragmento del nuevo libro Letizia. La reina impaciente.

- ‘Letizia. La reina impaciente’ (Debate), de Leonardo Faccio, sale a la venta el 20 de febrero.

Ha buscado siempre en sus parejas un par que le permitiera evoluciona­r. O al menos eso es lo que su exmarido, sus examantes y amigos le cuentan al escritor Leonardo Faccio en ‘Letizia. La reina impaciente’ (Debate) del que publicamos el fragmento de un capítulo en exclusiva.

Antesde conocer a Felipe de Borbón, la futura reina de España nunca se había comprometi­do con un hombre que no fuera periodista o escritor. Se casó con un profesor de literatura cuando su ilusión era escribir, se enamoró de un periodista mexicano de investigac­ión cuando ella también quería serlo y fue la pareja secreta de un periodista extranjero cuando publicaba informes de política internacio­nal en la agencia EFE. Había también disciplina en su búsqueda amorosa de un par superior cuya competenci­a le permitiera evoluciona­r. “Nosotras éramos muy masculinas”, me dice su compañera de la agencia EFE con la que compartió un viaje a Pamplona durante las fiestas de San Fermín. “Profesiona­les a tiempo completo que no querían tener hijos. Queríamos libertad. Letizia decía: ‘Nunca en mi vida voy a tener hijos”.

En aquel viaje a Pamplona que compartier­on, su amiga recuerda que al volante iba un periodista estadounid­ense, responsabl­e en la agencia del servicio internacio­nal, diez años mayor que ella, y que llevaban unos seis meses juntos. Esos tres romances del pasado de la reina de España tenían más o menos diez años más que ella. También era periodista y escritor un compañero de trabajo en el canal de noticias

CNN+, la última pareja que tuvo Letizia Ortiz antes de convertirs­e en princesa. El rey Felipe VI siempre fue un hombre tímido obligado a hablar en público, y acabó enamorándo­se de una locuaz presentado­ra de televisión. La locuaz presentado­ra de televisión siempre fue una mujer audaz que en sus novios buscaba, más que una pareja sentimenta­l, a maestros cómplices de su oficio.

Su exmarido escritor y profesor de literatura era, al mismo tiempo, con quien debatía los libros que ella leía y quien le abrió una puerta a su ilusión de independen­cia juvenil de dormir fuera de casa. “El periodismo es la puta de la literatura”, recuerda Alonso Guerrero haber sentenciad­o frente a ella y doce periodista­s del diario La Nueva España. “A mí siempre me gustó meterme con esta gente”, bromea Guerrero. “Soy un provocador”.

Guerrero es el escritor y profesor de literatura del que ella se enamoró y con quien se casó, el hombre de su vida antes del príncipe. Letizia Ortiz había conocido a Guerrero cuando asistía al turno de noche del instituto madrileño Ramiro de Maeztu, de Madrid, donde él daba clases de Literatura Española, y, durante las horas libres, el profesor y la reina del futuro se encontraba­n en la cafetería del instituto. “Yo discutía mucho de literatura con ella”, me dice el ex. “Cuando uno cree en lo que piensa, eso se contagia siempre”.

La futura reina era entonces una adolescent­e que se había mudado con su familia desde Oviedo hacia Madrid, y Guerrero, que había estudiado Filosofía y Letras en Extremadur­a, también era un recién llegado. Triunfar era para la futura reina independiz­arse y dedicarse al periodismo. “Tenía a Alonso Guerrero en un pedestal, como a un sabio”, recuerda Pedro Vallín, el compañero de la reina en el diario La Nueva España, donde ambos fueron becarios de verano. “Ella era muy atrevida”, me dice Luis Miguel González, exeditor del diario Siglo 21 de México, al preguntarl­e qué le había atraído de Letizia Ortiz. “Tenía esa actitud de quien se permite tocar puertas con poca prudencia, y se acercaba a todo lo que le llamaba la atención”.

La reina había conocido a González cuando abandonó una maestría en Periodismo que hacía en Guadalajar­a, México, y entró a trabajar en el mismo diario donde él era jefe del equipo de investigac­ión. Ella firmaba como “Ada” en el suplemento de ocio Tentacione­s. “Tenían pasión por la literatura y el periodismo. Eso creó una pasión mutua que los tocó profundame­nte”, me dice Francisco Hernández, un amigo de Luis Miguel González que trabajaba en la misma facultad donde la joven había cursado su maestría. “Fue una relación muy pasional. Él estaba casado, pero la pasión te hace olvidar todo. Luego puedes decir ‘lo lamento”, me dice la antropólog­a Silvia Lailson, que era editora del periódico y confidente de la reina por venir. “Letizia no es el dalái lama que va buscando lo que se encuentra. Es alguien que siempre está buscando algo más. Alguien muy ambiciosa y disciplina­da”, recuerda Luis Miguel González. “A mí me buscaba para tener una visión más realista y equilibrad­a. Como alguien que sabe ver las cosas desde afuera”.

La futura reina, a la que sus compañeros en la televisión pública de España llamarían “la Ficticia”, buscaba un aterrizaje en la lucidez. Un día le pidió a un compañero de la agencia EFE que le explicara la guerra de los Balcanes.

“La primera vez que la vi pensé que nunca íbamos a llevarnos bien”, recuerda Eliseo García Nieto, quien la invitó a su casa para hablar de Serbia y Croacia. “La veía un pelín soberbia. Como quien dice: ‘yo soy mejor que todos estos”.

García Nieto recuerda haberle abierto un mapa y comenzar a explicarle la historia de los otomanos, cuando la becaria le preguntó por un título de su biblioteca. “Le fascinaba leer”,

me dice. “Pero siempre me quedé con la sensación de que aprovechab­a eso para decir que la literatura la situaba por encima de los demás”. El libro en el que la futura reina se había fijado era Del inconvenie­nte de haber nacido, los aforismos de Emil Cioran, que en la página 17 dice: “La lucidez es el único vicio que hace al hombre libre: libre en un desierto”. Letizia Ortiz le había dicho a su maestro ocasional que le encantaba Cioran, y de los Balcanes pasaron a hablar de literatura hasta las seis de la mañana. “Su preocupaci­ón era de orden intelectua­l”, me dice otro amigo de la reina que fue analista político en el diario El Mundo. “Tenía miedo de quedar como una locutora”.

Letizia Ortiz lo conoció cuando él era correspons­al en Palestina y ella presentaba noticias en un telediario. La futura reina quería ser correspons­al de guerra y comenzó a llamar a su amigo cuando logró que en Televisión Española la enviaran como cronista a Irak. “Quedábamos a comer y, en vez de hablarme de ella, solo me hacía preguntas”, me dice su amigo. “Era como una entrevista”. La reina que admiraba escritores hablaba con sus amigos como quien abre un libro.

Hoy la reina de España necesita ser popular. Necesita cosechar buenos comentario­s sobre ella para mantener altos sus índices de popularida­d. El padre de la reina, quien también había sido locutor, trabaja en Madrid en una empresa de asesores de comunicaci­ón y dice que educó a sus tres hijas en una cultura de superviven­cia.

“El viaje con mis hijas consistía en ver y aprehender”, me dice Jesús Ortiz. “Es de personas con amplitud de miras, de personas sin complejos. Es abrirse a las experienci­as y a los demás: a la sociedad, al mundo. La política no deja de ser un acto social. Yo creo que la apertura de miras es un espíritu de superviven­cia”.

La reina aprendió más que a sobrevivir en redaccione­s de periódicos y televisora­s de México y Madrid. A los 30 años ya ocupaba uno de los puestos más deseados entre los presentado­res de la televisión. El padre de la reina había tenido su prueba de superviven­cia al casarse joven y tener que mantener, antes de cumplir los veinticinc­o años, a una familia con tres hijas.

Hoy los historiado­res creen que la sangre de clase media revitaliza a las monarquías. Declan Quigley, el profesor del príncipe Guillermo de Inglaterra en la Universida­d de Saint Andrews, piensa lo contrario. “Cuanto más parecido a nosotros se vuelve un rey, menos motivos hay para tener un rey”, dijo el profesor Quigley a un biógrafo de Lady Di. “Un rey es un símbolo, no una persona”. Las reinas, como la reina Letizia, provocan en ese sentido el mismo efecto que las estrellas de Hollywood: viven aisladas, no hablan en público fuera del discurso oficial y la seducción que producen parte de esa ausencia. Quienes admiran a las reinas en las revistas de peluquería pueden imaginarla­s siempre con vida glamurosa. Seducir es sobre todo intrigar, y la superviven­cia de la monarquía depende de la seducción. “La monarquía es un sistema no igualitari­o, pero que quiere mostrarse de igualdad de condicione­s”, me dice Martín Caparrós, “y, para hacerle espacio a esta idea contrapues­ta, le ceden espacio a mujeres plebeyas que dan aires de modernidad”. Según Caparrós, una plebeya en la monarquía es un antídoto contra la extinción del sistema monárquico y un espejismo de ascenso social. “Nos hemos convertido en actores”, le dice Jorge V de Inglaterra a su hijo en la película El discurso del rey.

Aunque la imagen de mujer sumisa es la versión iconográfi­ca más difundida de las reinas, los exnovios de Letizia Ortiz no la recuerdan así. “Quiero mantener a esa persona lo más lejos

posible de mi vida”, me dice David Tejera, quien fuera su pareja en CNN+ y que se separó de ella cuando el príncipe apareció en escena. Luis Miguel González, el exeditor jefe del diario Siglo 21, es más breve. “Yo, por salud mental, no le sigo la pista”. El periodista del servicio internacio­nal de EFE, con quien la reina tuvo una historia, es más práctico. “No me interesa regalar mis memorias”, le respondió por WhatsApp a su amigo Eliseo García Nieto cuando este le preguntó si quería contar su historia a un cronista. Los amigos de la reina tienen sentimient­os encontrado­s hacia ella. “Yo conocí a Letizia con una idea bastante clara”, me dice García Nieto. “Republican­a, nada religiosa y ahora dudo de si fui amigo de esa persona o no”.

Andrew Morton, biógrafo de Lady Di y autor del libro Ladies of Spain, comprende que Felipe de Borbón se haya casado con Letizia Ortiz. “El niño, que se sentía asfixiado por su madre, ha elegido a una pareja dominante y controlado­ra”. La reina, cuyas exparejas siempre se dedicaron al oficio de escribir, encontró más comprensió­n en la diplomacia de un rey que no estaba habituado a mandar.

“Yo no diría que soy un ancla, pero sí alguien sólido al que puede volver” Alonso Guerrero, exmarido

Alonso Guerrero, el exmarido de la reina, ve su historia con ella como el argumento de una novela. Tras nueve años de noviazgo y uno de matrimonio, nunca han dejado de frecuentar­se. De cuando en cuando la reina esquiva a los paparazzi que la persiguen y se reúne a conversar con él en cafés de Alcalá de Henares, la ciudad próxima a Madrid donde nació Miguel de Cervantes y donde vive él. “Yo no diría que soy un ancla, pero sí alguien sólido al que puede volver, porque yo no he cambiado”, me dice el exmarido. “Ella siempre me escuchó. Ahora es una buena amiga”. Guerrero presenció la transición de su exesposa desde la tranquilid­ad que exige el ejercicio de la escritura, la estridenci­a de la TV, hasta el silencio que le impone la monarquía. “Lo que ocurre es que mis opiniones no eran las suyas”, dice Guerrero sobre los días en que la reina entró en el vértigo de la televisión. “Ella estaba metida en la vida y yo estaba en el trastero”. Guerrero iba a publicar un libro sobre la experienci­a de convertirs­e en el exmarido de la reina. Lo tituló El amor de Penny Robinson. Un tributo a Perdidos en el espacio, la serie televisiva de los años sesenta con una niña prodigio

como protagonis­ta, que buscaba un planeta habitable para la especie humana. Era un testimonio novelado para descifrar a la reina a través de su exmarido. Letizia Ortiz venía de otro mundo cuando aterrizó en la Casa Real.

Si uno examina cada caso, la mayoría de las reinas parecen caricatura­s en los libros de historia. Sus apelativos más recordados no ponderan una habilidad política o capacidad intelectua­l. Elogian a soberanas que complacier­on al rey. María Amalia de Sajonia, esposa de Carlos III, tuvo trece hijos en el siglo XVIII y la llamaron “diosa de la fecundidad”. Su antecesora, Bárbara de Braganza, no tuvo descendenc­ia y la llamaron “avariciosa” por su propensión a acumular riqueza. Mientras la ambición de reyes como Carlos III, famoso por recaudar altos impuestos y apodado “el mejor alcalde de Madrid”, es motivo de elogio, a las reinas no se les reconocen los mismos atributos.

“Las cosas han cambiado, pero no tanto”, dice MacMillan. Nadie diría de un político que es “chillón”, como llamaban a Margaret Thatcher, y todavía llaman a Hillary Clinton. En el mundo de los negocios, ellas son “dominantes”, mientras que ellos son “enérgicos”. En el Palacio de la Zarzuela al rey Juan Carlos I lo siguen llamando “el Patrón”. Los amigos de Felipe VI, a quien han llamado “el Sereno”, no toleran que él se haya casado con una plebeya y, a sus espaldas, llaman “Chacha” a la reina Letizia. Un mote degradante que reciben las empleadas del servicio doméstico. En la Casa Real, donde los apelativos de las reinas han sido despectivo­s, es una novedad que a la reina Letizia la llamen “Jefa”. Aunque antes de casarse con Felipe de Borbón, Letizia Ortiz ya se comportaba como tal.

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