ADIÓS, ‘SCOOPS’
Antes los paparazzi podían incluso alquilar barcos para perseguir a sus objetivos o aguardar semanas para conseguir una foto. Grandes inversiones para recompensas estratosféricas que hoy no existen. Así se capturó en 1997 a
Lady Di con en su yate. Dodi al Fayed
e fueron a vivir juntos tres meses después de su primera cita y a los cinco compraron unas alianzas en Bond Street, la calle donde Felipe de Edimburgo encargó la sortija de pedida de Isabel II. “Allí están las mejores joyerías de Londres, pero como íbamos en tejanos, tan casual, el dependiente nos dijo que nos enseñaría anillos para nuestro rango”, recuerda riendo casi cuatro décadas después
Sharrock, de 59 años, viuda del futbolista y presentador Christine
(Leicester, 1958), que murió el pasado 28 de Michael Robinson abril a causa de un melanoma diagnosticado en diciembre de 2018. Tenía 61 años. A Chris, como él la llamaba, la conoció en el barrio de Blackpool donde ambos crecieron, pero la primera cita fue en Escocia, donde ella trabajaba como azafata de vuelo y cuando él ya era uno de los jugadores de fútbol más cotizados del mundo. “Llegó con una gabardina de color crema y muy distinto a como la gente lo conoce: tímido y nervioso, pero fue muy especial”. Para el segundo encuentro, Michael la invitó a Le Bearn, un restaurante francés de Ginebra ubicado a orillas del río Ródano, famoso por el gratinado de patatas bintje que preparaba el chef
Godard. “Él era muy romántico. Fue una cena tan bonita Jean-Paul que volvimos años después para recordarla”. De ella decía su marido que era su amiga, su amante y su directora. También
la única que lo ponía en su sitio. “¡Cabrón!”, le replicó cuando él, ya enfermo, le dijo que no le importaba morirse porque había tenido una vida plena. “Lo decía de verdad. Aprovechó la vida. Michael necesitaba que la gente lo hiciera vibrar. Si eso no ocurría, no perdía el tiempo. Se fue en paz, feliz. Y aunque el agujero que deja es enorme, saberlo me ayuda a soportarlo”, explica esta experta en medicina china que hoy cuida sola de Yaster y Eli, los dos golden retriever que eran la pasión de Michael.
La pareja, que llegó a España en 1987 después de que él fichara por el Osasuna, tuvo dos hijos, Liam (34) y Aimée (28). La pequeña estudió Publicidad y es profesora de yoga. Liam trabajaba con su padre en Robinson Productions, la productora que hacía programas como Informe Robinson. “Mi padre era mi amigo. Como jefe era perfeccionista, pero no autoritario. Si algo no le gustaba nos íbamos de cañas, lo hablábamos y acabábamos la noche de gin-tonics”. Era extrovertido, sí. Tanto, que él mismo decía que no era inglés, sino de Cádiz, tierra por la que sentía pasión. “Pero también era rutinario: desayunó 30 años en el mismo bar su churro de chocolate y su café. Y antes de entrar en la cadena SER [donde todos los domingos se emitía Acento Robinson], siempre tomaba un café en el Valle de Verín”, cuenta Liam, que lo define como supersticioso y un magnífico contador de historias. “Cuando anunció su enfermedad, fue la primera vez que lo vi en paz. Nunca se sintió ni tan buen futbolista ni tan buen comunicador como le decían. Pero tras la avalancha de cariño, vio que no tenía que demostrar nada y se dio un respiro”.
Así lo ve Zarzosa, exjugador de rugby que
Diego fue su mano derecha en la última década. “Incluso enfermo fue él quien nos dio ánimos a todos. Hasta en eso fue un líder, un capitán”. Diego explica que le gustaba ver series como The Crown y House of Cards. Y la música: era amigo de y le encantaba Lennon.
Phil Collins John
Era muy divertido, pero también muy sensible: “La última vez que lo vi llorar fue por el Brexit, como un chiquillo, sin consuelo. Decía que su padre no había ido a la Segunda Guerra Mundial para eso”. Mantuvo esa energía hasta la noche de marzo en que, cenando con Christine en Marbella, se desvaneció. Murió mes y medio después. “Por la pandemia, no pudimos hacer un entierro normal y lo despedimos mis hijos y yo desde el coche. Así que me bajé, coloqué el móvil en el capó y puse Imagine. La gente nos miraba raro y nosotros no podíamos hablar de la emoción. Sé que a Michael le habría encantado”.
Instalado entre Ciudad de México y París, donde había rodado sus últimas películas, llevaba Luis Buñuel casi una década sin trabajar en España. Desde que la Palma de Oro en Cannes para Viridiana —la única obtenida por un director español— viniera acompañada de un escándalo por su contenido anticlerical, el director era persona non grata para el establishment nacional.
Pero en 1969, Iribarne,
Manuel Fraga ministro de Información y Turismo, hizo dos cosas por las que siempre se le recordará: la primera, comunicar el estado de excepción ante las protestas estudiantiles contra el franquismo; la segunda, autorizar el rodaje de Tristana en suelo español. Después de esto se procuró faenas más sencillas, así que antes de que terminara el año dimitía para ponerse a los mandos de una empresa de cervezas.
Tristana, la novela de
Benito Pérez Galdós, narraba la historia de una huérfana acogida por don Lope, un amigo íntimo de la familia que aprovecha la circunstancia para abusar de ella. La joven huye para hacerse amante de un pintor, pero enferma gravemente, le amputan una pierna y acaba convirtiéndose en la esposa del anciano. Era un papel demasiado apetitoso como para que no
Catherine Deneuve pusiera sus ojos en él.
Dos años antes, Buñuel y Deneuve habían rodado juntos Belle de Jour, una obra mítica. Para él fue la película más taquillera de su filmografía. Para ella, el punto de inflexión que la moldeó como icono del imaginario popular. Elegante, glacial, misteriosa, llena de secretos. A pesar de que aquel rodaje había sido una experiencia amarga, la actriz deseaba repetir. Era Buñuel quien no lo veía claro. Su primera opción para el personaje había sido Pinal, que ya
Silvia había protagonizado Viridiana. Después apostó por la italiana
Stefania Sandrelli. Pero Deneuve quería el papel, y a los productores les venía bien una estrella encabezando el reparto. No hubo más discusión.
“No me parecía que ella perteneciese al universo de Galdós”, declararía Buñuel. Es difícil llevarle la contraria, pero siendo justos había bastantes cosas muy poco galdosianas en su adaptación. Él tenía Tristana por una de las peores novelas de su autor.
De modo que la llevó a su terreno, trasladando la acción desde el barrio madrileño de Chamberí de finales del XIX hasta el Toledo de la década de los veinte del siglo siguiente. Precisamente en aquella época, la de su juventud, Toledo había sido su patio de recreo y testigo de sus juergas junto a Lorca, y otros Dalí amigotes. Su amor por la ciudad era tal que habían fundado la Orden de Toledo, a la que solo se podía pertenecer si se amaba la urbe sin reservas y se vagaba borracho por sus calles al menos una noche entera.
Mientras que todo el equipo se alojaba en Toledo, Catherine Deneuve prefirió fijar su residencia en Madrid, desde donde iba y venía cada día en un coche de la producción. Así pudo disfrutar de la capital en los ratos libres. En una ocasión, se acercó el Museo del Prado y la visita se inmortalizó con una fotografía ante El aquelarre, una de las pinturas negras de Goya. La instantánea de
Philippe Le ilustró un artículo Tellier para la revista Paris Match con una Deneuve inédita, “tristanizada”, sin maquillaje y con velo negro. “Es como si quisiera que olvidáramos que es bella, rubia y joven”, escribió el periodista.
En cuanto a su vivencia de aquellos días, ella misma ha ofrecido versiones contradictorias. En general ha asegurado que fueron distendidos, mucho más satisfactorios que su experiencia en Belle de Jour. Pero en el libro À l’ombre de moi-même, donde publicó una serie de diarios de rodaje, evocaba cómo llegaba al set como si se presentara a un examen, hasta el punto de que en ocasiones tenía ganas de llorar. “Me siento sola”, concluía.
Pero tan sola no estaba. Contaba al menos con el apoyo de Truffaut,
François uno de los jóvenes directores de la nouvelle vague y gran admirador de Buñuel, que la visitó en Madrid. Con él acababa de rodar La sirena del Mississippi, donde interpretaba a una mujer fatal —un papel muy distinto de Tristana—, y durante el rodaje habían iniciado un romance. Años antes, Truffaut había sido amante de su hermana,
Françoise Dorléac, fallecida en un accidente de tráfico en 1967. Unos meses después de estrenarse Tristana, Deneuve puso fin a la relación, lo que provocó en él una crisis nerviosa
El equipo se alojaba en Toledo, pero Catherine Deneuve pre irió ijar su residencia en Madrid
que lo tuvo postrado durante dos años. La actriz no era la única persona que se sentía fuera de lugar en Toledo. El galán italiano Franco interpretaba al pintor Nero Horacio, un personaje que en la película perdía peso respecto a la novela. Buñuel lo trataba sin miramientos en lugar de como la joven promesa que era tras triunfar con el spaghetti western Django y el musical Camelot. En esta última había conocido a
Vanessa Redgrave, con quien inició una relación sentimental. Redgrave, por cierto, se había divorciado del director
Tony Richardson cuando él se vinculó con
Jeanne Moreau, intérprete de cintas anteriores tanto de Truffaut —de quien había sido pareja— como de Buñuel —por quien sentía una correspondida atracción platónica—.
Toda esta ensalada sentimental le importaba poco a Buñuel, que se veía más cercano a Fernando Rey, cuyo personaje moldeó a su imagen y semejanza. Don Lope es un hombre hipócrita y patriarcal. Partidario del refrán de la mujer en casa y con la pata quebrada, le advierte a Tristana: “Soy tu padre y tu marido, y hago de uno u otro según me convenga”. El cineasta era un misógino de manual, pero no rehuía la autocrítica, y se había retratado de forma despiadada en aquel personaje a la par terrible y ridículo.
La película se estrenó internacionalmente en el Festival de Cannes de 1970, fuera de concurso, pero con críticas entusiastas. En París hubo una premier a la que acudió, entre otros, la pareja formada por Salvador Dalí y Gala. El pintor buscaba reconciliarse con Buñuel después de décadas sin hablarse, y pese a algunos breves encuentros no logró retomar la vieja amistad. “Agua pasada no mueve molino”, zanjó lacónicamente el aragonés.
Fue una de las nominadas como mejor película extranjera en aquella edición de los Oscar. No logró el premio, pero Hollywood se fijó en el realizador, y dos años después sí hubo suerte con El discreto encanto de la burguesía, de producción francesa. El director celebró en su honor
George Cukor una comida a la que, entre otros invitados, asistió Hitchcock. Se entiende que el
Alfred autor de Vértigo apreciara la labor de Catherine Deneuve en las películas de Buñuel, pero menos previsible resulta su obsesión con el miembro amputado de Tristana. Así lo contaba el español: “Con un brazo pasado sobre mis hombros, casi echado sobre mí, no cesaba de hablar de la pierna cortada de Tristana: ‘¡Ah, esa pierna…!”.
Ah, esa Tristana.
La actriz no era la única persona que se sentía fuera de lugar en Toledo