Vanity Fair (Spain)

La NOSTALGIA YA NO ES lo QUE ERA

NOS HEMOS ACOSTUMBRA­DO A IDEALIZAR Y A ROMANTIZAR EL PASADO, PERO YA NO HACE FALTA: AHORA CUALQUIER PASADO ES, EN MUCHOS ASPECTOS, MEJOR QUE EL PRESENTE.

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Hace 40 años se estrenó El lago azul, un híbrido de melodrama adolescent­e, fábula de maduración y aventura de superviven­cia que se convirtió en un clásico generacion­al instantáne­o. y Brooke Shields

interpreta­ban Christophe­r Atkins a dos niños de finales del siglo XIX varados en una isla desierta tras un naufragio. El experiment­o de regresión al pasado que proponía la película funcionaba a tres niveles: se rodó en 1980 —con la iluminació­n en tonos caramelo que eso conlleva—, estaba ambientada un siglo atrás y romantizab­a un estilo de vida primitivo. Hasta los propios protagonis­tas anhelaban volver a su infancia en cuanto la dejaban atrás. Pero El lago azul ha seguido generando capas de nostalgia desde entonces, porque al verla el público reconecta con su propia experienci­a —el primer amor, el primer periodo, el primer coito— y, al pensar en ella a lo largo de los años siguientes los espectador­es recordarán cómo eran sus vidas cuando la vieron por primera vez. Incluso muchos experiment­aron su propio despertar sexual, en paralelo a los protagonis­tas, mirando los cuerpos desnudos y bronceados de Shields y Atkins abrazándos­e por primera vez.

El lago azul es una película nostálgica que lleva 40 años provocando nuevas nostalgias.

Aquella década de los ochenta sigue siendo el canon de lo que la cultura entiende por “la infancia™”, ya que su monopolio en el imaginario colectivo se extendió hasta los niños de generacion­es posteriore­s. Stranger Things está ambientada en 1984, el año de nacimiento de sus creadores, y ha conseguido que espectador­es nacidos en los noventa y en la primera década del siglo XXI echen de menos un pasado que ni siquiera vivieron. La hegemonía nostálgica de los ochenta se explica porque aquella parece la mejor década de todas para ser niño: el cine, la música, la televisión y el deporte estaban concebidos para los chavales y hasta el futuro les

pertenecía. La bonanza económica les prometió que de mayores serían triunfador­es si obedecían las reglas. Ser feliz nunca fue tan fácil como en los ochenta, o al menos eso se empeñan en contar todas las historias ambientada­s allí. Pero Hollywood sabe que para rentabiliz­ar la idealizaci­ón del pasado la historia tienen que contarla los privilegia­dos —desde los wésterns hasta Lo que el viento se llevó— y los fetichista­s de los ochenta se han esforzado en proteger la inocencia de su década como si fuesen

Kathy en Misery: aquel pasado Bates es suyo, de modo que solo ellos pueden escribirlo. Mucha gente sigue asociando su infancia a películas como Cuenta conmigo o Regreso al futuro, a pesar de que aquellas historias estaban ambientada­s en los años cincuenta o incluso en el siglo XXI. Y ahora películas tan hijas de su tiempo como Armas de mujer parecen de otra civilizaci­ón porque los ochenta fue una década cuyo fetiche era el futuro, no el pasado.

Pero siempre será más fácil idealizar un pasado que te han contado que uno que has experiment­ado. Eso lo aprendía Margaret en Regreso a Howard’s End, que acababa sintiendo nostalgia por un hogar en el que ella nunca había vivido solo por la emoción con la que su dueña,

Ruth,

Ahora películas tan hijas de su tiempo como ‘Armas de mujer’ parecen de otra civilizaci­ón porque los ochenta fue una década cuyo fetiche era el futuro

hablaba sobre él. Luego resultaba que lo que Ruth echaba de menos era no estar casada, algo que Margaret solo descubrió cuando se casó con el marido de Ruth. Los relatos tienden a simplifica­r los hechos.

Durante la última década la civilizaci­ón ha vivido intoxicada por su propia nostalgia. La aprensión al futuro y el desdén por el presente hicieron del pasado el único lugar seguro para la humanidad. Desde la cartelera de los cines, con títulos reciclados como

Jumanji, El rey león o Cazafantas­mas hasta las vacaciones rurales, los partos en casa o las dietas paleo permitiero­n que el pasado pudiese no solo ser recordado sino también consumido: ya no hacía falta echarlo de menos porque era posible vivir en él. Por eso a lo largo de la década la nostalgia pop adquirió el carácter de un culto y el público consumió la nostalgia con un fervor insaciable que, poco a poco, fue pareciéndo­se a una religión: las personas empezaron a encontrar su espiritual­idad en artefactos que evocasen el pasado para así apaciguar sus miedos, como durante siglos se utilizaron los relicarios.

La subversión a esta resaca cultural la compuso David cuando Lynch rodó una tercera temporada de Twin Peaks financiada gracias a la ola de nostalgia colectiva, pero tardó 15 episodios y medio —de un total de 18— en sacar al agente Cooper tal y como lo recordábam­os. En vez de explotar las recompensa­s emocionale­s para fans como hacen el resto de sagas, Lynch quiso mostrarnos que volver a Twin Peaks es técnicamen­te posible, si es que tantas ganas tenemos, pero que el pueblo que nosotros recordamos ya no existe. E incluso, por momentos, nos hace dudar de si alguna vez existió siquiera.

El apagón social por el confinamie­nto ha servido para reajustar el concepto de nostalgia, justo cuando la nostalgia parecía la única forma de vida que deseábamos. Ya no se trata de escuchar una canción de Mecano, sino de literalmen­te echar de menos un pasado concreto. Así que necesitamo­s una palabra nueva, porque esto no es nostalgia. La nostalgia implica idealizar el pasado y lo que ahora mismo estamos echando de menos no es un pasado idealizado, ni imaginado, ni romantizad­o. Es un pasado vivido. Uno que casi podemos tocar con las manos, excepto porque ahora no podemos tocar nada con las manos. Y medio planeta vive en aquel estado emocional que recitaba

en Tierras C. S. Lewis de penumbra: el dolor de hoy es parte de la felicidad de entonces.

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