Vanity Fair (Spain)

MUJERES QUE SE DISCULPAN DEMASIADO

Somos muchas las que pedimos perdón en exceso, por insegurida­d o para evitar el conflicto. Hasta que por fin llega el día en el que nos damos cuenta de que excusarnos no siempre es la opción adecuada ni lo mejor para nosotras.

- POR CARMEN PA C H E C O

Hace poco me enfadé en el trabajo y lo manifesté en una reunión. Era un enfado tan justificad­o y lógico que con solo recordarlo vuelvo a enfadarme. Por suerte, no encontré apenas resistenci­a a mis argumentos y cuando pusimos solución al conflicto sentí el impulso de disculparm­e por mi tono inicial.

Desde mis primeros trabajos se me inculcó la idea de que demostrar ciertas emociones en un contexto laboral es poco profesiona­l y casi infantil. Me he esforzado, a veces con poco éxito, en contenerme y he admirado a compañeros que mantenían una perfecta cara de póquer cuando se nos comunicaba que tendríamos que trabajar el fin de semana o compañeras que encajaban con una sonrisa los comentario­s hirientes de sus superiores.

Pero esta censura del enfado viene incluso de antes y afecta también al terreno personal. Tantas veces oí de pequeña “No sé quién te va aguantar con ese carácter” que lo di por cierto. Nadie quiere ser calificada de loca, dramática o conflictiv­a. Y en la mayoría de los casos está bien tener control sobre tus emociones y no verte arrastrada por ellas. Pero siempre que me enfado, aunque tenga razones de sobra, siento después una terrible vergüenza y la necesidad de expiar mi falta.

Pedir perdón cuando uno se arrepiente del daño que ha causado a alguien es liberador tanto para quien es perdonado como para quien perdona. Es un acto, que en sus dos extremos, ennoblece y reconforta. Hay muchísima dignidad humana en ello. Pero lo cierto es que yo he pedido perdón por cosas ridículas. Por preocuparm­e, por ser coherente, por exigir una explicació­n cuando me debían mil. He pedido perdón por no sentir lo que otros querían que sintiera. Por no hacer cosas que ni quería ni tenía obligación de hacer. He pedido perdón por no saber llevar a cabo tareas que nadie se había molestado en enseñarme.

Mi novio, testigo en ocasiones de estas disculpas compulsiva­s, me ha llegado a decir:

“¿Por qué pides perdón? Por favor, no pidas perdón por eso” y mi primer impulso ha sido decirle: “Perdona, es verdad, lo he vuelto a hacer”.

Pedir disculpas es un síntoma evidente de insegurida­d. Lo sé porque en los viajes de trabajo, cuando el estrés y el idioma minan mi confianza, mi hábito llega a niveles cómicos. Pido perdón a quien me golpea sin querer o a los objetos contra los que me choco.

Las personas que pedimos perdón de manera patológica lo hacemos principalm­ente por dos motivos. El primero es que a veces nos resulta más sencillo dar por hecho que el conflicto es culpa nuestra que reconocer que deberíamos enfadarnos. Y el segundo es esa voz terrible mezquina con la que muchos de nosotros convivimos. Esa voz cruel que nos recuerda que no valemos nada, que estamos siempre estorbando, que todo lo hacemos mal.

Aquel día en la reunión, cuando sentí el impulso de disculparm­e, escuché una voz nueva, una voz de señora que supongo que ya correspond­e a mi edad. Sus palabras resonaron en mi cabeza: «Ni se te ocurra disculpart­e por tu tono. Bastante haces lidiando con su incompeten­cia». Obedecí y me mantuve en silencio para descubrir más tarde que no sentía ni un ápice de vergüenza o de arrepentim­iento. Y desde entonces lo tengo claro: creo que voy a empezar a hacer caso a esta voz.

 ??  ??
 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain