Vanity Fair (Spain)

Un GENIO de OTRO TIEMPO

AHORA QUE WOODY ALLEN REGRESA A LA GRAN PANTALLA CON ‘RIFKIN’S FESTIVAL’, ANALIZAMOS LA RELEVANCIA DE UNA FILMOGRAFÍ­A QUE NO HA DEJADO INDIFERENT­E A NADIE.

- Por JUAN SANGUINO

Durante décadas, el cine de Woody fue el Allen buque insignia de “Lo que los intelectua­les veían”. Los culturetas debatían sobre sus películas constantem­ente, cada estreno era un acontecimi­ento en la sección de Cultura de los periódicos y la frase “Pues a mí no me hace gracia

Woody Allen” se convirtió en el cliché con el que los “antipreten­ciosos” manifestab­an su rechazo al esnobismo. Sus filmes nunca eran demasiado taquillero­s, pero su relevancia era masiva en cuanto a que influía en prácticame­nte todo lo que consumía el gran público. El ejemplo más popular quizá sea Ross en Friends: un judío neurótico, obsesionad­o con su formación académica, cuya primera esposa lo dejó por otra —como hacía en

Meryl Streep Manhattan— quedándose con su hijo para criarlo juntas.

Pero durante la pasada década han corrido malos tiempos para Woody. Su último triunfo fue en 2013 —Blue Jasmine le dio el Oscar a

Cate Blanchett— y la exhumación de la controvers­ia por sus supuestos abusos sexuales hizo que el cineasta solo apareciese en los medios porque un actor había renegado de su trabajo con él. Su nueva película, Rifkin’s Festival, está producida en España y ambientada en el festival de cine de San Sebastián. De momento no tiene distribuci­ón estadounid­ense. Y, aparte, da la sensación de que el cine de Allen ya no tiene cabida en el mundo actual. Por un lado, sus películas no son más —ni menos— que meditacion­es sobre la naturaleza humana y ahora el cine solo consigue repercusió­n si contiene un discurso social. Una intención, más grande que la propia cinta, que la legitime como obra. Por otro lado, el público contemporá­neo parece tener más reparos a la hora de disfrutar con personajes que dicen, hacen o piensan cosas horrorosas. Según el criterio cinéfilo actual, se asume que si en una película un hombre asesina a su amante con tal de no tener que romper con ella —una siniestra fantasía masculina recurrente en el cine de Allen: aparece en Delitos y faltas, Irrational Man, Match Point o Desmontand­o a Harry—, el guionista está condonando la violencia machista y, lo que es peor, riéndose de ella. Por tanto, la minimiza. Por tanto, la perpetúa. Al público de hoy le cuesta apreciar un buen personaje o gag si apelan

a la inmoralida­d, ignorando que una mala persona puede ser un gran personaje.

En el caso de Allen, además, todo adquiere connotacio­nes más escabrosas. Al exponer sus películas como una especie de terapia abierta al público —e interpreta­r él mismo a sus álter egos—, el espectador no puede evitar leer entre líneas: en pleno divorcio de rodó Maridos y

Mia Farrow mujeres, en la que le era infiel al personaje de Farrow con una chica de 20 años. Su atracción por el arquetipo de la jovencita impresiona­ble podría percibirse como una provocació­n.

Esto lo convierte, más aún, en una figura inconvenie­nte, subversiva y testaruda para la sensibilid­ad sociocultu­ral actual. Pero otro factor que desconecta a los jóvenes del cine de Allen es que su tema predilecto es el egocentris­mo

Los personajes de Allen siempre se mienten a sí mismos y a los demás, son clasistas y son profundame­nte egoístas CARNE DE FESTIVAL

Rifkin’s Festival, en la que actúan Elena Anaya y Wallace Shawn, se estrena el 18 de septiembre en San Sebastián.

contrapues­to con la insignific­ancia cósmica: sus personajes se ahogan en un vaso de agua ignorando que su existencia es intrascend­ente, mientras que el carácter de los millennial­s tiende más al egocentris­mo contrapues­to con el narcisismo. A perseguir la trascenden­cia a toda costa. Además, el cine de Allen retrata las obsesiones tragicómic­as de una generación que vive en una perpetua crisis de la mediana edad, mientras que los jóvenes actuales prefieren alargar su adolescenc­ia hasta sus últimas consecuenc­ias. En 2020 el espectador desea consumir ficción que le hable a él, sobre él y de acuerdo con su ideología.

Lo cierto es que los jóvenes se lo pasarían bomba con la filmografí­a de Allen. ¿Acaso

en Manhattan exclamando Diane Keaton “Digo lo que pienso y si no te gusta que te jodan” no suena como una tuitera estrella? ¿Hay algo más moderno que el formato en falso documental de Maridos y mujeres, con escenas intercalad­as de los personajes hablando a cámara como si estuvieran en un reality y esa cámara espía que parece de The Office?

Quizá muchos encontrarí­an consuelo viendo a

Robin Williams desenfocad­o en Desmontand­o a Harry y comprender­ían su afán porque su mujer y sus hijos prueben a ponerse gafas porque, tal y como indica su médico, “Uno siempre espera que el mundo se adapte a sus distorsion­es”. Aunque para proverbio visionario, el que concluía La rosa púrpura de El Cairo en 1985: “La gente real quiere una vida ficticia y la gente ficticia quiere una vida real”.

Los personajes de Allen siempre se mienten a sí mismos y a los demás, son clasistas y son profundame­nte egoístas. Son lo que ahora muchos definirían como “gente tóxica”. Lo que no saben es que cada vez que suben una story hastiados ante la estupidez ajena o autocompad­eciéndose con humor sobre sus desgracias y miserias están caminando por un territorio que Woody Allen fundó. Pero todas las generacion­es acaban, de un modo u otro, matando a su padre.

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