EL DIBUJO COMO SALVAVIDAS
ADRIAN TOMINE, EL RAYMOND CARVER DE LA VIÑETA ‘INDIE’, SE DESNUDA EN LA NOVELA GRÁFICA ‘LA SOLEDAD DEL DIBUJANTE’, EN LA QUE AUTOBIOGRAFÍA MISERIAS Y REIVINDICA EL ARTE COMO REFUGIO.
Los padres de Adrian Tomine crecieron en Japón. Fueron a esa clase de escuelas en las que se pasa más tiempo aprendiendo a ser disciplinado que conviviendo con el resto. Quizá por eso dejaron de soportarse pronto. Ambos eran ilustres profesores universitarios. Vivían en California. Cuando se separaron, Tomine tenía dos años. Lo que el dibujante recuerda de su infancia es ir de un lado a otro con su madre y pasar los veranos en Sacramento con su padre. También recuerda leer cómics de Spiderman e Indiana Jones y dibujar. Convertido a sus 46 años en el portadista estrella del New Yorker —suyas son al menos unas 50 cubiertas instantáneamente clásicas— y en algo así como el
de la viñeta indie, aquella Raymond Carver que estalló a finales de los ochenta con
Clowes, los
Daniel hermanos Hernández y Bagge, la misma de la que Peter hoy es deudor —el autor
Nick Drnaso de Sabrina, el primer cómic finalista al Man Booker—, Tomine ha decidido viajar a aquel pasado en el que nada aún era posible para contar de qué manera puede convertirse un sueño infantil —el de no tener que hacer otra cosa que dibujar— en una especie de condena. El autor de Rubia de verano y las historias cruzadas de Intrusos ha dado el salto a lo autobiográfico en La soledad del dibujante (Sapristi), un álbum que se lee como un apasionante recuento de miserias, entre las que se cuenta el cómo lidiar con la fama y los fans cuando no puedes creerte que alguien más que tú te soporte. Con un sentido del humor decorosamente autodestructivo y la concisión de un maestro de esgrima de la escena, Tomine firma una exégesis que señala al dibujo como único bote salvavidas.