Vanity Fair (Spain)

LA VIDA CONTINÚA

Hijo de Ana Obregón y del conde Lequio, Aless Lequio nació siendo ya famoso. Por eso su fallecimie­nto, con solo 27 años, conmocionó a toda España. En el primer aniversari­o de su muerte, VERA BERCOVITZ habla con su madre de cómo sobrevivir a un hijo y de l

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Un año después de la muerte de su hijo, Ana Obregón cuenta a Vanity Fair cómo ha sobrelleva­do el duelo.

amis padres, que me abrieron las puertas de la vida. Y a mi hijo, que le dio un significad­o”. Es la dedicatori­a que Ana Obregón (Madrid, 66 años) escribió en sus memorias Así soy yo, publicadas en 2012. A lo largo de sus casi 400 páginas uno encuentra de todo: su primer gran amor, Miguel Bosé; sus años estudiando interpreta­ción en el Actors Studio de Nueva York; su estancia en Los Ángeles y su amistad con Steven Spielberg; los meses que vivió en casa de Julio Iglesias tras sobrevivir a un asalto en su apartament­o; la repentina muerte de Fernando Martín; sus amoríos con el príncipe Alberto de Mónaco y su relación con Davor Suker, así como una extraña amistad con el magnate norteameri­cano y depredador sexual Jeffrey Epstein que me aclarará más adelante. Pero más allá de series, películas, programas, royals y celebritie­s, hay una figura que emerge constantem­ente a lo largo de sus páginas: Aless Lequio. “Cuando vi a mi hijo por primera vez entendí el significad­o de la vida”, explica en el capítulo dedicado a su nacimiento. Como buen hijo único —Ana y el conde Lequio se separaron cuando Aless tenía dos años—, el niño se convirtió en el centro de su universo. Lequio ya era padre de un niño, Clemente, hoy de 33 años, fruto de su relación con la modelo Antonia Dell’Atte y más tarde nacería su hija Ginevra, de cuatro años, concebida con su actual pareja, la periodista María Palacios. Pero la actriz no tuvo más hijos. Ana se convirtió en una extensión de su niño y su niño, en una extensión de Ana. Con solo ocho años el propio Aless lo contaba en una redacción que escribió para el colegio. “Si me voy a jugar un rato con mis amigos parece que me he ido un año”, confesaba con letra redonda y titubeante. La propia Ana me tiende la redacción, enmarcada y colgada en la pared de su casa, un chalet adosado en La Moraleja.

“Cuando era pequeño traía a todos sus amigos del cole a casa, una locura. Yo trabajaba mucho, pero en cuanto llegaba el fin de semana me ocupaba de ellos. Ahora lo ves todo muy blanquito, pero esto era una leonera. Todas las paredes pintadas… Esta casa ha sido para destrozar”, asegura mientras nos instalamos en una zona contigua al salón, una estancia recogida con unos grandes ventanales que se abren al jardín. “Cuando eran más mayores se iban de juerga y a la vuelta se dormían por los sofás. Por la mañana me encontraba gente por aquí tirada, en estado catatónico, con unas resacas de muerte. Yo los acogía, les daba de comer, se lo pasaban bomba”, continúa mientras me pregunta qué quiero tomar: “¿Café? ¿Té? ¿Coca-Cola?”. Pido un vaso de agua que no podré terminar. Me espera una conversaci­ón dura como una piedra, cruda como la guerra. Un encuentro de más de tres horas que para el tiempo y consigue que olvide mi sed.

A los 17 años a Aless lo admitieron en Duke, una prestigios­a universida­d en Carolina del Norte donde estudió Ciencias Políticas y Filosofía, y Ana no aguantó la distancia. “Me mudé a Miami. Viví allí cinco años. Iba y venía a España para trabajar, pero quería estar cerca de él”. Ella lo llamaba y él se quejaba: “Por favor, mamá, no hace falta que hablemos cada hora”.

cuando volvió de Estados Unidos y se instaló de nuevo en casa llegaron a un pacto tácito: aunque vivían juntos, solo harían planes los fines de semana. “Abría la puerta de mi cuarto y aparecía un pequeño gnomo: ¿Dónde vas?’. Y yo: ‘Mamá, voy abajo a por un vaso de agua”, contaba el propio Aless a Bertín Osborne en su programa En la tuya o en la mía. Era 2016. Ahí también confesó que con su madre se llevaba genial, que salía con él y sus amigos, que era una más. Por supuesto, cuando decidió montar la empresa de publicidad y marketing digital Polar Marketing, le pidió a su madre instalarse en el garaje de casa. Era una pregunta retórica porque ya sabía la respuesta. “Empezaron dos, luego eran ocho. Yo les decía: ‘No os preocupéis, os doy de comer”. Acabó convertida en un empresa con 30 empleados y en un referente del sector. El propio Aless siguió atendiendo a clientes aún estando enfermo.

“NI PASTILLAS ni psicólogos. El ejemplo de luchar por uno mismo me lo ha dado mi hijo. Voy a salir de esto sola. Sé que lo voy a conseguir”

La vida, caprichosa, cambió dos años más tarde, un día que Ana, cansada de los dolores de espalda de su hijo, lo llevó a la clínica Ruber. “Que si no es nada, que si gastroente­ritis, que si toma Gelocatil. Dije: ‘Se acabó. Que le hagan pruebas’. Se estaba muriendo de dolor”. Silencio. Ana enciende su primer cigarrillo. “El cáncer es una enfermedad muy cruel. Muy cruel. No se me olvidará cuando hicieron la biopsia y nos dijeron que era malo. Aless entró en mi cuarto y yo estaba sentada en la cama, con un cigarro. Me dijo: ‘Mami, han llamado del hospital. Es malo. Es cáncer’. Y yo contesté: ‘No pasa nada, hijo’. Me acuerdo que preguntó: ‘¿Me voy a morir?’. Le respondí: ‘No”.

Aless Lequio falleció el 13 de mayo de 2020 después de luchar dos años contra el cáncer. Tenía 27 años. Antes, vivió una peregrinac­ión de hospitales y tratamient­os. El doctor Josep Baselga, una eminencia que dirigía el Memorial Sloan Kettering Cancer Center de Nueva York —y fallecido recienteme­nte—, les aconsejó que se fueran para allá. “Me dijo: ‘Trae una biopsia’, y en dos días organicé todo. Una madre no sé de dónde saca la adrenalina. Veía al padre, pobrecito, llorando por las esquinas. Yo no eché ni una lágrima. No podía. Tenía que salvar la vida de mi hijo. Fui al Ramón y Cajal y pedí la biopsia. Me decían que no se podía. ¡Me la dan! Me la llevé en el bolso, con una nota del médico porque pensé, a ver si se creen que es un arma biológica. Y allí estuvimos siete meses los dos solitos. El padre vino algunas veces porque estaba trabajando. Si no, él y yo. Éramos como un espejo que nos íbamos dando fuerza el uno al otro”. A los dos meses le hicieron los TAC, la resonancia y les dijeron que el tumor se había reducido un 90%. “Y ahí me puse a llorar. Entonces mi hijo me dijo: ‘Oye, mamá, no dramatices’. Cuando volvimos a España aún le quedaban cuatro meses de quimio. En febrero de 2019 hicimos todas las pruebas y limpio”. Silencio. “Ahí es cuando conocí la verdadera felicidad. Le salió pelo, venga a dejarse barba. Estaba orgulloso. Yo fui tan feliz. Joé, madre mía, qué felicidad. Fueron los ocho meses más felices de mi vida”. Da una calada a su cigarro. “Entonces cada tres meses le hacían pruebas. La ITV, lo llamaba él. Y desgraciad­amente en septiembre descubrier­on que el cáncer había vuelto”.

desde que Aless falleció Ana es incapaz de conjugar el verbo “morir”. “Cuando se fue”, “Desde que se marchó”, “Ahora que se ha ido”. Tampoco puede mirar la foto tamaño cuadro que cuelga de la pared del salón, nada más entrar en su casa, y en la que aparecen Aless y su perra Luna. “Se fue solo dos días después que él. Ya era muy viejita. Mi niño la adoraba, crecieron juntos”. Tampoco puede escuchar audios de su hijo: “El padre se pasa el día. Hace poco me mandó un vídeo y tuve que quitarle el sonido corriendo”. Ni quiere guardar el abrigo que Aless dejó sobre el respaldo del sofá el día que lo ingresaron en el hospital. “Tal cual lo dejó, ahí está. No lo voy a mover nunca”. Era el 6 de febrero de 2020. “No volvió a salir”. Tampoco ha deshecho la maleta que se llevó a Barcelona, la ciudad del último hospital donde estuvo ingresado: “Hasta le había comprado unos calzoncill­os y ahí están en la maleta. Todo está igual desde el 6 de febrero”. Silencio. “Todas las noches y todas las mañanas entro en su cuarto: ‘Buenos días, buenas noches”. Mientras el mundo colapsaba ante el COVID-19, la vida de Ana sufría su propio derrumbe. “Yo de la pandemia no me he enterado. Ahora la gente tiene miedo a la vacuna. Y yo pienso: ‘¡Madre mía!’. Que les digan a los enfermos de cáncer el veneno que les están metiendo en el cuerpo, que ni te lees los efectos secundario­s. La muerte es lo de menos”.

cuando Aless se marchó Ana se quedó muda. “No podía hablar. Ni con mis íntimos amigos. Me comunicaba por WhatsApp. Durante los primeros tres días solo quería irme. Pero qué difícil es. Yo pensaba: ‘A ver, cómo lo hago’.

Menos mal que he tenido a mis hermanas muy encima”.

Ana solo podía hablar con ellas, Celia y Amalia. Con ellas merienda algunas tardes, con ellas visita a sus padres, con ellas pasó un mes en una casa rural porque necesitaba —y necesita— estar en contacto con la naturaleza. “Toda la energía se coge del sol, de la tierra, te abrazas a un árbol… Cuando me dijiste que la sesión de fotos era al aire libre, pensé: ‘Genial”. Ana y sus cuatro hermanos —Juan Antonio, Celia, Amalia y Javier— están muy unidos y viven en cinco chalets adosados contiguos, que su padre, Antonio García Fernández, les regaló después de que en 1969 comprara las 700 hectáreas del antiguo coto de caza del rey Carlos III y sobre ellas levantara La Moraleja, una de las urbanizaci­ones más exclusivas de Madrid. Antonio, de 95 años, y su mujer, Ana María, de 88, optaron sin embargo por vivir en el centro, donde aún residen y donde Ana come con ellos casi a diario. “Teniendo en cuenta su edad, están fenomenal, aunque a veces se les va… Con lo de mi niño se enteraron en el momento, pero no sé… De repente se les ha olvidado. Gracias a Dios. Creo que es un mecanismo de defensa. El otro día le dije: ‘Mami, que voy a comer’ y me contestó: ‘Tráete a Aless que hace mucho que no le veo”. Además de sus hermanas, si hay alguien que

“ME PONGO SERIES para anestesiar el cerebro. Las he visto todas. ¿No ves que no duermo? Me gustó mucho ‘Gambito de dama”

comprende plenamente a Ana es Alessandro Lequio: “A él no le tengo que explicar mi dolor. Viene todas las semanas y le preparo el plato favorito de Aless: albóndigas con tomate y arroz. El otro día se comió 24. ¡24! Le dije: ‘Te vas a poner malo”. Más allá de esos momentos, de las comidas con sus padres, de las horas con sus hermanas y de alguna visita de su mejor amigo Ra [el relaciones públicas Raúl Castillo], Ana pasa mucho tiempo sola, recluida en su casa y su soledad. “No me quiero distraer con falsedades. Quiero vivir mi duelo dignamente y como se merece”.

—¿Ha pensado en pedir ayuda?

—No, no. Ni psicólogo, ni pastillas, ni nada. El ejemplo de luchar por uno mismo me lo ha dado mi hijo.

—¿Por qué no se quiere medicar?

—Porque tengo que hacerlo sola y poco a poco sé que lo voy a conseguir. Es como cuando voy a casa de mis padres, bebo un poquito de vino en la comida y veo que estoy un poco mejor. Estoy en un momento muy vulnerable. Si yo empezara ahora con el vino o las pastillas, no me los quitaba nunca. —¿Consigue descansar?

—No duermo, porque ya me acostumbré. En el hospital dormía una media de dos horas. Según una amiga que es doctora, que es lo más cerca a un doctor que voy a estar porque no pienso ver a un médico más en toda mi vida… Ya lo he dicho: si yo me cojo el COVID en casa, me muero, porque yo no voy a un hospital. No puedo. Bueno, pues según esta amiga mía doctora, sigo en estado de alerta. Yo he vivido dos años en alerta constante.

—No ha conseguido bajar la guardia.

—No. Porque mi dolor es su dolor, porque él quería vivir. Amaba la vida. No voy de víctima “ay, pobrecita”, no. Me duele su dolor de no estar aquí. La persona más vitalista que he visto nunca.

—Usted también es muy vitalista.

—Me morí el día que se fue mi hijo. Me morí. Sé que voy a renacer, pero estoy muerta. Aunque por otro lado, fíjate, me siento muy libre porque ahora no tengo miedo a nada.

sus días consisten en meditar, leer, ver series e ir al cementerio de La Paz, en Alcobendas, a ver a Aless. “Él no quería que lo incinerara­n y yo lo prefiero, así que he cogido una tumba a su lado. Sé que no está, que es su cuerpo, pero me relaja muchísimo estar ahí. Cojo un tapete, me siento sobre la lápida y me pongo a meditar. Se pasan las horas. El otro día casi me cierran”. Tiene cuatro prendas negras con las que se viste a diario tiradas sobre una silla. “No entro en mi clóset desde hace 11 meses. Hay días que no tengo fuerzas ni para ducharme. Hasta que di las campanadas vivía como flotando en la nada”. Se lo sugirió su amiga y representa­nte Susana Uribarri, que tardó varios meses en convencerl­a. “Me lo propuso a finales de agosto y pensé que sería imposible. A mediados de noviembre dije que sí. Encontré que había una forma de transforma­r mi dolor apoyando desde la Puerta del Sol a miles de corazones rotos por la pérdida de sus seres queridos no solo en esta pandemia, sino también por el maldito cáncer. Sabía que mi hijo me iba a mandar las fuerzas necesarias para transmitir un mensaje de esperanza a toda España. Y así lo hice. Cuando llegué a casa, me derrumbé”.

recibe ofertas de trabajo y le han propuesto hacer una serie, pero no se puede compromete­r. “No he parado de trabajar, y ahora me arrepiento muchísimo de no haber estado más tiempo con mi hijo. En los últimos días estaba escribiend­o un post que no terminó y que yo publiqué. Decía que lo más importante era estar con la gente que quieres. Es lo único que importa a las personas que saben que se van a ir. Yo no me voy a llevar las películas, ni las series, ni las portadas. Te llevas el tiempo y el amor que has dedicado a las personas que quieres”.

Cuando Aless falleció Ana recibió un aluvión de llamadas, mensajes y telegramas de condolenci­a. “Uf, no te imaginas”, musita. “El padre estaba más seguro de todo. Yo no. Tuve 48 horas para hacerme a la idea. Me había ido al apartament­o a duchar y me quería echar una hora, pero le acababan de hacer un TAC y Alessandro me llamó: ‘Ana, ven. Ya no hay tiempo’. [Con un hilo de voz]. Estuvimos 48 horas cogiéndole los dos de la mano… Y así se fue. [Silencio]. Me quedé abrazada a él bastantes horas. Luego se lo llevaron. Entonces empezó a sonar el teléfono de Alessandro y en una de esas me pasó a la reina Sofía. Cariñosísi­ma. Me dijo mi hermana que hablé como 10 minutos con ella, pero yo no me acuerdo de nada. Antes había llamado el rey [Juan Carlos, pariente del conde Lequio]. Cariñosísi­mo también. Se lo agradeceré toda la vida”.

No fueron las únicas personalid­ades que quisieron arropar a Ana. “Tita Cervera, Esther Koplowitz, Eugenia [Martínez de Irujo], los reyes Felipe y Letizia… y Miguel [Bosé], por supuesto, el primero. Él lo pasó muy mal con Bimba. Muy mal. [Silencio] Y muchos políticos, muchos. Menos Pedro Sánchez

“A ALESSANDRO no le tengo que explicar mi dolor. Viene todas las semanas y le preparo el plato favorito de Aless: albóndigas con tomate y arroz”

SIN MIEDO Vestido de Boss, sombrero Malaee de Mimoki, pendientes y anillo New Bern de oro blanco con diamantes y perla australian­a de Suárez.

cy Pablo Iglesias. Me emocionó la presidenta del Congreso, Meritxell Batet, que me envió un telegrama muy bonito. Tengo una bandeja en la cocina llena de telegramas de muchísima gente que no sé ni dónde contestarl­es. Y si me voy a mi WhatsApp… Mira [me lo enseña]: 207 mensajes sin abrir”. ae la tarde y Ana se enciende otro cigarrillo. Le da una calada. “Sé que algún día las heridas cicatrizar­án, pero por ahora mi corazón sigue sangrando lágrimas. Madre mía. No sabía la cantidad de formas que hay de llorar. Hay llantos de tristeza, de pataleta, como cuando eras una niña. Otros que son secos, sin lágrimas, te ahogas. Lloras con los ojos, el estómago, el corazón… Lloras con todo tu cuerpo. Y ahí está la sanación. No se puede ni se debe evitar. Yo aconsejo a todas las personas que hayan perdido un ser querido que vivan el duelo en profundida­d porque si no luego vienen las enfermedad­es psicológic­as, las depresione­s y todo”. Cuando no llora, Ana se pone a ver series para “anestesiar el cerebro”. “Las he visto todas. Todas. Dime una. Netflix, HBO, Amazon Prime, Movistar+. ¿No ves que no duermo? Me gustó mucho Gambito de dama. Maravillos­a. Pero, fíjate, lo único que no me apetece es ver series muy bonitas”.

Lo que más le calma y hace con ganas es poner en marcha la Fundación Aless Lequio para la investigac­ión del cáncer. “Es lo que quería hacer mi hijo. Pero es complicadí­simo”, se lamenta. “Yo pensé que crear una fundación para ayudar a los demás era fácil. Qué va. El registro, los abogados, redactar los estatutos… Y pagar 30.000 euros. Luego hay que esperar no sé cuántos meses a que te lo aprueben… Y ahora todo me cuesta”. Quiere poner en marcha el proyecto IMPERAS, para investigar un tipo de cáncer raro como el que padeció su hijo y que requiere un desembolso de 300.000 euros: “Es un cáncer que afecta a niños y gente joven y sobre el que no hay prácticame­nte investigac­ión”. Un proyecto formado por más de 100 médicos entre oncólogos, anatomopat­ólogos y otros especialis­tas. “Diagnostic­ar bien es muy importante”, asegura. En cuanto la fundación esté aprobada, la activará y el

50% del dinero de todos los trabajos que realice irán destinados a ella: “De aquí hasta que me muera”.

Más allá de la fundación, la meditación y las lecturas sobre la muerte se han convertido, por ahora, en su tabla de salvación. “Meditar es llegar a tu verdadera esencia, a tu alma, a esa alma que es eterna”, asegura mientras observo sobre la mesa de centro varias pilas de libros coronadas por El viaje de las almas y El libro tibetano de la vida y la muerte. “En Occidente la palabra muerte es tabú. ¿Cómo es posible? Cuando sales de casa tienes un destino: vas al súper, a comer, viajas a algún lado. Estamos millones de seres humanos en un tren en el que todos moriremos y nadie se interroga: ‘¿Dónde vamos? ¿Qué pasa después de la muerte?”. Es la pregunta que lleva 11 meses taladrándo­le la cabeza y para la que lleva el mismo tiempo buscando desesperad­amente una explicació­n. Entonces arranca un exhaustivo razonamien­to de 40 minutos sobre la muerte, el alma, la conciencia y las energías. Me habla de los egipcios, del budismo, del hinduismo, de la conciencia verdadera, de la ordinaria, de la luz al final del túnel, del ego, de las conexiones neuronales, de los átomos, de los subátomos y de la glándula pineal. Cita a Einstein y a Max Planck, y a varios profesores honoris causa de Cambridge y Harvard. Todo para terminar asegurando que lo que contaban los budistas cuatro siglos antes de Cristo lo explica perfectame­nte la física cuántica en el siglo XX: que somos energía y estamos todos relacionad­os con el universo. “Fíjate qué curioso, eso me dijo mi hijo unas semanas antes de irse: ‘Mami, recuerda que somos energía”. Y mientras la escucho desgranar sus teorías e intento no perderme ante semejante galimatías pienso en lo conmovedor que resulta ver a esta mujer realizando un esfuerzo titánico para intentar explicar lo inexplicab­le.

a“Es que una madre cuando pierde a un hijo quiere saber dónde está”. Aspira una última calada y aplasta la colilla contra el cenicero. “Madre mía, menudo rollo te he soltado”.

na se acomoda en el sofá. Sobre ella, en la pared, cuelga el retrato de una elegante señora. “¿Quién es?”, pregunto entre la curiosidad y la necesidad de intentar que cambie de tema y se distraiga. Llevamos más de dos horas hablando de Aless y resulta casi imposible desviar la conversaci­ón hacia otro lado. “La infanta Beatriz, hija mayor de Alfonso XIII y tía del rey Juan Carlos. Era la abuela de Alessandro y bisabuela de Aless. Adoraba a Aless”. “¿Lo conoció?”, comento sorprendid­a. “De pequeño. Le hizo una mantita de croché. Aún la guardo”. Y con la voz más ligera recuerda: “Una de las veces que vino a visitarnos a Madrid fuimos a hacer una visita al Palacio Real, su “casa” hasta que se declaró la Segunda República y la familia real tuvo que huir de España. Íbamos por los pasillos y decía: ‘¡Mira, la habitación de papá!’. Vivió allí hasta los 22 años”. Cuando se casó, se instaló en el Palacio de Torlonia de Roma

“JEFF [EPSTEIN] y yo éramos íntimos. En Nueva York me llevaba para acá, para allá. […] Cuando vi las noticias, no me lo podía creer”

y murió en 2002 a los 93 años. Pocos años antes un incendio destruyó su palacio romano y con el fuego ardieron fotos, cuadros, la plata, las telas, las alfombras… Todo. “Era de una sencillez abrumadora. Alessandro la llamó y ella se limitó a decir: ‘Al menos he cogido mi cepillo de dientes”. La noto animada y decido sacar sus memorias de mi bolso para preguntarl­e sobre un personaje cuya foto aparece entre sus páginas —un joven apuesto de cejas pobladas y mentón prominente— y que ella menciona en el libro como Jeff, a secas. “Jeff se convirtió en mi ángel de la guarda en Nueva York”; “Adiós a Jeff, el hombre perfecto del que nunca me enamoré”. —¿De qué conocía a Jeffrey Epstein? —[Alucinada] ¡Madre mía! Hablar de este ahora. ¿A ver? [Me pide el libro para observar con detenimien­to las fotos que le menciono]. Era mi mejor amigo en Nueva York. Qué fuerte. ¿Cómo lo has sabido? Hace un par de años me llamó mi representa­nte para contarme que había una periodista de The Wall Street Journal que quería hablar conmigo porque estaban preparando un documental sobre Epstein. Yo dije que no quería hablar de nada. Pensé: ‘A ver si ahora me vienen a matar a mí”.

[Sigue mirando otras fotos del libro]. “¡Mira, aquí estoy con Fernando Morán! ¡Y aquí con Joey Travolta! Su hermano John vino a vernos y nos llevó a dar una vuelta en su avión privado… ¡Madre mía!, esto es de otra vida…”.

De repente Ana vuelve a ser la Ana de la tele. Divertida, risueña, locuaz. La misma que apareció en la sesión de fotos —en la que pidió vestir de negro o blanco, el color del luto en el budismo, y los dos únicos tonos que lleva desde que falleció su hijo—, hablando con todos y bromeando sobre las boñigas de vaca que había esparcidas por el campo y que no quería pisar cuando la hacíamos correr con los globos mirando a cámara: “Estuve muy a gusto. Les dije a mis hermanas que ha sido el único día que no he llorado”. Y retoma su relato. “Jeff era maravillos­o. Era un genio. Con 28 años ya era supermillo­nario. No sabes cómo se portó conmigo. Me llamaba a las 6:30 de la mañana todos los días para desayunar, porque ahí abre todo prontísimo. Y allá que iba. Éramos íntimos. Me ayudaba en todo. Íbamos para acá, para allá. Luego yo cogía el Metro para ir al Actors Studio y él me mandaba la limusina. A mí me daba vergüenza que me vieran mis compis y me bajaba una manzana antes. Y… Joder, ¿pero cómo te has dado cuenta?

—¿Cómo lo conoció?

—En una fiesta. Me lo presentaro­n y conectamos enseguida. Vinieron mis hermanas a verme y todo el día con ellas por Nueva York. Tocaba el piano de cine. ¡Si vino a verme a Madrid y le presenté a mis padres! ¡Varias veces! En Nueva York siempre íbamos un grupo de cuatro: Jeff, Ludovico, que murió de sida, Anna Chu, que era sobrina de Marlon Brando, y yo. Y luego mira cómo es la vida. Estoy un día en Miami, cuando viví allí, por 2014, y empiezo a ver una serie de un tío que se lleva a chicas jóvenes a su casa y le dan masajes y se acuesta con ellas. Y pienso: ‘Mira qué guarro’. Y de repente veo: Jeffrey Epstein. Digo: ‘¡No me lo puedo creer!’. Llamo a mi hermana: ‘Amalia, no te lo vas a creer’. Casi me muero. ¡Había estado en la cárcel! ¡Mira, mira! Y a los pocos días voy a hacerme unas fotos para la revista People o no sé para qué, y me ponen una estilista… ¡Era Anna Chu! ¿Tú te lo crees? Le digo: ‘Anna, ¿te has enterado de lo de Jeff? ¿Será verdad?’. Decidimos localizarl­o y Anna lo consiguió. Estuve a punto de ir a su casa, pero en el último momento me rajé. Joé, me he muerto con este cambio de tercio. Pero me ha venido bien porque se me ha ido la cabeza a otro lado”.

Seguimos hablando un rato sobre Nueva York, Miami y otras grandes historias que aparecen en sus memorias, como cuando se hizo amiga de Dodi Al-Fayed después de que su madre, Samira Khashoggi —hermana del millonario saudí Adnan Khashoggi—, y su nuevo esposo, el comerciant­e de armas Abdul El Assir, compraran la casa familiar que los García Obregón vendían en La Florida; o el día que su íntima amiga, Merry Martínez-Bordiú, novia de su hermano Javier y nieta de Francisco Franco, la llevara al palacio de El Pardo a conocer a su abuelo: “Estaba bebiendo una Fanta de limón. Me daba mucho miedo”.

Se ha hecho de noche y Ana recuerda que tiene una meditación con un maestro desde la India a través del móvil. “Es la mejor hora para conectar”, me explica. Ante mi pregunta, “¿Conectar?”, contesta: “Con mi niño. Sé que me va a llevar tiempo, pero no me importa. Es cuestión de aprendizaj­e. Algún día lo conseguiré”. Mientras me acompaña hasta la puerta, evita mirar la foto de su hijo en la pared y salimos a la noche. “A estas horas me doy muchos paseos, me abrazo a los árboles, observo la luna…”. Envuelta en la oscuridad y el silencio, Ana se queda un rato absorta en sus pensamient­os. Cuando llega el taxi toma de repente conciencia y antes de despedirse suelta: “Madre mía, que te he contado lo de la física cuántica”. VIVIR, A PESAR DE TODO

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Ana Obregón viste camisa de Boss, falda de Prada, pendientes de oro rosa con turmalinas, aguamarina­s, amatistas y berilos de Rabat y anillo Serpenti de oro rosa con ojos de amatista de Bulgari.
TIEMPO AL TIEMPO Ana Obregón viste camisa de Boss, falda de Prada, pendientes de oro rosa con turmalinas, aguamarina­s, amatistas y berilos de Rabat y anillo Serpenti de oro rosa con ojos de amatista de Bulgari.
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AL AIRE LIBRE Vestido de la línea Redondo Studio de Redondo Brand; anillo Serpenti de oro rosa con ojos de amatista y pendientes Fiorever de oro blanco con pavé de diamantes, todo de Bulgari.
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Ana y su hijo Aless, en Madrid en diciembre de 2013.
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