CARTA DEL DIRECTOR
Hace ahora un año conversé mucho por Zoom con el ilustrador italiano Emiliano Ponzi para alumbrar la portada de aquel mayo. Recuerdo con especial nitidez un sábado del confinamiento estricto en el que cuatro personas de nuestro equipo mantuvimos una charla de varias horas con él para encontrar la textura justa de la emoción de la primera portada ilustrada de Vanity Fair España. Queríamos plasmar el concepto de “abrazar la ausencia”. Tanto la de quienes se habían ido, víctimas del virus, como la de nuestros familiares y amigos no convivientes. Tan lejos y tan cerca, decíamos. Parecía como si nuestro esfuerzo de contención, única barrera efectiva contra la enfermedad, fuera a alcanzar la recompensa que nos haría despertar curados. Por desgracia, descubrimos que una pandemia mundial no entiende de justicia ni de karma. Trabajamos muchos enfoques con Emiliano. Queríamos mostrar a los héroes de la crisis: a los médicos, a los científicos y también a los trabajadores de primera línea de necesidad. Finalmente optamos por una mujer deseando amar, principal motor de la existencia. Esa figura de rasgos vagos era toda la humanidad.
Han pasado 12 meses y ya no somos los mismos. Imposible, porque nuestras magulladuras tienen memoria. ¿Que qué estaba haciendo cuando murió Lady Di? Viendo la televisión en casa de mis abuelos, en Calatayud. ¿Y mientras caían las Torres Gemelas? Atender a Matías Prats mientras comía y preparaba los exámenes de aquel septiembre. ¿Qué hice cuando tuvimos que vivir dos meses de puertas adentro? Malabarismos periodísticos mientras intentaba que mi hijo de dos años no viera la tele 14 horas al día… y hablar con Emiliano en los ratitos en que mis tareas de custodio me lo permitían. En una ocasión, distraído entre correcciones de páginas y reuniones de Zoom, escribí un aforismo en la parte superior de la página que tenía abierta en la agenda: “Algunos de los días que digo que estoy levantando el país solo tengo fuerzas para sostenerlo”. Mártir y con punch: como cuando el Grinch se plantó en las rebajas de Mr. Wonderful.
En mayor o menor medida, independientemente del punto de partida, todos hemos sufrido una cura de humildad impresionante, inédita en otras épocas con la excepción, quizá, de las guerras, pero somos increíblemente fuertes y resistentes. Salimos adelante incluso desafiando a la ley de la vida, que es que nuestros hijos nos sobrevivan. El 13 de mayo de 2020 murió Aless Lequio —hijo de Ana Obregón y Alessandro Lequio— después de luchar durante dos años contra un cáncer. Tenía tan solo 27 años y su muerte no fue más ni menos importante que la del resto de españoles que nos llevan abandonando desde hace 14 meses, pero la gran exposición mediática de su madre hizo que se convirtiera en un símbolo de todas nuestras pérdidas durante las pasadas campanadas de Nochevieja. Cuando 2020 pasó el testigo al año más esperado de la historia, Obregón pidió un aplauso “tan fuerte que les llegue hasta el cielo”. Emotivo, ajustado, irreprochable.
Así, una de las presencias televisivas perennes y más icónicas de nuestro país se mimetizó con aquella mujer retratada por Ponzi abrazando la ausencia. En la distancia corta Ana es cariñosa, atenta y bromista. Y está noqueada como todo aquel que no entiende los embates de la vida y su arbitraria ausencia de lógica. Aun así, pelea: “Me morí el día que se fue mi hijo. Pero sé que voy a renacer”. Y le creo, porque si hay una cosa más fuerte que la ley de la vida es nuestro instinto de supervivencia. Escribió Cortázar que probablemente, “de todos nuestros sentimientos, el único que no es verdaderamente nuestro es la esperanza. La esperanza le pertenece a la vida, es la vida misma defendiéndose”. En Ana hemos encontrado una madrina de esta filosofía.
Pasados unos meses de mis charlas con Ponzi me vi garabateando otro aforismo en aquella libreta. Y esta vez fue uno que quise recuperar para decírmelo de vez en cuando. Tanto, que dieron ganas de dedicarle un número completo: “Siempre hay esperanza. Si no, no me haría el café”.