Vanity Fair (Spain)

MUCHAS GRACIAS!

- POR JA VI ER AZNAR Javier Aznar recuerda que su profesora de preescolar colgaba los mejores dibujos en el corcho de la clase. Todos menos el suyo.

Si hace falta amaestrar a una paloma mensajera o encargar un lote de papelería fina para deslumbrar con las notas de agradecimi­ento, así lo haré. Lo que sea con tal de conseguir mi hueco en ese maldito mural de reconocimi­entos.

Hace unos días estaba dando una vuelta por la feria de arte Estampa con mi amigo Diego hablando de cosas intrascend­entes entre cuadros bonitos. Podría parecer el comienzo de una peli de Woody Allen, salvo por el hecho de que estábamos en IFEMA, que tiene el mismo encanto y calidez que un matadero. Cuando estábamos haciendo un parón para tomar un café y un refresco, se acercó con cierta timidez una chica que nos dijo que trabajaba en una casa de perfumes. Y le comentó a Diego: “Muchas gracias por ser tan educado”. Al parecer a mi amigo le habían enviado una colonia y él había contestado al equipo de comunicaci­ón con una nota de agradecimi­ento. Escrita a mano. Desde París. Hay gente por ahí que da muchísimo asco con sus buenos modales. “Estas cosas no se ven tan a menudo y la verdad es que se agradecen mucho. La tenemos colgada en un corcho de la ilusión que nos hizo”, nos dijo antes de despedirse.

Por supuesto, yo también había recibido esa misma colonia y no había hecho ni el mínimo ademán, no ya en tomarme la molestia de enviar una nota manuscrita desde París, sino ni siquiera de mandar un mail con acuse de recibo. Me sentí sucio. Pero me callé como la rata miserable que soy y seguí dando pequeños sorbos a mi Coca-Cola Zero con la misma imperturba­bilidad con la que un asesino en serie pasa sin pestañear la prueba del polígrafo.

Lo cierto es que fue tan auténtica esa espontánea muestra de agradecimi­ento por algo tan simple como una nota de papel, que me quedé pensando toda la tarde en el asunto, y no sin cierta culpabilid­ad. Y hasta tuve una regresión a mi época infantil, cuando mi profesora de preescolar colgaba los mejores dibujos en el corcho. Todos menos el mío. Quería ese reconocimi­ento. Quería mi hueco en aquel maldito corcho.

Así que lo primero que hice al llegar a casa fue encargar un lote de 500 notas a una papelería en Londres llamada Smythson, ante cuyo escaparate siempre me quedo embobado como Audrey Hepburn con su croissant. Milena Busquets también compra bolis y agendas ahí. Y si Milena se tira por la ventana, yo voy detrás, porque seguro que elige una ventana elegante por la que tirarse. También encargué sobres y todo tipo de artilugios tan absurdos como innecesari­os (malditos y sensuales minibolígr­afos). Porque esas papelerías crean necesidade­s en ti que no sabías que tenías. Consiguen que hasta unos clips sean apetecible­s.

De este modo pedí unos tarjetones con mi nombre escrito en ellos. Con papel del bueno.

Grueso y rugoso. Mullidito. Que no se respire miseria. Quiero que al recibir mi nota reaccionen con una especie de ataque Stendhal, como le ocurría a Patrick Bateman en American Psycho con la tarjeta de un rival. Y si hace falta amaestrar a una paloma de las de mi balcón y entrenarla hasta convertirl­a en mi mensajera, así lo haré. Lo que sea con tal de conseguir mi hueco en ese maldito corcho.

La cuestión es que no sé muy bien qué debí tocar exactament­e, pero sospecho que dupliqué mi pedido en el carrito. Porque ahora tengo 1.000 notas de agradecimi­ento. Creo que es imposible que en toda mi vida pueda llegar a agotarlas. No me pasan tantas cosas buenas.

Así que ahora mando notas de agradecimi­ento a todo el mundo. Voy a empezar a contestar mensajes de WhatsApp de amigos con un emoji escrito en un tarjetón para dar salida a este excedente. Ya mando notas a gente a la que realmente no estoy agradecido para nada. Incluso que me cae mal. Va a llegar un momento en el que van a resultar hasta sospechosa­s y me van a detener por dumping. Y no está la cosa últimament­e para hacer el tonto con Correos.

Mientras escribo estas líneas, leo que Zara ha anunciado el lanzamient­o de su propia línea de papelería, “Stationery”, con sus libretas y tarjetas personaliz­adas. Me gusta cuando

Amancio Ortega y yo sentimos las mismas necesidade­s. Igual debería de mandarle una nota de agradecimi­ento. Me pregunto si tendrá corcho.

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