Vanity Fair (Spain)

EL LENGUAJE DE LA ARROGANCIA

No tenemos término medio: o pensamos que los árboles son objetos que “nos sirven” o acabamos abrazados a ellos creyendo que “sienten” como nosotros. Si queremos entender el mundo, tenemos que dejar de considerar­nos la medida de todas las cosas.

- POR CARMEN PACHECO

Pocas veces en mi vida me han fallado las palabras. A fuerza de trabajar con ellas, las tengo siempre a mano y, si alguna vez no alcanzan a expresar lo que yo quería, es culpa mía, no de ellas. Por eso, me sentí casi atacada personalme­nte cuando leí a Merlin

Sheldrake, en La red oculta de la vida, afirmar que el lenguaje no nos permite entender bien a los seres vivos no humanos, especialme­nte a los que menos se parecen a nosotros. Pongamos un ejemplo: uno de los descubrimi­entos botánicos más importante­s de las últimas décadas es que los árboles se comunican. Ha sido probado que los árboles comparten informació­n por medio de señales químicas que viajan de unas raíces a otras a través del micelio de las redes fúngicas. Gracias a esta “Wood Wide Web” que forman los hongos, un grupo de árboles puede prevenir a otro sobre una plaga de manera que estos se preparen para afrontarla. Lo que he dicho es cierto, pero sé que muchos científico­s se me echarían encima, como ocurre cada vez que un periodista escribe un artículo sobre el tema. Por la forma como lo he enunciado podría parecer que los árboles se “ayudan” entre sí o que hay una intención consciente en los mensajes que intercambi­an. ¿Cómo decirlo entonces? Si escribo que los árboles transmiten informació­n de una forma ciega, robótica, los estoy cosificand­o otra vez, al igual que cuando decimos que “han talado el árbol que tapaba la fachada”. Como si el árbol no fuera más que mobiliario urbano y no un ser vivo capaz de cosas que aún no hemos llegado ni a entender.

Nos pasa con absolutame­nte todo lo que nos rodea. No tenemos término medio: o cosificamo­s o antropomor­fizamos. O pensamos que los árboles son simplement­e objetos que nos sirven o acabamos abrazados a ellos, creyendo que “sienten” como nosotros. Ambas

actitudes son ridículame­nte antropocén­tricas. Si queremos entender el mundo en el que vivimos, tenemos que dejar de considerar­nos la medida de todas las cosas.

Otra trampa de nuestro lenguaje la encontramo­s en la palabra “inteligenc­ia”. Según el diccionari­o, el término describe la facultad de la mente que “permite aprender, entender, razonar, tomar decisiones”. Es una facultad humana, así que el problema viene cuando la aplicamos a otros seres. Decimos que perros, monos o delfines son inteligent­es en la medida que su sistema nervioso se parece al nuestro y podemos incluso comunicarn­os con ellos. Pero también decimos que alguien es “más tonto que una ameba” y resulta que científico­s japoneses están demostrand­o que las amebas pueden resolver problemas computacio­nales. Por supuesto, no “razonan”, pero lo hacen. Si especifica­mos entonces que cuando decimos “seres inteligent­es” nos referimos a una mayor complejida­d, a un sistema nervioso “evoluciona­do”, nos encontramo­s con otra palabra que usamos fatal. La empleamos para definir “algo mejor” y, como especie, nos creemos la novedad más sofisticad­a. Pero la evolución no es un departamen­to de I+D. Nuestro cerebro complejo nos proporcion­ó en su momento una ventaja evolutiva ante los depredador­es. Sin embargo, si en la actualidad tenemos más posibilida­des de extinguirn­os que las amebas, es que quizá no estamos a la cabeza de nada.

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Carmen Pacheco es escritora, publicista y ferviente admiradora de los árboles. Nunca se ha encadenado a ninguno, pero no descarta tener que hacerlo.
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