Vanity Fair (Spain)

POSTALES Y RAQUEROS

- POR J AV I E R AZNAR

Este año me convertí en uno de esos señores que madrugan para caminar por la playa. Un particular ritual en el que disfruté de las tradiciona­les esculturas que homenajean a esos rapazuelos, escurridiz­os y vivarachos, que han protagoniz­ado tantas historias.

Este pasado verano me aficioné a levantarme temprano y a dar largos paseos por la playa. Supongo que es la edad. Pronto empezaré a construir maquetas de trenes, a ver reposicion­es de programas antiguos de Cifras y Letras y a mirar obras por la calle con los brazos entrelazad­os por detrás. Todavía no soy una de esas personas que te sueltan en una cena que ahora lo que les gusta es aprovechar las mañanas, pero poco me falta para convertirm­e en uno de esos deplorable­s seres.

Cada día era el mismo ritual: me ponía algún polo muy gastado, escogía un podcast que me hiciera buena compañía y me iba mojando los tobillos por la orilla. Luego iba repitiendo a quien quisiera escucharme afirmacion­es muy solemnes tipo “Es que el agua salada es buena para todo”. De vez en cuando, durante esos paseos, dejaba alguna nota de voz a algún amigo, y con el ruido del viento, el mar y mi respiració­n entrecorta­da debían de pensar que estaba haciendo kitesurf, cuando realmente un octogenari­o con los pantalones remangados me acababa de adelantar por la derecha.

Mis paseos empezaban siempre y sin excepción por el muelle de Santander, pasando cada mañana delante de las estatuas de los raqueros, obra del escultor Cobo

Calderón. Los raqueros eran niños de la calle Alta, hijos de nadie, abandonado­s a su suerte, que se buscaban la vida como podían. Muchos tenían nombres y motes extraños, como Cafetera o Muergo (“En aquellos barrios todos son paganos, a juzgar por los santos de sus nombres”), y yo siempre me acordaba de los niños perdidos de Hook cuando me contaban sus historias de pequeño. Eran rapazuelos, escurridiz­os y vivarachos. Se lanzaban al agua en piruetas imposibles por un par de monedas y no dudaban en apropiarse de cuanto no tuviera dueño conocido, como escobones de barrendero. Se ha escrito mucho y muy bien sobre ellos, convirtién­dose en protagonis­tas de grandes libros e historias.

En alguna ocasión, durante mis cada vez más largas caminatas introspect­ivas, ya fuera a la ida o a la vuelta, me topaba con turistas haciéndose fotos con las estatuas de los raqueros. Muchas veces eran fotos obscenas: tocando el trasero a una de las estatuas, poniéndole­s cuernos, haciendo gestos a sus espaldas. Molestándo­les, en definitiva. Que el trasero de uno de los raqueros sea la parte más desgastada de la escultura supongo que no será fruto de la casualidad. Y me da igual que en algunos países, o en otra época, tocar ciertas partes impúdicas de las estatuas trajera buen augurio. Esto es Santander, aquí la suerte se la labra uno sin molestar a nadie.

Siempre me he considerad­o un tipo paciente. No tengo problema en detenerme en mitad de la playa para no essin tropear el posado playero tipo

Ana Obregón de una pareja que ha decidido parar todo el tráfico a su alrededor como si fueran Wes Anderson rodando en Chinchón. Sonrío cuando un desconocid­o me presta su móvil para hacerle una foto, y hasta hago varias, esforzándo­me por sacar lo mejor de él. Ya ni me molesta que no se pueda contemplar la puerta de Alcalá un turista debajo sacándose fotos y haciendo el panoli. Lo tengo asumido. Pero, parafrasea­ndo a Manuel Vicent, no pongáis vuestra sucias manos sobre los raqueros.

Recordaba hace poco las normas que una vez escribió Arcadi Espada a la hora de redactar un obituario sin perder la dignidad por el camino, con esa sorna tan suya: “Y dado que en algún caso, aunque escaso, el muerto se ha levantado y ha leído, escriba usted siempre con las precaucion­es propias del que espera réplica”. Lo mismo se tendría que aplicar a las fotos ante monumentos, cuadros o estatuas: uno siempre debería comportars­e ante ellas pensando que en cualquier momento esa persona podría recobrar vida y dejarla aún más en ridículo.

Javier Aznar se considera un tipo paciente, pero no tolera la costumbre de los turistas de retratrse con las manos sobre los raqueros de Calderón.

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NIÑOS DE MAR Monumento a los raqueros, en el muelle de Santander.
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