Y Paul Auster se quedó vacío.
Fue tras escribir 4 3 2 1, aclamadísima novela de casi 1.000 páginas que lo devolvió a unos índices de popularidad en España semejantes a los de 2006, cuando obtuvo el Premio Príncipe de Asturias de las Letras. Su 15ª obra de ficción superó los 150.000 ejemplares vendidos, cifra que pocos podían pronosticar cuando su icónica Trilogía de Nueva York lo revelara como el profeta de la contingencia, el demiurgo de las casualidades, secreto de culto en los círculos literarios de los ochenta que creció avalado por el cine neoyorquino independiente de los noventa hasta convertirse en marca. Fue un largo camino de más de tres décadas. Y en la última parada, después de triplicar en volumen su siguiente novela más larga, Auster quedó agotado.
Para concretar 4 321 llegó a utilizar cuatro álter ego, cuatro Archie Ferguson distintos con los que repartirse cuánticamente todas las posibles vidas de un muchacho nacido en Nueva Jersey hasta los 20 años de edad. Un juego literario con ecos de Cortázar que se podía abordar desde diferentes prismas con muy distintos resultados.
Todos los Archies eran esencialmente el mismo, pero leves variaciones ambientales los separaban de la senda principal relatando algunos de los hechos esenciales de la vida del escritor (como el rayo que mató en un campamento al amigo que pasó por debajo de una alambrada justo antes que él a los 14 años) así como muchos de los principales acontecimientos políticos y sociales del tercer cuarto del siglo XX. Aquella matrioska fue definida por The New York Times como “un ensamblaje monumental de ficciones competitivas y complementarias”. “Siento que he estado preparándome toda la vida para escribir este libro”, confesó Auster en una entrevista con su amigo el director alemán Wim Wenders. La gestación de su gran novela americana abarcó tres años y medio de confinamiento voluntario antes de que los gobiernos nos impusieran otro más forzoso. Me lo confesaría en la azotea de un hotel del centro de Madrid en septiembre de 2018, cuando el mundo no había sufrido la peor pandemia en un siglo, cuando pocos españoles conocíamos aún a Stephen Crane y cuando Auster creía que quizá no volvería a escribir una novela nunca más.
Su voz suena cansada y amable. También fuerte, como quien la ha cultivado en innumerables lecturas públicas. Me identifico antes de hacerle la primera pregunta y rememoramos cuando hace tres temporadas su hija Sophie, cantante de profesión, escribió una docena de columnas sobre feminismo para Vanity Fair España. Con la identificación concretada no necesitamos el Zoom que le requerí —y que él descartó— porque ya me pone cara. “Recuerdo el sol entrando en la terraza donde charlamos. Fue un tiempo bonito”, me dice desde Nueva York al otro lado del hilo telefónico. Después de aquella ronda promocional que lo tuvo girando por EE UU y lo trajo a Europa, sencillamente no era capaz de escribir una palabra, así que se encerró en casa a ver películas y a escuchar música, pero sobre todo a leer libros “fundamentales” que tenía pendientes desde siempre. Tras repasar Al faro, de Virginia Woolf, y Middlemarch, de George Eliot, pensó en rescatar a Stephen Crane. “Había leído La roja insignia de valor en el instituto [como casi todo el mundo en EE UU, antes era obligatorio en secundaria] y también algunos de sus poemas, pero el resto no lo conocía. Lo primero que cayó en mis manos fue [el relato] El monstruo, que ni siquiera sabía que existía, y lo encontré tan brillante, tan absolutamente extraordinario, que seguí con una antología de 500 páginas, luego otra de 1.400…”. Aquella inmersión fue una búsqueda incesante, casi fetichista, de los retales más recónditos de Crane. Más que procrastinación, parecía la misión de una vida, y así fue como Auster analizó y dio cuenta de cada novela, poema o cuento, de cada pieza periodística y de humor del autor. “Es una obra tan vasta y polifacética que resulta increíble que la firmara alguien que murió a los 28 años. Su producción fue tan excitante que buceé en cada cosa que se había escrito sobre él, entendiendo que además de ser un destacado escritor tuvo una vida destacada”.
Al contrario de lo que pueda sugerir
la reciente publicación de La llama inmortal de Stephen Crane (Seix Barral) [llegó a las librerías el 1 de septiembre], todo este trabajo de investigación tuvo lugar antes de la pandemia, situación que, a pesar de no haberle afectado demasiado en lo personal, capitaliza gran parte de nuestra conversación y le supone verdaderos desvelos, sobre todo por las diferencias socioeconómicas que está subrayando. Su voz se torna grave cuando me explica a finales de agosto que la situación está empeorando en Nueva York porque muchos se resisten a vacunarse. “No es como si tiran químicos al agua del río; ahí tú puedes decidir si beberla. Me contaron una broma hace un par de días que me pareció muy divertida: una persona sensata comparte bote con un libertino que de repente hace un agujero en el suelo. El primero le pregunta: ‘¿Pero qué haces?’. A lo que el libertino responde: ‘Bueno, es mi parte del bote’. Esa actitud que mantiene la mitad de la gente de mi país es muy peligrosa”.
—¿Usted y su mujer [la escritora Siri Hustvedt], se vacunaron pronto?
Sí. Nos pusimos la primera dosis en enero, la segunda en febrero y ahora que están hablando de la tercera, nos la pondremos en cuanto sea posible. Es la única manera de proteger a los que nos rodean. Siri y yo pasamos la enfermedad muy al principio, en marzo de 2020, pero nos recuperamos rápido y estamos bien. Un par de amigos lo pasaron bastante mal, y mi hijo Daniel [fruto de su primer matrimonio con la escritora Lydia Davis] también estuvo grave durante dos semanas y media y aún tiene secuelas. Nadie ha muerto a mi alrededor, pero muchos lo han sufrido.
—Como escritor no debió de resultarle muy extraño recluirse.
—Siri y yo estamos juntos, lo cual es una suerte y un privilegio, y además podemos trabajar muy bien en casa, pero se nos ha roto el corazón viendo a tantos millones de personas sin trabajo y sin dinero que no podían cubrir sus necesidades. Por supuesto que echamos de menos a muchos amigos, pero ni siquiera antes quedábamos con gente todos los días. A medida que podamos hacerlo en condiciones de seguridad volveremos a participar en cenas, pero en nuestro caso particular no supuso una gran tragedia.
Esta nueva obra de Auster no es una novela, pero lo parece. A medio camino entre el estudio académico y la biografía ortodoxa, se nutre de los acontecimientos de la vida del periodista y escritor Stephen Crane, prestando atención a lo artístico de manera cronológica. Es así como el autor establece la tensión necesaria entre disertaciones sobre el estilo y el contexto asociado al mismo. Le vale todo ello además para ponerse de nuevo las calzas de historiador, esta vez incidiendo en el origen mismo del imperio estadounidense. Quizá no es el tipo de libro que los fans estuvieran esperando, pero su voz y punto de vista permanecen inalterables. En Chicos prodigiosos, la novela de Michael Chabon, Grady Tripp era un profesor universitario envuelto en una misión titánica e infinita, casi suicida: un manuscrito enorme y primorosamente escrito
“Siri y yo nos adaptamos bien al con namiento, pero ver a tantos sin trabajo ni dinero nos ha roto el corazón”
pero sin rumbo. En un punto de la narración su pupilo James Leer explica: “Llegó un momento en que el profesor Tripp no buscaba ninguna meta concreta. Simplemente escribía… porque podía”. Algo de eso hay en La llama inmortal de Stephen Crane, la apabullante huida hacia delante de alguien que vivió una pasión y quiso compartirla, aunque se fuera de las manos. “Al principio me planteé escribir un libro pequeño —de 200 páginas máximo— con mi opinión sobre Crane y punto, pero fue creciendo y se convirtió no solo en una biografía y no solo en un estudio de su trabajo, sino en un cruce entre ambos, y lo disfruté mucho. La única conclusión a la que llegué cuando me pregunté por qué lo había empezado es que Stephen Crane era Archie Ferguson 5 [la quinta versión que sumar a los cuatro clones de su novela 4 32 1]. Ambos habían nacido en la misma localidad (también yo) y además Crane era un apasionado jugador de bésibol, como yo de joven. Pero esas dos casualidades biográficas no tenían que ver con mi inclinación por hacer el libro. Todo el mundo conocía La roja insignia del valor [su libro sobre la guerra civil estadounidense considerado referencia absoluta de aquel periodo histórico], pero el resto de su trabajo no era tan popular, y eso que es absolutamente original. Quise explicar que fue uno de los primeros modernistas de nuestro país. Alguien que intentó algo nuevo y abrió las puertas del siglo XX con su arte. Es verdad que yo no había escrito nada parecido antes y no puedo hacer nada si no gusta. También puede que llegue a leerme gente que antes no lo hacía, pero nunca pienso en cómo va a responder el público porque entraría en crisis nerviosa y me paralizaría”.
Diría que este es un trabajo hecho desde el corazón? —Totalmente. Crane fue un personaje complejo en sus comportamientos, alguien lleno de coraje y dignidad… Era un trilero y un mentiroso y no podía dejar de gastar dinero de manera compulsiva. No se sentía vivo a no ser que corriera riesgos, y eso es importante para entender su carácter. Quería vivir cada segundo de su vida. —Como una estrella de rock… —Es posible. Las estrellas de rock a veces son autodestructivas pero no son conscientes de que van a morir. Creo que Crane sí lo sabía y eso le hacía pensar diferente que el resto de gente.
—Usted se opuso abiertamente a Trump y Biden ha sorprendido a muchos proponiendo medidas más sociales que Obama o Clinton, cosa que imagino le agrada. Mientras tenemos esta charla se acaba de ordenar la salida de Afganistán. ¿Cómo valora la decisión?
—Biden nunca me ha gustado especialmente, pero estoy impresionado con su disciplina y con la forma en que se está controlando a sí mismo. Era famoso por tener la boca muy grande, hablar demasiado y decir estupideces, pero no lo ha hecho aún. Además entiende la enormidad del momento histórico. Con respecto a la retirada de las tropas, algo que conviene saber en los conflictos armados es cuándo irse. ¿Cuál era la alternativa, estar allí otros 20 años? ¿Otros 50? Quizá no debimos ir en un primer momento, igual que quizá no debimos ir a Irak, pero la arrogancia estadounidense a veces juega en nuestra contra, como sucedió en Vietnam. Esa arrogancia se basa en una supuesta excepcionalidad según la cual podemos hacer cualquier cosa, que Dios seguirá amándonos. Es la manera como se comportan los imperios y la razón por la que colapsan.
—Cuando cita en un pasaje del libro a Lily Brandon Monroe [primera novia de Stephen Crane] se refiere a ella como “una anciana de 78 años”. Usted tiene 74, ¿se considera anciano también?
—Soy viejo, sí. ¿Qué puedo hacer? No me lo considero porque mi mente es joven todavía, pero me duele el cuerpo de una forma que nunca había dolido. Y no es que esté enfermo, pero muchos de mis amigos murieron antes de los 74.
Entiendo 4 3 2 1 como la novela de la vida de alguien. ¿Tiene planes de escribir algo aún más grande? —No, la otra tan grande como esa es la obra de Crane, ya no pienso hacer nada más de esas dimensiones. Ahora tengo dos proyectos. Para el primero he pasado meses trabajando con el marido de mi hija [Sophie] [el fotógrafo Spencer Ostrander] en unas fotos que hizo durante dos años a edificios en los que ocurrieron tiroteos. No sale gente, solo las fachadas, y estuve estudiando esas arquitecturas para escribir al respecto. En EE UU mueren 74.000 personas al año por armas de fuego, es una epidemia. Son 80 páginas de ensayo y es la cosa más difícil y dolorosa que he hecho en mi vida porque aborda las perspectivas humana e histórica. Por otro lado, en las últimas semanas he empezado a escribir relatos cortos, que es algo que no había hecho antes. Hice un par y sigo con ellos. Algunos serán buenos y otros malos, pero quiero seguir trabajándolos y ver qué pasa. Es como empezar otra vez por el principio de la profesión, ejercitando los músculos de la ficción. Cuando acabe con eso la idea es afrontar otra novela.
—Ha dedicado casi un millar de páginas a un escritor al que solo recordaban por una novela. Por cuál cree que lo recordarán a usted dentro de 50 años.
—Pfff. No sé decirte. Hoy te diría 4321 por ser la más grande y ambiciosa, pero quizá mañana te daría otra respuesta. Son tan diferentes unas de otras que me cuesta elegir.
“En las guerras conviene saber cuándo irse. (…) La arrogancia estadounidense a veces juega en nuestra contra”