EL CUARTO DE VESTIR
El vestidor o clóset no es un fenómeno de masas, sino el reducto de unos cuantos escogidos y fanáticos del vestir. A continuación, la historia de tres propietarios muy sibaritas y algunos consejos para mantener su armario en orden la próxima temporada.
Se le conoce como vestidor, ropero o (adoptando ese gusto por el anglicismo que nos invade) el clóset. Puede ser un armario grande junto al dormitorio o al cuarto de baño o una habitación llena de armarios donde guarda toda la ropa su propietario. Me refiero solo al de hombres, pues del de mujeres y del de la ropa de casa casi hablamos otro día.
Hay que saber que el clóset no es un fenómeno de masas, sino de pocos escogidos y fanáticos del vestir, aunque —¡ojo!— son fanáticos al fin y al cabo. Se trata de ese oscuro objeto de deseo, centinela de íntimas pasiones, que puede llegar a albergar del caos más salvaje al orden más maniático compulsivo, dos o tres patologías que conviene hacerse mirar.
Los invito a entrar en el de tres personajes famosos por su excentricidad y prometo que no quedarán defraudados. Cuentan gentes del sur que muy pocos pisaron el “cuarto de vestir” de la casa de Pepe
Pantera, nombre por el que se conocía a José Domecq de la
Riva en Jerez. Un hombre famoso por su elegancia, sus dotes deportivas, su amor por los caballos,
muy guapo, pero muy golfo, y dicen que amigo del duque de Edimburgo.
Su vestidor era el reducto donde nadie se atrevía a molestarlo y allí se encerraba todas las mañanas, tras levantarse, para leer la prensa, asearse, vestirse sin prisas y tomar, nunca antes de las cinco de la tarde, una taza de té en juego de plata.
El segundo es el vestidor de mi sofisticado vecino inglés que se inundó este invierno. No ha salido en Tatler, pero lo ha asegurado en Lloyds, por si se declara otra Filomena. Es un despliegue ultraordenado por tamaños y tonos de chaqués, fracs, esmóquines, trajes, blazers, chaquetas o levitas, pantalones lisos y en todos los tweeds del mundo y camisas hasta para tomar el aperitivo. Él presume de no tener nada marrón porque “Darling, un gentleman never wears brown”, pero, eso sí, ¡cuenta con una falda! Se trata de un maravilloso kilt con los cuadros que corresponden a su clan escocés.
Pero el premio al sibaritismo es para el barón de Segur, padre del escritor José Luis
de Vilallonga. Según contaba este en sus memorias, llegó a dar cobijo a 400 pares de zapatos de John Lobb (con sus fundas y sus hormas de cedro), de Berluti Paris y de Villarejo (en Madrid), todos hechos a medida. Según su hijo, una vez al mes el barón de Segur se encerraba en su santuario con su criado y juntaba los bumpers, las botas altas de montar de Sampieri y hasta las friulanas venecianas de terciopelo bordadas para lustrarlas hasta las suelas. Dicen que podían tardar un día entero en acabar la tarea.
Sin llegar a esas exageraciones, hay una serie de normas casi militares que hay que ejecutar con mimo de abuela para mantener en forma el vestidor:
1. Vaciar y limpiar a fondo.
2. Donar lo que ya no quede bien.
3. Analizar y valorar el espacio.
4. Ordenar la ropa y dividirla.
5. Decidir qué colgar y qué doblar.
6. Perchas, todas iguales.
7. Zapatos, siempre con sus hormas.
8. No apilar demasiado.
9. Colgar las camisas.
10. Guardar en bolsas y cajas la ropa de otra temporada.
“¿Cuánto tiempo tardas en vestirte, Perico?”, dicen que le preguntó el rey Alfonso XIII a un marqués. Este le respondió: “Yo, majestad, entre tres y tres horas y media”. Triunfante, el monarca añadió: “Pues yo me visto en 10 minutos”. A lo que el marqués repuso fríamente: “Se nota señor, se nota”.