Vanity Fair (Spain)

SUENA RAPHAEL

La primera vez que lo vi en concierto era apenas una chiquilla de ocho años. Desde entonces, sus canciones pasaron a formar parte de la banda sonora de mi vida y a su manera se convirtió en testigo omnipresen­te de mi cotidianid­ad.

- POR ÁNGELES CABALLERO

Recuerdo pocas cosas de mi infancia, salvo esta. Me veo en el teatro Monumental, a eso de los ocho años, vestida con ropa que no me correspond­ía. Desganada y rodeada de gente mucho mayor que yo. Me recuerdo en una butaca que entonces me quedaba grande, protestand­o porque era de noche y yo tenía sueño y otra idea de lo que debía ser mi primer concierto. Y entonces salió él. Y se puso a cantar. Y yo coloqué mi culo en el sitio adecuado, abrí mucho los ojos y no volví a cerrarlos. No sé si mi madre y mi padre lloraron. Yo sí lo hice. Por un hombre bajito vestido de negro que movía mucho las manos, el cuerpo y las cuerdas vocales. Qué bueno que naciste, Raphael.

Desde entonces, escuchar al de Linares es como jugar en casa. Es Navidad, cuando sonaba Escándalo mientras jugaba a maquillarm­e como las mayores con desastroso resultado. Es enfadarme porque no me dejaban salir en Nochevieja. Es el especial de Nochebuena, al que durante un tiempo no haces caso porque piensas (ay, ignorante) que ya estás por encima de esas cosas. Es oírle cantar Balada triste de trompeta en el cine mientras aguantas las contraccio­nes del segundo de tus hijos la tarde del 25 de diciembre de 2010 e irte directa al hospital con los deberes hechos.

Es la tranquilid­ad de saber que aunque la orfandad te desmembra, la sonrisa de Raphael en cualquier cartel te lleva a esos momentos en los que nada nos dolía y en los que no tenías cuenta bancaria por la que preocupart­e.

Recuerdo demasiadas cosas de mi vida adulta. Las entradas que regalé a mis padres para un concierto de Raphael al que no pudieron ir porque a mi madre le dio uno de sus vértigos, cayó al suelo y se rompió un tobillo. De vez en cuando asoma el grito desgarrado que emitió, lo nervioso que se puso mi padre, mi llamada al 112, la noche en el hospital, la operación, la escayola y la silla de ruedas que aprendí a manejar por primera vez. También aprendí a odiar a los camareros que te responden que el cuarto de baño está “bajando las escaleras” porque entonces no había forma de llevarla. Aunque a mi madre lo que le preocupó durante esos tres meses es cómo demonios iba a ocuparse de las cosas de casa, “con lo adán que es tu padre”, y que no hubiera forma de recuperar el dinero de las entradas.

Cuando lean estas líneas ya habré cocido las gambas, los langostino­s de cola azul (“producto nacional”, comentó la pescadera con enorme orgullo) y las quisquilla­s, el marisco favorito de mi padre porque al ser tan pequeñas evitaba pelarlas e iban directas al buche. Llevaré todos los brillos del mundo en mis 162 centímetro­s de altura. Me subiré a los tacones más altos que tenga para disimular el exceso de mis gemelos (no es por deporte, es por dejadez). Y me convertiré en ellos, ahora que no están. Haré los mismos suspiros que ella al sentarme, daré las mismas órdenes, una lorquiana adaptada a estos tiempos. Contaré los mismos chascarril­los que él, haré todo lo posible para que mis hijos se avergüence­n de lo payasa que es su madre. Sonará Raphael.

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ARTISTA TOTAL Raphael actuando en un programa de televisión en 1975.
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