MIS QUERIDOS MANIÁTICOS
He crecido en una familia de personajes extravagantes, aunque ellos prefieran llamarse “supersticiosos”. Si usted creía que su obsesión por la limpieza y el orden o por mantener los cuadros derechos rayaba en la manía, siga leyendo. Se sorprenderá.
Alo mejor no es solo cosa mía, pero he descubierto que estoy rodeada de maniáticos. Incluso yo misma cada vez me encuentro más a gusto dentro de esta tribu. Los reconozco, los comprendo, los aplaudo y hasta los abrazo con pasión.
Son educados, pacíficos y simpáticos, pero
¡ay de ti como caigas en el sector de su pánico! Tengo hermanos, madre (mi padre creo que no lo era), primos, hijos, amigos incontables, colegas… ¡Vamos, que me persiguen! Ellos admiten que lo suyo son supersticiones, pero yo digo que son manías, muchas veces sin importancia e incluso divertidas, pero en ocasiones una tortura, sobre todo para quien está al lado.
¿Son estas “manías” malas para la salud? Hay quien dice que estimulan la mente y que sirven para descargar tensiones, pero yo creo que serán realmente saludables cuando la persona en cuestión lo reconozca y verbalice en un grupo como los de los alcohólicos anónimos: “Buenas, me llamó Teodoro y soy un maniático perdido”.
Mi hermano, por ejemplo, no puede dormir si no tiene los interruptores de su cuarto alineados en idéntica posición y los flecos de la alfombra desenredados; mi madre jamás pasaba por debajo de una escalera o de un andamio, no soportaba que le sirvieran el vino del revés, que cruzaran los cubiertos, ni ver a tres monjas de espaldas; un tío mío no admitía niños en su casa para que no desordenaran, así que vivía solo, y su mujer y sus hijos estaban en la casa de al lado. Y esto solo por hablar de mi familia directa, sin apuntar a los alrededores, que anda que no hay cosas raras.
Porque ¿acaso se disparan las alarmas al ver sacar a Rafa
Nadal y tocarse la nariz ocho veces en orden o colocarse compulsivamente el calzoncillo? ¿Y a Jack Nicholson sorteando las líneas del adoquinado de Manhattan a saltitos? Me contaban en el Hotel du Palais de una señora argentina que todos los veranos viajaba con dos vacas propias para beber a diario leche de su país y de un señor que jamás llevaba estilográfica para que no se le deformara la chaqueta. ¿Y qué me dicen de ordenar la biblioteca por colores con los lomos del marrón claro al más oscuro dejando abajo los rojos para dar un aspecto más sólido, como hacía Balenciaga con las faldas? ¿O considerar que a la Enciclopedia Británica le pueden ir de miedo las Lettres à Julie sur l’Ornithologie, de Mulsant, en edición de lujo con sus 16 tomos en tono burdeos? Pero, quédese tranquilo, que ya sé en lo que está pensando. La necesidad imperiosa de tener todas las perchas iguales y en la misma dirección en el armario, hacer la cama con energía arremetiendo las esquinas hasta que quedas ahogado por el embozo, colocar los cuadros derechos o tener que recoger sin falta la cocina aunque no sea la tuya no son obligatoriamente síntomas de un trastorno obsesivo compulsivo o de manías. Tengo una lista de 83 francamente peligrosas que van desde la gamomanía (obsesión enfermiza por el matrimonio) hasta la coprolalomanía (impulso incontrolable por decir obscenidades), y, en efecto, estas de las que hablamos ni las nombran.