Vanity Fair (Spain)

HACER EL PINO EN LA DUCHA

No conozco un remedio más eficaz contra la tristeza que ver una película de Billy Wilder, ese genio del cine que supo combinar de manera magistral el humor con el amargor y el amor con el horror en su amplia filmografí­a.

- POR JAVIER AZNAR

Siempre que no me encuentro muy católico, me pongo una película de Billy Wilder. No conozco un remedio más eficaz contra la tristeza. Tiene el efecto purificado­r de abrir la ventana en una habitación cargada de humo. De vez en cuando me preguntan con qué persona, viva o muerta, me habría gustado ir a cenar, y siempre digo alguna estupidez porque tengo el don de la espontanei­dad de una ameba. Pero, ay, mi reino por haber compartido unas ostras y unos martinis con Mr. Wilder en algún restaurant­e de Los Ángeles, uno de esos con la moqueta pasada de moda. Como lo que no puede ser, no puede ser, y además es imposible, que diría Guerrita, veo sus películas. O leo sus libros. El último de ellos ha sido la novela El señor Wilder y yo (Anagrama), de Jonathan Coe. Nunca me han interesado demasiado estos artefactos literarios en los que se mezcla realidad con ficción (la sombra de Arcadi es alargada), pero en este caso el rigor es digno de elogio y las licencias poéticas están contenidas.

Cuando Wilder contaba con casi 30 años, se vio obligado a escapar ante el asedio nazi. Escondió algo de dinero en el forro de su sombrero y se largó a París. Ahí siguió escribiend­o guiones hasta que lo llamaron de Hollywood para hacer películas. Su madre, su padrastro y su abuela se quedaron en Viena, en el andén de la historia.

Siempre andaba echando de menos Europa, su refinamien­to y su cultura, aunque no olvidaba la barbarie. Y cuando estaba rodando allí, echaba de menos Estados Unidos, su pragmatism­o, su elegancia relajada y sus partidos de béisbol por la radio. Esa dualidad, ese poso agridulce de quien nunca tiene lo que quiere, forjó su carácter. De ahí sus películas, en las que supo combinar de manera magistral el humor con el amargor y el amor con el horror.

Una vez alguien acudió a él en busca de consejo: “Financia unas cuantas películas porno, y para equilibrar tu cartera de inversione­s, a modo de colchón, compra acciones de Disney por si aumenta la cotización de los valores de la familia. Y apuesta siempre contra Los Angeles Rams”. Nada destila mejor su visión del mundo. Tampoco puedo evitar preguntarm­e qué habría sido del porfolio del viejo Billy al ganar los Rams esta Super Bowl en el último minuto.

Otro aspecto fascinante de la vida de Wilder fue su asombrosa colección de arte, repleta de obras de Picasso, Klimt o Schiele. Fue un comprador sensible, inteligent­e y adelantado. En todo lo que tocaba, dejaba la chispa de su ingenio. Una vez su mujer, Audrey, asombrada durante el último rodaje con algunas novedades europeas, le pidió que mandara un bidé desde París para su casa en Los Ángeles. Billy mandó un telegrama: “Imposible consecompr­ar guir bidé. Sugiero hacer el pino en la ducha”.

Cuentan que a Wilder le encargaron ver todos los documental­es sobre los campos de concentrac­ión una vez acabada la guerra. Cuando le preguntaro­n por qué se martirizab­a viendo durante horas tal espanto, dijo lacónicame­nte: “Sigo buscando a mi madre”. Más tarde, al final de su carrera, intentaría los derechos de La lista de Schindler, pero Spielberg se le adelantó. Y cuando fue a verla, pese a saber él mejor que nadie que todo eso era ficción, dijo que no podía evitar escudriñar las escenas tratando de encontrar la cara de su madre entre la multitud de extras.

En Fedora, una de sus cintas crepuscula­res, una condesa habla de la guerra. “¿La Primera Guerra Mundial?”, le pregunta William Holden. “Todavía no numerábamo­s las guerras en esos días”, responde seca.

Cuando el horror nos acecha, siempre podemos confiar en que aparezca un genio luciendo un absurdo sombrerito, alguien que nos sugiera hacer el pino en la ducha.

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A SUS ÓRDENES Billy Wilder durante el rodaje de Ariane (1957).

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