ESCÁNDALO en EL PLATÓ
Stiff upper lift. Esta expresión tan inequívocamente suya que alude al gesto no tanto de superioridad como de impasividad con el que los ingleses —aristócratas o no, ojo— responden a buena parte de los acontecimientos vitales describe a la perfección las reacciones que suscitó Bridgerton, la teleserie basada en las novelas de Julia Quinn que emitió Netflix hace poco más de un año. Una ficción de época de la que Vogue USA publicó esta sinopsis a la que no le sobra ni una coma: “Una fantasía antigua en tonos pastel, un divertimento irresistible rebosante de debutantes y dandis que rompe con los clichés del género a base de combinar un elenco diverso, romances queer y escenas de sexo que sacarían los colores a la mismísima Jane Austen“. De los tonos pastel a las debutantes y los dandis y, por supuesto, los romances queer y las escenas de sexo, todo hizo que la serie se convirtiera en un éxito incontestable. Pero lo que diferencia
Bridgerton de una ficción fallida en la que el elenco estelar no distrae de los decorados de cartón piedra y de las tramas obsoletas y, de puro ingenuas, rídiculas —aunque no se pierda una un capítulo, sí: La edad de oro— es, lo han adivinado, el vestuario. Corre a cargo de Ellen Mirojnick, ganadora de un Emmy por Detrás del candelabro, el biopic de Liberace. Mirojnick, que estudió a fondo el periodo de Regencia y visitó la exposición
Christian Dior: Designer of Dreams para realizar el encargo con éxito, no escatima en sedas, tules, escotes, plumas y, en definitiva, todo lo necesario para vestir un drama “sexy y divertido”, dice. Su personaje favorito es Carlota, la reina que esnifa rapé y bebe té en tacitas de porcelana rodeada de pomeranias. Por detalles así pasamos de ver
Bridgerton con escepticismo a esperar como agua de mayo la segunda temporada.
Paloma Simón es Editora de Moda y Estilo de Vida de ‘Vanity Fair’.