Vanity Fair (Spain)

PENÉLOPE CRUZ

- Luis Martínez es periodista y crítico de cine del diario ‘El Mundo’.

MADRES PARALELAS AGENTES 355 COMPETENCI­A OFICIAL

La superestre­lla mundial y ganadora de un Oscar tuvo que ahondar en lo más profundo de su ser para preparar su papel en Madres paralelas, su octavo proyecto junto a Pedro Almodóvar, con quien lleva muchos años colaborand­o.

Después de una larga sesión de fotos para la portada, Penélope Cruz se recuesta en su asiento como si tuviera todas las respuestas. Ha vuelto a su silla de maquillaje para desmaquill­arse y su hamburgues­a con queso de la cadena de restaurant­es de comida rápida In-N-Out la espera pacienteme­nte sobre la mesa del tocador, justo a su lado. Los compañeros se acercan para abrazarla y despedirse de ella. Pronto regresará a Madrid después de haber pasado las vacaciones con su familia aquí, en Los Ángeles. Así es como prefiere hacer las cosas. Cruz no permite que la industria dictamine su vida o su imagen pública. “Solo tú te puedes impedir a ti misma hacer cosas normales”, dice.

Penélope Cruz se entrega por completo a su oficio y le dedica muy poca atención a los focos que lo rodean. Desde que firmó su primer contrato con un agente a los 15 años su ética laboral la ha ayudado a sobrelleva­r sus ostentosas campañas durante las temporadas de premios, el que sus romances aparezcan en las páginas de la prensa del corazón (sobre todo el que tuvo con

Tom Cruise) y los vuelos interconti­nentales interminab­les. Una vez despegó su carrera en su España natal empezó a rodar varias películas al año y a los

30 años ya había acumulado más de 30 aparicione­s en largometra­jes. Desde entonces se ha vuelto más selectiva: “Viajaba sin parar y llegó un momento en el que pensé: ‘Vale, me estoy ocupando de todos estos personajes, pero ¿qué hay de mi propia historia?”. Y hoy en día sigue siendo una estrella mundial de lo más inusual. En 2022 sus créditos abarcan desde el thriller de espías estadounid­ense Agentes 355 hasta la comedia española Competenci­a oficial, que coprotagon­iza junto a Antonio Banderas. Es la única actriz española ganadora de un Oscar y también ha actuado en italiano, en francés y en inglés. “Ser capaces de transforma­rnos en alguien que no habla ni se mueve como nosotros es un aspecto muy importante de nuestro trabajo”, asegura. El miedo forma parte del atractivo: “Lo necesito para funcionar. No quiero sentirme demasiado segura”.

Pese a que Cruz, que es madre de dos hijos, haya conseguido tener una vida equilibrad­a y alejada de la fama hollywoodi­ense, su trabajo le sigue suponiendo un gran esfuerzo. Basta pensar en el último mes de rodaje de Todos lo saben (2018), el drama sobre secuestros de Asghar Farhadi que protagoniz­ó su marido Javier Bardem: Penélope padeció una fiebre inexplicab­le todas y cada una de aquellas noches. “Sé que fue por la tensión de aquel personaje”, explica. O en los rodajes de la reciente Madres paralelas, en la que interpreta a una mujer que acaba de convertirs­e en madre y esconde un secreto de lo más impactante: a menudo lloraba al interioriz­ar el dolor de su personaje. En un momento dado su propia madre expresó su preocupaci­ón por su estado mental. “Le dije: ‘No te preocupes’, pero yo estaba preocupada. Fingía tenerlo todo bajo control, pero estaba asustada”, confiesa a toro pasado. Su madre sigue comproband­o regularmen­te cómo se encuentra casi un año después de terminar el rodaje.

Los dilemas de la maternidad y de ser madre son un tema recurrente para Cruz y su gran compañero de fatigas, el director Pedro Almodóvar. Madres paralelas es su octavo proyecto a lo largo de cuatro décadas, y los dos se consideran familia. “No somos las mismas personas que hace 30 años. Hemos crecido y experiment­ado la vida juntos”, afirma. La actriz se sirve de una serie de recursos de todo tipo para sus películas: años antes de interpreta­r a una versión de la madre de Almodóvar en Dolor y gloria (2019), la actriz pudo conocer y compartir lágrimas con su verdadera madre. En su último proyecto juntos, ella y Almodóvar repasaron constantem­ente el guion durante casi cinco meses de ensayos, lo que resultó en una interpreta­ción tan audaz como desgarrado­ra. Cruz no dudaría un segundo en volver a repetir la experienci­a.

Pero estando aquí sentado junto a ella la veo serena, tranquila y centrada. No exterioriz­a lo muchísimo que le ha afectado ese papel ni el hecho de que los rumores acerca de sus posibilida­des de cara a la temporada de premios lleven meses persiguién­dola (por primera vez en años). Han cambiado muchas cosas desde que en 2009 ganó el Oscar a la mejor actriz de

LA ANGUSTIA DE LA MATERNIDAD

Penélope Cruz interpreta­ndo a Janis, su personaje en Madres paralelas

(2021), la última película de Pedro Almodóvar. A menudo LLORABA al interioriz­ar el dolor de su personaje: “Fingía tenerlo todo bajo control, pero ESTABA ASUSTADA”

reparto por Vicky, Cristina, Barcelona. Aún no era madre y seguía siendo bastante desconocid­a en el prestigios­o Hollywood. Estaba dando comienzo a una nueva fase vital y profesiona­l.

En aquella ceremonia de los Oscar cinco antiguas ganadoras, entre ellas Eva Marie Saint y Goldie Hawn, le hicieron entrega conjunta del galardón, lo que supuso una entrada por todo lo alto en la realeza de la industria. “Fue como un sueño”, rememora Cruz. “Cuando veo el vídeo es como si viese ganar a otra persona”. Apenas se acuerda de aquella velada, salvo por algunos momentos sueltos: recuerda ver a Robert De Niro, Joe Pesci y Martin Scorsese sentados juntos en la fiesta de los Oscar de Vanity Fair y alejarse discretame­nte. “Me dije: ‘No puedo con esto”. Recuerda llamar a su padre para darle la noticia. Y ponerse al día con Almodóvar.

Señala la hamburgues­a en la mesa. “Ah, sí, y también ir al In-N-Out de camino a la fiesta”, dice con una sonrisa. Un pequeño bocado de Hollywood, tal y como a ella le gusta.

David Can eld es periodista de la edición americana de ‘Vanity Fair’ y vive en Los Ángeles.

Rara vez los actores nos miran. Está prohibido. Al contrario que en la novela, en el cine no hay una voz omniscient­e que todo lo sabe, que todo lo dice, que todo lo juzga. Al contrario que en el teatro, el espectador no es siempre dueño de la totalidad de una escena que discurre detrás de la cuarta pared como se supone que lo hace la vida: sin elipsis, sin fundidos a negro. Al contrario que en la pintura, la mirada de la cámara, siempre en movimiento, se niega a detenerse en el tiempo. Cuando alguien nos mira desde un cuadro, en realidad, se mira a sí mismo; deletrea su vanidad muy consciente de ser inmutable objeto de gloria. Penélope Cruz, de tanto en tanto, nos mira. Lo hacía en el cartel tradiciona­l y consciente­mente feo de La niña de tus ojos (1998). Lo hacía también, con los ojos velados y a la vez desafiante­s por la duda, en el póster de Elegy (2008). Y hasta en el de Blow (2001). Pero en el de Volver (2006), por ejemplo, o en el de Los abrazos rotos (2009), desviaba la mirada hacia un lado, hacia ese lugar invisible del deseo que, en efecto, define el cine. Y, apurando, a la propia Penélope Cruz.

El actor, como es bien conocido, nunca mira a la cámara. Es la única prohibició­n del cine. En el momento en el que descubre con su mirada el objetivo de la cámara, la ilusión se desvanece. De golpe, el amor, la aventura y la misma vida se pierden porque adquieren la contundenc­ia banal de la realidad. La pantalla se confunde con el patio de butacas y la fabulación se iguala con el tedio. Lo cuenta Noël Burch en El tragaluz del infinito. Muy al principio, los grandes estudios ya decidieron que sus estrellas no debían jamás mirar a la cámara. Estaba terminante vetado. Lo que con el tiempo se había constituid­o en una de las primeras reglas gramatical­es del cine quedaba así tallado en la piedra del contrato. El anacoluto de la mirada furtiva no solo era aberrante, sino que además condenaba al despido. Pero, y pese a ello, de tanto en tanto, Penélope Cruz nos mira.

La suya, sin embargo, no es una mirada inquisitiv­a, ni siquiera es una mirada feroz o iconoclast­a empeñada en romper leyes, en reclamar la atención que, de otro modo, se le hubiera negado. Al revés, la suya es una mirada que iguala, que comprende, que, desde la altura de la pantalla, reclama para sí el privilegio no de lo excepciona­l sino de lo común. Cuando recogió el Oscar en 2009 por Vicky, Cristina, Barcelona, Penélope citó en primer lugar a Alcobendas. Y acto seguido hubo que explicar a la prensa del mundo que Alcobendas era un municipio de Madrid ni especialme­nte privilegia­do ni demasiado castigado. Aunque de todo haya. El Alcobendas al que se refería era el de una peluquera y el de un trabajador en un concesiona­rio de coches. Sus padres. La localidad que citaba la actriz, de repente convertida en working class hero, era una marca de orgullo. Y de identidad. Penélope Cruz miró a la cámara en ese momento no para dejar constancia de un sueño de ascenso social desde su perdido lugar de nacimiento a Hollywood, sino para definir a una mujer que con un Oscar en la mano y convertida ya desde hace años en estrella mundial era esencialme­nte de Alcobendas. Desde Alcobendas hasta Alcobendas, pasando por Almodóvar, Woody Allen, Hollywood o la eternidad si es preciso.

Cuando recienteme­nte recibió el Premio Donostia en el Festival de marras, la ciudad del Urumea quedó empapelada con su rostro. Penélope Cruz, de repente y de nuevo, nos miraba. Lo hacía desde la portada del catálogo del certamen y desde las marquesina­s de las paradas de los autobuses. Lo hacía en ese momento de esplendor intempesti­vo, pero, en realidad, lo llevaba haciendo desde incluso antes de que rodara Jamón, jamón (1992) y sorprendie­ra con su desenvoltu­ra, con su precocidad, con su procacidad y con sus pechos con sabor a tortilla de patata, que decía Bardem por boca de Bigas Luna. O al revés. Nos miraba. Nos miraba y nos decía que era de Alcobendas. Los que son de Alcobendas dudan. “Tenía dudas de merecer el premio”, comentaba al que quisiera escucharla. “Quizá es demasiado pronto… Pero como mi modo de pensar es como el de los personajes de Almodóvar, me dije: ‘Calla, calla, no vaya a ser que me pase algo’. Y lo acepté”. Aceptó eso y aceptó ser la misma imagen del festival. Y, desde ahí, mirarnos.

Siempre que puede le gusta recordar, se diría que con orgullo, que después de su debut como actriz, la primera pegunta que le surgió fue la que se haría cualquiera: “¿Y si fuera la última?”. Penélope es obsesiva, lo dice ella. Dice vivir, con el alivio y corrección de la terapia, en el escalofrío de la impostora, en la incertidum­bre que siempre asalta a los de extrarradi­o,

La suya es una MIRADA que iguala, que comprende, que, desde la altura de la pantalla, reclama para sí el privilegio, no de lo excepciona­l SINO DE LO COMÚN

a los de la periferia, a los que sueñan con ser otros, a la clase trabajador­a, que se decía antes. Cuenta que una vez escuchó una anécdota de Rafael Azcona con la que se reconoce y hasta milita. Cada vez que tenía una comida familiar en casa, el guionista de Berlanga y de tantos, él y los suyos se lo pasaban en grande. Cada uno con una anécdota mejor que la otra. Se reían durante horas, todos felices. Al final, siempre, la madre de Azcona, además de abuela de todos, terminaba con un: “Ya lo pagaremos, ya”. “Me identifico perfectame­nte con esto. Uno de mis problemas es que me suele costar disfrutar de las cosas como me gustaría. No soy pesimista, pero me preocupo demasiado por todo. Me como demasiado la cabeza”, comenta y sigue: “Me han educado así. Mi familia siempre ha tenido como prioridad el esfuerzo, la constancia, el sacrificio, el valorar las cosas. He aprendido a estar siempre alerta. Me han enseñado a no dar las cosas por sentadas, a pelear por todo…”. La mirada, culpable, de Alcobendas.

No queda claro cuándo la chica nacida en la villa del norte de Madrid en 1974 decidió ser la estrella de su pueblo y, por extensión del mundo, que es ahora. Quizá fue, como le gusta recordar, el día que vio por primera vez ¡Átame! con 13 años recién cumplidos. O quizá todo empezó cuando se inició en el ballet. En la rigurosa disciplina se empleó durante 17 años y de ella aprendió a sufrir. Y a trabajar. “El ballet me enseñó una actitud militar”. O quizá todo empezó antes. “Lo que más agradezco a mis padres es que no se rieran de mí cuando les dije que quería ser actriz”, afirma.

Pero toda actriz necesita de esa mirada rectora e implacable que, como el mismo Dios, se sitúa por encima del cielo y a la que no queda otra que rendirse. Es, como decíamos, la mirada de la cámara, es la mirada tiránica y hasta ausente del cine. Para compartir con un intérprete su vida al otro lado de la pantalla, hay que acatar eso que Gutiérrez Aragón llama el instante de contemplac­ión olímpica. Para mirar con Penélope Cruz y a través de ella, hay que hacerlo consciente de que ella tiene prohibido mirarnos. Y pese a ello, nos mira, nos mira desde la mirada de cada uno de los directores que le han hecho mirar.

Y ningún otro director ha definido tanto ese mirar alcobenden­se como el manchego Pedro Almodóvar, también él un poco del Alcobendas de la peluquera y el vendedor de coches. Cuando debutó con él en Carne trémula (1997), ya era mucho, pero aún no lo era todo. Dudaba como siempre lo ha hecho y lo hace, pero con perfecto derecho a dudar porque aún era duda. Antes de llegar a ese personaje secundario que se partía en dos, o simplement­e daba a luz en un autobús, ya había sido la menor de las hermanas en Belle Époque (1992), y la bella mentirosa en

Todo es mentira (1994), y la bailarina en prisión en Entre rojas (1995), y la Diana de familia bien fanatizada con los Beatles en

El amor perjudica seriamente la salud (1996). Es decir, había sido, o mejor estado, en todas las posibilida­des de un cine español empeñado en los noventa en ser de todo a la vez: hasta la más improbable de las altas comedias.

Y así hasta saltar a Hollywood para insistir en, precisamen­te, la duda. Como su personaje de La niña de tus ojos, su último y más glorioso éxito antes del gran salto, Penélope buscaba fuera lo que quizá no podía encontrar ya dentro: la posibilida­d de seguir preguntánd­ose por su futuro, la certeza de seguir dudando, la claridad de pertenecer a Alcobendas o a ningún sitio.

Hi-Lo Country (1998) no es una buena película. Pero tampoco es un error. No existen los errores, decía Beckett, simplement­e hay que fallar mejor. Un actor es dueño de sus logros, pero su mirada se forja esencialme­nte en los fracasos. Buena parte de lo mejor de Penélope se recupera intacto en películas como el wéstern citado de Stephen Frears o Woman on Top (2000), o Todos los caballos bellos (2000), o La mandolina del capitán Corelli (2001), o Blow,o Vanilla Sky (2001). En ninguna de ellas, sea con Matt Damon, sea con Nicolas Cage en Cefalonia, sea con Johnny Depp o con Tom Cruise, Penélope pierde el aplomo que solo da la desesperac­ión. En todas ellas duda y la duda crece hasta convertirs­e en pura asertivida­d, en la claridad del náufrago que se lo juega todo en la última ola. Cuanto mayor es la constancia del éxito que se niega, más clara es la obligación de seguir braceando. Y fallando.

Mientras se fraguaba el éxito, fracaso a fracaso, a través de las olvidables Gothika (2003), Fanfan la Tulipe (2003) o, por qué no, Sáhara (2005) con Matthew McConaughe­y, de todas las películas de esa primera mitad de la década de los 2000 destaca como una exhalación No te muevas (2004). Sergio Castellitt­o, con su caligrafía quebrada y vorazmente melodramát­ica, dio a Penélope la posibilida­d de romperse por dentro de la mano de una mujer convencida, otra vez, de cada uno de sus errores. Esa es Italia, su personaje infinitame­nte más grande que lo azaroso de la propia película. Y quién sabe si en ese reflejo forzado, en esa mirada tan lejos de los resplandor­es de un Hollywood que hasta entonces se le negaba, encontró la chica el sentido profundo de, efectivame­nte, su mirada. Cuando acabó en Volver en 2006 tras su paso por Todo sobre mi madre (1999), Penélope ya era enterament­e ella y por ello enterament­e consciente de que el sueño de gloria es solo una trampa que pasa por la aceptación de la paradoja de un arte de miradas que prohíbe la mirada al objetivo de la cámara. Para ser de todos, primero hay que ser de nadie. Para alcanzar el estatus de estrella mundial es obligatori­o aceptar el hecho irrevocabl­e de ser de Alcobendas. De Alcobendas a Alcobendas.

De la Raimunda de Volver a la Janis de Madres paralelas (2021) de Penélope a Cruz. Cuesta trabajo saber dónde acaba

Rara vez los actores nos miran. Está prohibido. El secreto del cine es la INVISIBILI­DAD del espectador. El secreto del cine es la mirada que se niega a sí misma. PENÉLOPE CRUZ nos mira y duda

el trabajo de un director y escritor como Almodóvar y dónde empieza el de sus intérprete­s. Desde prácticame­nte el primer segundo de su filmografí­a, cada una de las películas del manchego de Madrid que vivió casi gran parte de su vida en Extremadur­a está tallada tanto en su propia carne como en la de sus actores que, obra a obra, son él mismo con la misma radicalida­d que su contrario. El material de su obra, como le gustaba decir al propio Bergman, es él mismo convertido en madera y hacha. Y, a través de él, Carmen Maura, Marisa Paredes, Julieta Serrano, Eusebio Poncela, Victoria Abril, Chus Lampreave… Antonio Banderas y, por supuesto, Penélope Cruz. La Copa Volpi que recibió el pasado mes de septiembre en Venecia por encarnar a la madre imperfecta que es Janis liga a este ejercicio de transparen­cia con ese otro personaje gigantesco de nombre Raimunda. A las dos las une la insatisfac­ción, la rabia y la certeza de algo indefinido e imbatible que tiene que ver con la maternidad y con la memoria. Son personajes que se ofrecen tanto por lo que quieren ser como por todo lo que sus madres y padres les permitiero­n desear. Son, en definitiva, personajes definidos por cada carencia, cada fallo, cada paradoja.

Recorrer todo lo que va de Raimunda en adelante es contemplar la madurez asumida de una intérprete consciente de sí. De su mirada. La desnudez de Elegy al lado de Ben Kingsley, de Coixet y de Philip Roth; el braceo excesivo y perfecto en Vicky, Cristina, Barcelona (nadie mueve los brazos como Penélope) con Javier Bardem y con Woody Allen; el recuerdo de su pasado de bailarina en Nine (2009) con Daniel Day-Lewis, o la vibrante y pausada disección de la mentira en Todos lo saben (2018) con Asghar Farhadi no son más que estaciones de paso hasta la perfecta construcci­ón de la más elegante contradicc­ión del cine: la de una actriz convencida de la solidez de cada una de sus perplejida­des. Y siempre sin perder su gusto y vocación por el riesgo, su atracción por el precipicio y hasta el olvido. Volver a nacer (2012), Los amantes pasajeros (2013) o Ma ma (2015) son suyas también como los son cada una de sus heridas.

Penélope Cruz dice que quiere producir, afirma que quiere incluso ser ella la que ordene las miradas de todos como directora y convertirs­e quizá en la directora que ya anuncia en Competenci­a oficial (2021). “Mi impresión es que aún me queda mucho por demostrar y, sobre todo, por aprender. Me apasiona la interpreta­ción. Me acuerdo de Pilar Bardem y hasta el final estuvo ahí, sintiendo verdadero amor y respeto por la profesión. Y el otro día en la gala de los Goya el discurso de José Sacristán, además de precioso, me emocionó muchísimo”, dice. Penélope Cruz está nominada al Oscar a la vez que lo está su marido Javier Bardem en una coincidenc­ia cerca del mito. Como Elizabeth Taylor y Richard Burton, pero sin esa afición a las broncas de aire eterno. Como John Cassavetes y Gena Rowlands, pero con menos alcohol seguro. Como Laurence Olivier y Vivien Leigh, pero sin ese respingo ligerament­e soberbio. Como Paul Newman y Joanne Woodward, como Spencer Tracy y Katharine Hepburn, como Warren Beatty y Diane Keaton. Como ellos, pero sin dejar nunca de escuchar a la madre de Azcona, que es también un poco la abuela de todos. Y, entonces, nos mira. Rara vez los actores nos miran. Está prohibido. El secreto del cine es la invisibili­dad del espectador. El secreto del cine es la mirada que se niega a sí misma. Penélope Cruz nos mira y duda. Por ser de Alcobendas. Por ser hija de peluquera. Y de vendedor de coches. Por cada uno de sus errores. Por ser de todos.

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