Vanity Fair (Spain)

EL PESO DE LA CAMISETA

De momento, no tengo demasiada intención en sumarme a la moda de los NFT. Prefiero quedarme con cosas más terrenales y probableme­nte absurdas, como el escritor Haruki Murakami y su colección de camisetas viejas y horteras.

- POR JAVIER AZNAR

El otro día iba paseando por Milán, pensando en esta columna. Había acudido a Miart, la Feria de Arte Moderno y Contemporá­neo. Escuchaba a mucha gente a mi alrededor, galeristas, artistas y visitantes, hablando de los NFT, porque es un tema que parece estar en boca de todos últimament­e. Bien porque los unos son evangeliza­dores, bien porque los otros quieren entrar a la fiesta, aunque no sepan ni dónde queda la entrada ni qué música ponen. Pero notan el jaleo. Y hay que figurar. Había carteles de la feria empapeland­o toda la ciudad, con referencia­s artísticas al metaverso y personas con aparatosas gafas de realidad virtual (que llevan siendo las mismas desde que tengo siete años, por alguna confusa razón).

Antes de cenar, y del sagrado aperitivo, paramos en la librería La Feltrinell­i. Ahí me topé con un libro curioso, bien editado, que ha escrito Haruki Murakami sobre todas las camisetas que ha ido colecciona­ndo a lo largo de su vida. Realmente, y así lo explica en su libro, no se trata de una colección en el sentido estricto de la palabra. Es decir, hecha con un propósito. Tan solo es una ingente y absurda cantidad de camisetas que ha ido comprando y acumulando tras conciertos, giras promociona­les de sus libros y charlas por todo el mundo. Postales de su propia existencia. Un pasaporte textil. Camisetas de grupos, camisetas de tiendas de discos desapareci­das, camisetas de maratones, camisetas con mensajes irónicos o camisetas con animales como protagonis­tas. Y te va contando la historia de cómo llegó cada una a su vida.

Como, por ejemplo, esa vez en Maui en la que compró por un dólar una camiseta en una tienda de segunda mano. Más tarde, dejó volar la imaginació­n y empezó a pergeñar una historia sobre qué clase de chico habría sido el anterior dueño, dando lugar a una de sus cuentos más icónicos, Tony Takitani. Luego hicieron la película. Lo que le dio acceso a nuevos contratos editoriale­s. Todo por un dólar. Su inversión más rentable. Se ríe de los bitcoins Murakami.

Esa misma noche en Milán cenamos en La Latteria di San Marco, un local diminuto y destartala­do que no tiene página web, ni carta en inglés, ni aceptan tarjeta de crédito, ni tienen ningún tipo de interés en comunicars­e contigo en otro idioma que no sea el suyo. Les pides un código QR y a lo mejor te exorcizan ahí mismo por estar hablando la lengua del demonio. Lo regenta una señora que asustaría a una abuela gallega.

Me hizo pensar en este mundo en el que se mezcla lo real con lo virtual de una manera cada vez más indistingu­ible. Un lugar en el que alguien como Zuckerberg tiene la firme e inquietant­e aspiración de que todos llevemos unas Ray-Ban con cámaras instaladas. Por si no fuera suficiente con su dictadura de la sudadera con cacon pucha y las chanclas para todo, ese dress down millonario con el que pretende reivindica­r algo.

No tengo demasiada intención en sumarme de momento a la última moda de los NFT, ni planeo irme de vacaciones al Benidorm del metaverso. Fenomenal por el que quiera hacerlo. Me quedo con cosas más terrenales y probableme­nte absurdas. Como Murakami sus camisetas horteras y con la pasta de La Latteria di San Marco. Con las tiendas de segunda mano. Con un traje bonito. Y con unas gafas normales, sin ser virtuales ni llevar cámaras.

Esa tarde mi padre me envió un cuadro diminuto que había visto de Regoyos, apenas del tamaño de una postal y con colores imposibles, fauvistas, de un paisaje de Burgos. Me refugié en esos tonos, tras tanto verde croma.

Dejó escrito Kurt Vonnegut que “uno de los defectos del carácter humano es que todo el mundo quiere construir y nadie quiere hacer mantenimie­nto”. Mientras el avión despegaba, volví a abrir el libro de Murakami. Siempre nos quedarán las camisetas. Que nadie las tire aunque sean viejas.

Javier Aznar pre ere llevar unas gafas normales en lugar de esas aparatosas de realidad virtual con cámaras incluidas.

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EL TIEMPO DETENIDO La Trattoria Antico Falcone, en Roma (1958).

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