Vanity Fair (Spain)

NI SENTIDO NI SENSIBILID­AD

Este verano mi peregrinac­ión a Santiago hizo mella en mis otrora bonitos pies. Negado a deambular así por Formentera (mi siguiente parada), acudí a un salón de belleza donde observaban mis extremidad­es como si fuera el hombre elefante.

- Javier Aznar hace bromas incómodas — como Chandler Bing— cuando se siente incómodo en algún lugar. POR JAVIER AZNAR

Hace unas semanas fui con un amigo a hacer el Camino de Santiago. Como siempre, me dio un ataque de pánico a última hora y acabé llenando mi mochila con ropa de más y todo tipo de enseres y artilugios a cada cual más inútil. A juzgar por mis bultos, pareciera que estuviera embarcando para una travesía en el Titanic en lugar de ir de peregrino. Era la viva imagen del “para este viaje no hacían falta tantas alforjas”. Solo me faltaba una sartén colgando y un rifle.

Los 167 kilómetros de caminata, cargando con un peso excesivo, terminaron haciendo mella en mis otrora bonitos pies. Como unos días después me iba a Formentera, decidí poner remedio por la vía rápida: reservé hora en un sitio donde me pudieran arreglar aquel estropicio. Me negaba a deambular por Beso Beach o uno de esos lugares de moda de la isla con aquellos pies de hobbit. Nadie en sus vacaciones merecía contemplar semejante espectácul­o de uñas amoratadas y aquel amasijo de dedos.

Cuando llegué, me sentí observado como el forastero que entra en el salón en las películas del oeste. Miradas de suspicacia, codazos en la distancia y el barman haciendo como que limpia un vaso mientras afuera alguien construye un ataúd con tus medidas. Me sentía un infiel en un templo sagrado. Desconocía los códigos, la etiqueta. Estaba nervioso. Las manos me sudaban. Mis pies, bueno, mis pies ni sentían ni padecían. Sonaban los Backstreet Boys, como cuando en las pelis de terror se escucha una canción de cuna antes de que ocurra algo horrible. Se respiraba una paz que mi grosera interrupci­ón había roto. Me sentía un intruso, Aquiles en el gineceo.

Nada más sentarme, una de las especialis­tas cogió uno de mis pies con una mezcla a partes iguales de total desconfian­za y de interés académico, como un forense intentado averiguar la causa de su muerte. Me dijo que lo que necesitaba era el tratamient­o “Piel de seda”, algo que por lo visto duraba tres horas y que era lo más parecido a un embalsamie­nto sin morir antes, pero ya no había tiempo para eso. Necesitába­mos un plan de contingenc­ia. No sabía qué hacer conmigo. Tuvo que ir al almacén a por un cabezal especial para un instrument­o usado por última vez por un miembro del KGB o por un tribunal de la Santa Inquisició­n. Estaba entre eso o un lanzallama­s. No sabía si atacar, trocear, separar, lijar, pulir o pulverizar. Muchas emociones cruzaban su rostro. Ninguna buena. Otras expertas venían a dar su consejo como si fuera el hombre elefante.

Estaba tan mortificad­o por el lamentable y asilvestra­do estado de mis pies que ella solo me repetía que me relajara. Una y otra vez. Como si me estuviera extrayendo una bala o haciendo una operación a corazón abierto. “Relájate, que con los dos pies sales de aquí”, llegó a decir. Para que alguien te insista tanto en que te relajes en un salón de belleza, realmente te tiene que ver muy tenso. Mis pies no cabían en la tinaja con piedras en forma de corazón (sí, no me lo invento). Ella los remojaba con una jarra y yo le dije que parecíamos Meryl Streep y Robert Redford en Memorias de África. Me miró como si hubiera sido lo más estúpido que había escuchado a lo largo del día, y probableme­nte no le faltara razón, pero soy como Chandler Bing: hago bromas idiotas cuando estoy incómodo. Y vive Dios que estaba incómodo.

He visto cortar kebabs por un sudoroso bigotudo a las cinco de la mañana con mayor suavidad que lo que hicieron a mis pies ahí. Mi dentista habría salido llorando. Usaron ganchos, garfios, palancas, ungüentos y casi electrosho­ck. Solo faltó que alguien saliera a la calle, quitándose los guantes y gritando: “¡Está vivo! ¡Está vivo!”, como en El doctor Frankenste­in. Al acabar, sudando y contemplan­do uno de mis pies como un ebanista miraría una silla tallada a mano, me dijo: “Estoy muy orgullosa de mí misma”. Creo que es lo más desconcert­ante que nadie me ha dicho nunca.¢

 ?? ??
 ?? ?? A S US P IES
John Lennon y Yoko Ono, en el hotel Hilton de Ámsterdam, en marzo de 1969.
A S US P IES John Lennon y Yoko Ono, en el hotel Hilton de Ámsterdam, en marzo de 1969.

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain