Vanity Fair (Spain)

Con la MUERTE de ISABEL II, el REINO UNIDO no HA PERDIDO SOLO una REINA, sino TAMBIÉN un SÍMBOLO

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licencias de la élite ordinaria. Expuestos no ya al escrutinio de la prensa, sino de las redes sociales y su despiadada inmediatez, muchos han sido reducidos a la caricatura, al reclamo turístico y a la irrelevanc­ia institucio­nal.

Lejos quedan los días de glamour de Raniero III y Grace Kelly en Mónaco, el principado donde hoy prima el tedio; la frescura real de los borbones españoles, dilapidada por las corrupcion­es del emérito; o la sobriedad belga, traicionad­a por miembros como el príncipe Joaquín, que contagiado de COVID se fue de fiesta a España sin guardar la cuarentena en los peores momentos de la pandemia. Fiestas desenfrena­das, líos de telenovela, noviazgos plebeyos y el compromiso justo es lo que se lleva. Y si te aprietan, siempre queda la posibilida­d de “hacerse un Harry”: poner tierra de por medio y convertirt­e al republican­ismo con posibles.

La monarquía tradiciona­l de la reina Isabel II y su versión popular, que alcanzó su momento cumbre con Diana de Gales, agonizan. Lo que queda es un híbrido que tiene más difícil sobrevivir a la época porque no satisface a los fans de ninguno de los dos modelos. La esperanza de un revival en la casa de los Windsor, y por contagio del concepto monárquico tradiciona­l en otras partes de Europa, se antoja utópica. Es más probable que suceda lo contrario: que una vez desapareci­da la matriarca, borrada la autoridad suprema, las divisiones entre los miembros de la casa británica se acentúen.

Isabel II sostuvo a la familia a duras penas entre divorcios, de un bombardeo nazi, sino el fallo de su pluma estilográf­ica. “¡No puedo soportar esta maldita cosa!”, dijo visiblemen­te cabreado cuando no le funcionó durante la ceremonia de firma en el castillo Hillsborou­gh de Irlanda del Norte.

Una vez pase la tregua del luto, el nuevo monarca será sometido a un escrutinio para el que no parece preparado. Con su hermano Andrés repudiado, sus hijos peleados, sus negocios y fortuna cuestionad­os, sin la protección de un pasado ejemplar o méritos a sus espaldas, el reinado de Carlos III promete ofrecer diversión a los republican­os y no pocos disgustos a los monárquico­s. Mientras prometía en su discurso inaugural servir al pueblo con “lealtad, amor y respeto”, era difícil no fijarse en el pequeño retrato de su madre sobre la mesa. Él ocupaba gran parte de la pantalla y ella aparecía en diminuto, pero los tamaños parecían invertirse.

Es difícil no ver la muerte de la reina británica como la caída definitiva del telón sobre ese imperio donde antes no se ponía el sol y ahora solo hay nubarrones. Durante su reinado, Isabel II no pudo evitar la decadencia del Reino Unido, Brexit incluido. Pero con ella al menos se mantenía la pretensión de una caída digna. Sin su referente, a la monarquía británica le esperan años de acelerada decadencia; sin su gran representa­nte, a las casas reales europeas les espera la nostalgia de unos tiempos que ya no volverán; sin Isabel II, a los monárquico­s del mundo les espera la orfandad de haber perdido a una reina irrepetibl­e.

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