EL SILENCIO Y LA UVAS ROJAS
No decir nada tiene mucho de superioridad moral, de reafirmarse en que uno no va a perder un minuto en intentar reconducir a esa alma descarriada. Que bastante tiene una con educar a sus criaturas como para ponerse a hacerlo con un tal José Ramón.
Hasta hace no mucho vinculaba la elegancia al contenido de un armario, la decoración en la casa, la forma de manejar los cubiertos. Consecuencia, sin duda, de las lecturas de mis primeros 28 años de vida, que coinciden con los de mujer soltera.
Mis padres no eran de esos de las estanterías llenas, el espíritu artístico y la búsqueda constante de la creatividad como veo que pasaba en las casas de algunos. Cosa que creo que me habría agobiado muchísimo o me habría convertido en una esnob insoportable.
Mis padres eran unas personas sin estudios a los que les bastaba con tener los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós, Los cipreses creen en Dios y una Biblia en edición de lujo. Pero les resultaba aún más interesante comprar revistas del corazón y tener un buen tapete en el que jugar a las cartas.
Yo soy producto de todo aquello, de las listas de mujeres más elegantes, las que mejor saben recibir en casa, las que cruzan las piernas sin que el gemelo asome como un bíceps recién alimentado con anabolizantes, las partidas de chinchón hasta las tantas. También de los programas más zafios, con personas muy ordinarias cuya presencia hacía que mi madre me recordara que a ellas no tenía que parecerme.
Hoy llego a la conclusión de que la elegancia está en otras cosas. En decirle buenos días y gracias al conductor de autobús, que resopla ante el atasco, los pasajeros malhumorados, el dolor de espalda. En ser lo suficientemente hipócrita —o cobarde— para no decir todo a la cara. Aunque solo sea por pura convivencia y también para evitar que te la partan. Porque la sinceridad está sobrevalorada.
En no desgastarse ante cualquier batalla. Este verano me topé con una señora en la frutería que decidió meter la mano en un racimo de uvas rojas y probarlas antes de optar por comprarlas. Me alejé de ella y cuando volví al lugar de los hechos ahí estaba el racimo sin uno de sus miembros porque la ladrona optó por llevarse otro que estaba, por supuesto, intacto. Mis hijos me animaron a increparla, pero trapos en los que entrar, los justos. Y menos en un Carrefour de Torrelavega.
Conviene ser elegante en la actitud en redes sociales. Sonreír al amable, darle los buenos días al amargado. Si insiste en la bilis, proceder a silenciarlo. Hay personas que se dejan las energías en responder a cualquier provocación, que tienden a pensar que sus opiniones son necesarias para el ciberespacio (un concepto tan anacrónico ya como las nuevas tecnologías). Son hijos digitales de los que hablan a voces en las barras de los bares, cuentan chistes sin gracia en busca de público.
No decir nada tiene mucho de superioridad moral, de reafirmarse en que uno no va a perder un minuto de su tiempo en intentar reconducir a esa alma descarriada. Que bastante tiene una con educar a sus criaturas como para ponerse a hacerlo con un tal José Ramón, al que igual también le gusta robar uvas rojas.