LLENOS DE VIDA
Reconozco que aún no me he recuperado de aquel piso con chimenea que en el “proceso de selección” me arrebató un matrimonio con mejor per il, lo que sea que eso signi ique.
HHace un tiempo estuve buscando piso en Madrid. Actividad tan placentera y recomendable como que te golpeen en la cara con un salmón de 11 kilos. Un viernes me acerqué a ver un apartamento. Era perfecto. Me gustaba el suelo, me gustaba la luz, me gustaba el precio. Tenía hasta una chimenea de esas que no se usan, inutilidad que yo valoro mucho. La zona me encantaba. Salí de ahí convencido. La señora de la inmobiliaria parecía incluso más ilusionada que yo. Estuve todo el fin de semana fantaseando, imaginando mi nueva vida por el barrio. Di hasta un paseo nocturno por la que sería mi nueva calle, proyectando una vida sobre fachadas y escaparates. “Aquí iría a tomar café, aquí vendrían a estudiar los hijos que no tengo, aquí vendría a pasear el perro que tampoco tengo, aquí compraría el periódico, etc.”. Puse la imaginación a trabajar por encima de mis posibilidades. Nunca nada bueno sale de ahí. El lunes, cuando volví listo para dejar mi cepillo de dientes, me dijeron que se me había adelantado un matrimonio en el “proceso de selección”. Y que tenían más posibilidades de quedarse con el piso por su perfil. Porque en Madrid, más que alquilar un piso, parece que tuvieras que adoptarlo. Para el martes, por supuesto, la casa se había esfumado. Y con ella, mis planes y castillos en el aire.
Reconozco que no me he recuperado todavía de ese piso. Más doloroso que una ruptura. Cuántas escenas de película cursi me había formado yo entre esas paredes con molduras y de un muy adecuado color tomado. Pensé en lo que sería un buen argumento para una novela de terror o para una performance de Sophie Calle: tras ser rechazado por la propiedad de la casa, me pasaría los días espiando a esa nueva familia inquilina, viviendo vicariamente la vida que me había sido negada. Haciendo vigilancias con prismáticos desde mi coche, entre envoltorios de hamburguesas y vasos de café vacíos. Criticando sus elecciones de restaurante cuando
EN MADRID, MÁS QUE ALQUILAR UN PISO, PARECE QUE TUVIERAS QUE ADOPTARLO
salieran a cenar por ahí, odiando el arte colgado en sus paredes.
Debería haber un nombre para estas cosas, para este tipo de pérdidas absurdas. Garci decía que era una nostalgia por lo no vivido. Miqui Otero hablaba de la nostalgia del futuro, la que uno siente por las cosas que sabe que nunca hará. Puede que haya algo de todo eso. Hace poco, en mi pódcast, hablé con Enric González, quien se declara “inmune a la nostalgia”. Inteligente forma de vida, desde luego. Me recomendó un libro, de un autor ruso, que compré antes de un viaje para poder leerlo en el avión. El tema principal me resultó de lo más interesante: el amor que sentimos hacia las cosas que nos gustan menos, o que directamente nos han dejado de gustar. Esas que han mantenido su esencia, mientras nosotros íbamos cambiando. Al protagonista de la novela le ocurría con Hemingway, con Rusia y con una novia con la que se reencuentra muchos años después. Me preguntaba, andando por las calles, si mi no-piso caería dentro de esa categoría: ahora vivo en una casa mejor, estoy contento. Pero no me he quitado la alarma de Idealista de esa pequeña calle por si algún día vuelve a salir al mercado.
Nora Ephron lo contó en un artículo cuando tuvo que abandonar su querido piso en Nueva York. El nuevo apartamento era menos frío, estaba más cerca del médico, en un barrio estupendo, el precio era más razonable y vivía al lado de un sitio que vendía el mejor yogur griego de la ciudad. Todo ventajas. “Pero no es amor, es solo donde vivo”, zanjaba al final.
Entiendo a Nora. Mis amigos me dicen que pase página. Que me olvide. Llenos de vida, de John Fante, arrancaba con una frase en la que pienso a menudo: “Nuestra casa era grande porque nuestros proyectos también lo eran”. Y yo tenía muchas ideas para esa maldita chimenea.