UN NÚMERO DE CINE
La mañana del 26 de marzo de 1996 me crucé con mi padre en la puerta del baño de nuestra casa. Como siempre en aquella época, me desperté con el sonido dulzón de su transistor. Entonces aún no llevaba barba, así que se afeitaba toda la cara menos el bigote cada día del año. Cuando terminaba de enjuagar la crema desperdigada por el lavabo, haciendo un pequeño remolino con el agua sobrante y su mano derecha, me daba el relevo, yo entraba a ducharme y comenzaba el cuenta kilómetros de la jornada. Recuerdo la posición exacta de los dos ese amanecer de primavera, yo aún en el pasillo de parqué y él sobre las baldosas azules del servicio, Luis del Olmo estaba dando las noticias y pronunció la palabra “Oscar”, cuya gala se había resuelto apenas dos horas antes.
—¿Quién ha ganado, papá?
—Braveheart. Se ha llevado cinco.
Es el momento exacto en que taso el comienzo de mi cinefilia. Nunca me habían interesado antes los Oscar y nunca dejaron de interesarme desde entonces. La cosecha de mejores películas del año, las quinielas de las revistas de cine y las que haces con los amigos, la atención a los festivales que servirían de cantera a la noche más dorada del año.
Poco a poco, ya desde dentro, y cubriéndolos siempre para todos los medios donde he trabajado tras mi graduación en 2007, he observado con creciente interés cómo estos premios abrazaban causas sociales, se dolían por su falta de diversidad (étnica y de género), y por los lamentables abusos de Harvey Weinstein; también cómo han intentado corregir su falta de miras de antaño oteando y premiando cada vez más filmografías remotas, autocorrigiéndose con desigual suerte, poco a poco, a veces a trompicones. Si hasta abrieron un debate sobre la masculinidad tóxica en directo cuando un presentador (Chris Rock) se mofó de una actriz (Jada Pinkett) y su marido (Will Smith) le cruzó la cara en una performance salvaje e históricamente vergonzosa que se leerá con perplejidad en los libros de historia del siglo que viene. Desde aquel clímax delirante, las coberturas que vengan serán descafeinadas en comparación, difícilmente noticiables en lo extracinematográfico. Un perro que muerde a un hombre nunca es noticia, pero lo es si sucede al revés; o si ves la cordura de Occidente despeñarse antes tus ojos. Seguimos defendiendo, eso sí, que su alfombra roja, en dura puja hoy con la gala del MET, es el mayor escaparate actual de la moda, más incluso que todos los desfiles de todas las fashion weeks juntos. El mundo, por un día, mira a las actrices y a los actores.
Todos esos valores nos traen los Oscar, aparte —claro— de las películas en sí mismas. He observado desde aquel lejano 1996 el nacimiento y ocaso de centenares de estrellas, carreras fulgurantes rápidamente sofocadas; pero también, al contrario, resistir todos los embates del tiempo a tres o cuatro personalidades inextinguibles. Y qué privilegio ser testigo de excepción desde la afortunada tribuna que me permite esta revista, sucursal española de la biblia periodística de Hollywood.
El próximo 11 de marzo seguiremos atentísimos nuestros televisores para ver si acaba siendo la noche de Nolan o de Lanthimos o de Scorsese, o si salta la banca por los aires y nos encontramos con alguna sorpresa fascinante. En Vanity Fair daremos cuenta puntualmente en nuestra web de lo que ese día suceda. Mientras tanto, vaya por delante este Hollywood Issue a la española con el que pretendemos adueñarnos del glamour de la meca del cine y galvanizarlo con Vicky Luengo como gran musa del asunto. Tres hurras por la actriz balear. Es precioso cuando ves el alumbramiento de una estrella en directo.
He observado desde aquel lejano año de 1996 el nacimiento y ocaso de centenares de estrellas