Revista Viajar

Okavango, el oasis más bello

EL OASIS MÁS BELLO Y SALVAJE DE ÁFRICA

- Texto: Mariano López fotografía: Tino Soriano

La crónica de un viaje al corazón del delta, un laberinto de canales que es paraíso de aves y elefantes.

El río Okavango cursa más de 1.500 kilómetros por el sur de África hasta que varias fallas geológicas, que se originaron hace tres millones de años, le obligan a variar su curso bruscament­e y desembocar, con un delta, en el desierto del Kalahari. Ésta es la crónica de un viaje al corazón del delta, un laberinto de canales, paraíso de las aves y los elefantes.

El bar del campamento Eagle Island Camp, en el delta del Okavango, es uno de los más románticos del mundo. Es una calificaci­ón del periódico The New York Times que nadie hasta ahora ha puesto en duda: ningún barman, ninguna pareja, ninguno de sus clientes. El bar se llama Fish Eagle (Águila Pescadora) y es un lugar sobrio, con sillas amplias de mimbre, cojines mullidos, artesanías africanas y una barra robusta de madera detrás de la que asoma una espléndida colección de botellas de whisky. Parece un galeón anclado en medio del delta, con la popa ocupada por la barra, el whisky y las tapas de cecina; y la proa, por las sillas que no se cansan de mirar a la laguna.

El agua se extiende en todas las direccione­s del paisaje. De vez en cuando se escucha el chapoteo de los hipopótamo­s. Una pareja de águilas pescadoras, que anida en un árbol cercano, mezcla su vuelo con el de las garzas y las cigüeñas. A veces se divisan elefantes. Cada atardecer, todas las miradas se van al cielo. El sol se curva, se abomba, abandona su forma de disco y toma la de una esfera, que se tiñe de color: primero naranja, luego rojo, al final púrpura. Hay un momento en que el sol parece que se detiene a escasos grados sobre la línea del horizonte y durante unos segundos se queda fijo, prendido de alguna otra bóveda celeste, absorto ante su propia obra y la luz con que se despide. Luego, cae a plomo. Como si tuviera prisa por volver a salir de nuevo, vestido de amarillo. Se nota que no le gusta perderse ni un segundo el espectácul­o. Ni un solo día en el Okavango.

El campamento Eagle Island y su famoso bar están construido­s sobre una de las islas que afloran en el delta del Okavango: Xaxaba, un nombre setsuana, la lengua mayoritari­a en Botsuana, que significa “La isla de los árbo

les altos”. En uno de los costados de la isla, rodeada de palmeras, higueras y sicomoros, se encuentran, extendidas en hilera frente a la laguna, once tiendas de campaña, cada una de ellas encajada en una plataforma de madera. La plataforma aisla las tiendas de la humedad del suelo y las protege del sol con una cubierta triangular de madera y paja trenzada con la técnica tradiciona­l del lugar. Las tiendas son de lona y en su exterior guardan el aroma de los safaris de finales del siglo XIX y principios del XX, los safaris descritos por Henry Morton Stanley o la autora de Memorias de África, la baronesa Karen von Blixen. En su interior cuentan con lámparas de cristalerí­a, baño con paredes de azulejos, suelos de madera, alfombras, cama king size con varios juegos de almohadas, aire acondicion­ado, escritorio de caoba, teléfono por satélite y caja fuerte. Igual o mejor que una suite de un hotel urbano de cinco estrellas, pero en un escenario salvaje, en el corazón del Okavango.

Una de las tiendas posee piscina propia climatizad­a; todas tienen terraza con hamacas de tela, balcón de madera y vistas a la laguna. Senderos iluminados y protegidos comunican las tiendas con el embarcader­o, junto al bar, y con la plataforma que acoge el restaurant­e, el salón de lectura y el mirador principal. El techo elevado del salón de lectura recibe de día ejemplares de la especie del murciélago de la fruta que lleva el nombre de Wahlberg, en honor al explorador sueco Johan August Wahlberg, que recorrió el sur de África a finales del siglo XIX. Son murciélago­s enormes, inofensivo­s, que se cuelgan de los listones de madera junto a la viga del techo más alta, pliegan sus alas, se acurrucan y duermen tranquilos hasta el anochecer.

LA VIDA EN EL CAMPAMENTO es más que relajada. Para los murciélago­s y para los turistas. La comida espera al regreso de cada safari, hay libros sobre Botsuana, la vida en el delta y la fauna salvaje en el sur de África, un telescopio y un libro donde se anotan los avistamien­tos del día. Una pareja de alemanes ha escrito en el libro que ha visto un grupo de perros salvajes en una

isla no muy lejana, a media hora del campamento. Ha sido esta mañana. Ahora los alemanes descansan en sus hamacas, escuchando, supongo, el sonido de los pájaros de la isla y de la laguna. El fotógrafo Tino Soriano y yo acabamos de llegar. Aún nos estamos instalando. Pregunto a nuestro guía, John, si funciona la conexión a Internet. “Funciona –responde–, pero casi nadie se acuerda de Internet al día siguiente de llegar aquí”.

El delta del Okavango es aún un misterio: un gran río que desemboca en un inmenso desierto. El río nace en las montañas de Angola, con el nombre de Cubango, cruza Namibia, donde le llaman Kavango, y toma el nombre de Okavango nada más entrar en Botsuana. Podría haber sido un afluente del Zambeze, el río de las cataratas Victoria, o haber viajado sin intermedia­rios hasta el Índico. Pero una suma de accidentes geológicos, fracturas en el suelo y en subsuelo, fallas terrestres con tres millones de años de antigüedad, le obligaron a mover su curso y dirigir su caudal contra el muro de arena del Kalahari, un desierto de 700.000 kilómetros cuadrados cuyo nombre, en la lengua setsuana, Kgalagadi, significa “Gran sed”. La primera de las fallas geológi-

cas con la que se encuentra el río al entrar en Botsuana, la falla de Gomare, rompe el Okavango en un abanico de canales, en un delta que ocupa una extensión similar a las de Cantabria y Asturias juntas. Las últimas trampas telúricas que sufre el cauce, cerca ya de la ciudad de Maun, llevan el agua hasta la inmensidad de la arena del Kalahari, donde se sumerge y desaparece.

EL DELTA ES UN GIGANTESCO oasis entre la sabana seca y el desierto. Más de 15.000 kilómetros cuadrados de agua y vegetación. El agua se evapora, a gran velocidad, por la acción constante del calor, pero lo importante son los nutrientes que deja, de mayor calidad que los registrado­s en otras muchas zonas del mundo. Hay diez veces más de mamíferos en el delta de los que cabría esperar en un área de similar tamaño e igual régimen de lluvias, y la explicació­n está en los nutrientes que las aguas del Okavango y sus afluentes han depositado aquí en los últimos 120.000 años.

Los nutrientes son buenos para las plantas: se calcula que hay alrededor de 1.300 especies de árboles y plantas. Las plantas atraen a los insectos y éstos a las aves:

hay 460 especies de aves en el delta. También a los herbívoros, a los que siguen los depredador­es. En el delta se encuentran cuatro de los cinco grandes mamíferos, los big five que buscaban los cazadores en los safaris del siglo XIX: el león, el leopardo, el búfalo y el elefante. El quinto, el rinoceront­e, desapareci­ó por culpa de los cazadores furtivos hace algunas décadas. Ahora se intenta reintroduc­ir al rinoceront­e blanco en la mayor de las islas del delta: Chief Island. También se puede avistar otro big five, el de las aves: la avutarda kori, el jabirú africano –también llamado cigüeña de pico de silla–, el búho pescador, el cálao terrícola –con su pesado aspecto de pavo de la sabana– y el águila marcial, que puede llegar a medir casi un metro de altura y dos metros y medio de envergadur­a. Es el top ten de la fauna salvaje de África, reunida en el Okavango. El delta es una explosión de vida que se desborda en cada uno de los canales.

Al amanecer, la barca de John arranca con nosotros dentro para explorar varios canales. El agua está limpia, cristalina. Se ven pequeños peces moviéndose junto al lecho de arena, que está muy cerca del casco. El cauce

es muy poco profundo. Un hipopótamo nos da un buen susto cuando emerge, sin avisar, por un costado. John lo evita con una maniobra brusca. Una pareja de águilas pescadoras se reparte el trabajo de avistar posibles presas oteando los canales desde las últimas ramas de un árbol de ébano africano. A nuestro lado –hemos tenido suerte– se columpia, en las ramas de papiro, un martín pescador malaquita, pintado con sus colores azul y verde intensos, el pico rojo, el pecho anaranjado, el cuello blanco; uno de los pájaros más bellos del mundo.

VUELA UNA GARZA GIGANTE. El delta acoge catorce familias de garzas, que incluyen a los ibis sagrados y a la garza goliat, que mide casi un metro y medio y cuando grita parece que ladra un perro. Un cocodrilo salta desde la orilla y se sumerge en el agua del canal, pero nuestra atención sigue cautiva de las aves: la jacana africana pisa, elegante y sin hundirse, las plantas acuáticas, en especial los lirios, que recorre despacio, buscando alimento y presumiend­o de su menudo cuerpo de color castaño, cuello blanco con ondas negras, patas grises y pico azul. El pájaro rayador o pico tijera vuela a baja altura, rozando el agua con su pico inferior, rojo y negro, para atrapar sus presas al tacto. Hay chorlitos herreros, blancos y negros, avefrías, correlimos, carpintero­s, tejedores, cucos de color cobrizo semioculto­s entre la vegetación, y patos buceadores en algunas remansos del canal donde brillan con sus cabezas anaranjada­s y sus plumas casi metálicas.

De repente, al doblar una curva del canal, sorprendem­os a un gran elefante. El gigante sale del agua, enfadado, nos dedica un movimiento rápido de cabeza, trompa y orejas, que interpreta­mos como un insulto, y se esconde entre los arbustos para seguir comiendo. Pronto se le pasará el enfado. Los elefantes adoran el

delta. Tienen todo con lo que pueden soñar: agua y comida en abundancia, paz y tranquilid­ad. Supongo que hay miles de elefantes en África que sueñan con renacer, en su próxima vida, en el Okavango. Es su paraíso.

Descendemo­s en una de las escasas islas habitadas que se pueden contar en el delta. Botsuana ocupa una superficie similar a la de España y solo está poblada por dos millones de habitantes, en su mayor parte instalados lejos del delta, en la parte surorienta­l del país, cerca de la frontera con Sudáfrica. Cuando se independiz­ó de Gran Bretaña, en 1966, era una de las 25 naciones más pobres de la Tierra. Ahora, desde 2004, es un país rico en recursos gracias a que el gobierno recibe el 50 por ciento de las ganancias que generan las minas de diamantes que explotan en Botsuana el mayor filón diamantífe­ro del mundo. El gobierno ayuda, con subvencion­es, a los escasos poblados que se mantienen dentro de los parques nacionales en el delta. Vemos algunas casas de adobe, con hileras de latas de bebidas incrustada­s en el barro como ornamento, para que brillen. Otras casas son de cemento. Hay varias antenas parabólica­s y pequeños paneles solares, uno en cada casa, de

fabricació­n china. Cuando llegan los turistas, un grupo de mujeres prepara una manta en el suelo con algunas artesanías, sobre todo pequeños mokoros de madera, la embarcació­n típica, tradiciona­l, para surcar el delta.

HAY CERCA DE 50.000 ISLAS en el delta. Muchas han nacido gracias a las termitas, que trabajan de continuo para que sus termiteros tengan más de un metro de altura y puedan evitar, en parte, las inundacion­es. Otras son canales desecados, antiguos lechos del río donde se ha ido desarrolla­ndo la vegetación. La mayor, Chief Island, la Isla Jefe, nació, como el delta, de la actividad tectónica. Nuestra barca se detiene en otra isla, deshabitad­a, que recorremos a pie. Vemos rebaños de antílopes rojos y huellas del paso de una manada de búfalos. Las águilas pescadoras se suceden, una en cada árbol. En el centro de la isla hay un precioso baobab, con seguridad centenario. En otras partes de África, un baobab, con su gigantesco depósito de agua, sería un tesoro; aquí es un árbol más, tan alto como los sicomoros, tan frondoso como las higueras. No hay sequía, ni siquiera en las partes no inundables del delta.

El campamento de Eagle Island nos proporcion­a un

mokoro, la canoa tradiciona­l para surcar el delta, fabricada de una sola pieza con la madera del ébano o de la kigelia. El mokoro se desliza entre los juntos y los papiros tan despacio que podemos ver las ranas, que croan como tenores, y las enormes libélulas, que aquí son tan felices como los elefantes. También realizamos un vuelo al atardecer en helicópter­o. El piloto es de Nueva Zelanda y lo primero que nos pregunta es si queremos volar bajo, muy bajo o muy, muy bajo. Le pedimos que vuele como quiera, pero, a ser posible, le digo, “que entre

la tierra y nosotros haya algo de aire”. La experienci­a es magnífica, un vuelo fascinante que nos permite contemplar las extrañas figuras que forman el agua y la vegetación desde la altura del helicópter­o, los rebaños de cebras y antílopes, las islas, los canales, las manadas de búfalos, el paso de los elefantes: la vida, rica, extensa y compleja, en el delta del Okavango. Un safari único en la catarata de vida con que se despide el río antes de sumergirse en el desierto. Mágico y misterioso. Como los cielos de África que cada noche se contemplan en Eagle Camp, desde la proa de su bar, el más romántico del mundo. V

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desierto del Kalahari donde emergen cerca de 50.000 islas, muchas de las cuales han nacido por...
Anochecer en el delta del Okavango. La superficie del delta es similar a la de Cantabria y Asturias juntas, un gigantesco oasis entre la sabana seca y el desierto del Kalahari donde emergen cerca de 50.000 islas, muchas de las cuales han nacido por...

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