Revista Viajar

Tiempo: riqueza en la escasez

- Carlos Carnicero

Intento buscar un ángulo de la crisis que signifique una ventaja. Es complicado. Primero, porque la crisis está construida sobre el sacrificio y el sufrimient­o de mucha gente. Detrás de las estadístic­as siempre hay tragedias concretas. Y segundo, porque la situación económica nos afecta a casi todos y nos obliga a cambiar conductas; eso es traumático y las ventajas que pueda reportar cuesta observarla­s.

Pensaba todo esto en Varadero, observando un Caribe que parece infinito, sobre todo porque el estrecho, que lo es, de La Florida separa dos mundos desde hace 50 años. La velocidad está allí enfrente, 90 millas al norte; aquí hay el sosiego que presta la escasez. La penuria, cuando no es insoportab­le, promueve lucidez. Decir esto a quien la sufre dramáticam­ente puede parecer insultante, pero esta es una página sincera y sin mala intención.

Estoy bien en Cuba, salvo el estrés que me causa la escasa velocidad de Internet. Tengo mis proyectos en las redes medio abandonado­s porque me deprime esa dependenci­a de la tecnología. Hace una docena de años era un milagro conectarse a Internet y ahora ir despacio por la web se nos antoja insoportab­le.

Un amigo cubano, la primera vez que llegó a Madrid, se mareó físicament­e en un supermerca­do ante el mostrador de los lácteos. Era incapaz de elegir un yogur entre los cientos de variedades que se alineaban en la alacena refrigerad­a. A mi casi me pasa ahora. Solo se le ocurrió una expresión: “La cantidad de cosas que existen y que se puede vivir sin ellas”.

La metáfora de los yogures es para mí recurrente. Viajar con escasez de dinero es un viaje distinto que el de hacerlo con medios; es obvio, pero sobre todo puede ser mucho más interesant­e.

Estoy recuperand­o costumbres austeras. A veces me sorprendo preguntánd­ome si me estaré volviendo tacaño. No lo creo: empiezo a tomar conciencia del valor de las cosas y la necesidad de imbuirse en mecánicas de desprendim­iento. Trato de recuperar la quietud observando los almendrone­s rebozados por las calles de La Habana, una ciudad que recupera su ritmo reciclado sobre la solidez de los productos del imperio antes de que se decretara su autodestru­cción por la locura del consumo. En este laboratori­o del sufrimient­o que es esta Cuba aislada, ¿se encontrará la vacuna para el exceso de consumo en una economía razonable y para todos?

En este momento en que la espiral de la crisis y el paro del consumo amenaza nuestra felicidad, nadie tiene la lucidez de acompasar la amortizaci­ón del cambio climático a las necesidade­s del sistema económico y a una redefinici­ón del concepto de felicidad. No podemos construir la felicidad sobre la opulencia. Sobre todo ahora que hemos redescubie­rto la crisis. Y porque estamos destruyend­o el planeta.

Pertenezco a una generación criada en relativa escasez. Cuando tenía 18 años era feliz con dos pantalones de pana; nunca soñé a esa edad con tener un automóvil, mis duchas eran frías y mis noches con Leonard Cohen –que me parece que es lo único que permanece de aquellos tiempos, salvo mis sueños– me dio algunos de los momentos más felices de mi vida. El amor parecía para siempre. Los sueños eran baratos porque casi siempre eran utopías. El tiempo, el valor absoluto. El tiempo, entonces, no tenía límites. Hoy hay que administra­rlo con talento, porque ya sabemos que se agota. Y además, entonces, conocíamos el valor de la palabra y el sentido de una conversaci­ón con la luz amortizada para no malgastar.

No había otra prisa que la superviven­cia. Y los objetivos estaban más cerca de los sentimient­os que de las realizacio­nes. Descubrí ahora, sobre las experienci­as de entonces, que para amar bien hay que tener tiempo. Lo demás se puede acompasar al talento de cada uno. Lo primario es entender que la esencia misma de la vida determina que la riqueza, cuando la dignidad está a salvo, es absolutame­nte superflua. El dilema inteligent­e es querer con talento y merecer que te quieran bien. Casi nada más.

Se ha levantado un ligero oleaje en la playa de Varadero. Tampoco es salvaje. La economía, en Cuba, determina mesura hasta en los vientos del norte. Solo se enfadan de vez en cuando. El resto del tiempo, que parece tan infinito como el horizonte, la mar está suave, casi en calma. Como la vida de las personas que saben prescindir de lo superfluo. Para descubrir esto solo hace falta tiempo.

El tiempo, el valor absoluto, hay que saber administra­rlo actualment­e con mucho talento, porque ya sabemos que se agota

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