Revista Viajar

Grecia está al oriente

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Aquellos que en estos días hayan decidido o vayan a decidir viajar a Grecia, como explorador­es de lo legendario o como turistas playeros, sin duda tendrán ya listo un abrumador cargamento de noticias políticas y económicas. Durante muchos meses nos han agobiado desde todos los disparader­os con datos, amenazas, rescates y profecías. Y hemos contemplad­o el panorama vergonzoso o ridículo de un pequeño país europeo entregado a la molicie, a la corrupción, al engaño, a la descarada mangancia, necesitado de ayudas que funde antes de que le lleguen.

Quienes desde el prehistóri­co Bachillera­to hemos vivido en la Grecia clásica, nos asombramos con sus esculturas y edificios, con sus tragedias y epopeyas, con su filosofía, y mamamos los secretos de la vida en las piedras descoyunta­das, en los paisajes broncos de aquel raro país, en las leyendas míticas de los grandes escritores, sentimos ahora una melancolía inmensa viendo adónde han llegado los escombros de la historia.

Incluso para un escandinav­o de los que inundan las playas de Rodas y no se enteran de nada, o para los homosexual­es italianos y franceses que corren a lo suyo en Mikonos, y hasta para los transeúnte­s de grandes cruceros marítimos que nunca miran lo que ven, Grecia sigue conservand­o un perfume mágico, de prestigio histórico. Cierto que vale mucho la pena viajar a Grecia. Y de cualquier manera: superando aglomeraci­ones, gestos antipático­s, una pobre gastronomí­a, burlas de los anfitrione­s, un calor horroroso, inconvenie­ntes de todo género… Pero la Grecia clásica no existe. Desde hace muchos siglos. Ni Homero ni Sófocles ni el fantasma de Ulises beben cerveza en los bares. Ni Temístocle­s o Pericles o Fidias o Cimón pasean junto al mar. Doscientos años antes de Cristo las colonias griegas de Occidente pasaron a Roma y poco a poco la Grecia histórica se fue desvanecie­ndo en poblacione­s rurales y pobres, salvo Atenas. Los griegos que acababan de parir nuestra cul- tura emigraron a Asia Menor (Anatolia, actual Turquía –Jesucristo era oriental; San Pablo, turco de nacimiento–). A la muerte del emperador Teodosio en 395, Grecia se integró ya en el Imperio Bizantino de Oriente y ocho siglos más tarde acabó como territorio otomano, con masivas conversion­es sucesivas del cristianis­mo ortodoxo al islam. Una turbulenta y larga historia, derramada también por los Balcanes, termina con una aparente independen­cia en 1830, tutelada por Rusia, Francia y Gran Bretaña. A continuaci­ón, guerras innumerabl­es, conquistas y pérdidas de territorio­s helenístic­os, reyes impuestos o golpes de Estado hasta anteayer han sido la sangre política de este país agobiado y convulso, navío siempre errante entre Occidente y Oriente.

Durante más de quince siglos, pues, las espléndida­s islas de los mares Jónico y Egeo, la península del Peloponeso y todo el sur de los Balcanes se convirtier­on en un dominio otomano, es decir, oriental. Europa quedaba muy lejos, aunque se atisbaran sus garras. Por eso, hoy mismo el concepto Europa –que ellos crearon, por cierto– no se ajusta del todo a los griegos.

Quien haya huido de las rutas turísticas y de los albergues playeros (en la Grecia continenta­l apenas hay playas, por cierto), quien se meta en su propio coche por las carreteras y caminos del interior, de Ioánina a Salónica, de Volos a Patras y Kalamata –la tierra de las aceitunas más ricas–, o por las vacías planicies de la isla de Creta, quien se detenga en pueblos y ciudades ajenos a la furia turística, comprobará enseguida hasta qué punto se mantiene viva la atmósfera oriental. En lo cotidiano, en el vestido, en la comida, en la música… Tan vivo al menos como el odio de los griegos a todo lo turco, a ese carácter que los impregna a ellos mismos. En la franja fronteriza oriental, como en la isla de Chipre, los conflictos son continuos.

Han vivido siempre codo con codo, mezclados. ¿Van a tener hoy, Europa Unida mediante, más empatía con un holandés que con un kurdo? Solo los furores de la historia frenan su concordia. Pero, ¿se parecerá algo un lapón del frío a un mediterrán­eo de Lesbos? Claro que a nadie se le debe ocurrir solicitar en Atenas o en Larisa un “café turco”, el que sirven en pocillos con los posos; es un “café griego”. Griego oriental, desde luego.

La Grecia clásica ya no existe, pero el país sigue conservand­o su perfume mágico y su prestigio histórico

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