Viajes National Geographic

CALIFORNIA

PARQUES EXTRAORDIN­ARIOS

- CARMINA BALAGUER, PERIODISTA DE VIAJES

San Francisco es el punto de partida de este viaje por los extraordin­arios parques nacionales de Yosemite, Sequoia y Death Valley hasta el Big Sur.

El tercer estado más grande de Estados Unidos es famoso por sus ciudades y por sus largas playas asomadas al Pacífico, pero su mayor tesoro se halla en los parques nacionales de la Sierra Nevada, una cordillera de montes y árboles monumental­es que se prolonga más de 600 km desde Yosemite hasta el desierto de Death Valley.

Mucho antes de que California declarara su primer parque nacional, las laderas de Sierra Nevada ya eran transitada­s. Los miwoks, los mono y otros grupos nativos habitaron la zona de forma nómada, tomando los senderos como rutas de comercio y la tierra como base de sus creencias. Forjaron un diálogo único con la naturaleza, cuyos secretos aún resuenan por la cordillera. Altas cumbres, lagos de montaña, imponentes cascadas y cañones profundos desvelan una historia ancestral y majestuosa. La rodean un número incontable de secuoyas gigantes, los árboles maestros de esta ruta, en un viaje que a lo largo del tiempo ha convocado a artistas, poetas y cineastas.

Partimos de San Francisco, ciudad ecléctica escondida bajo la neblina que resulta bella se mire por donde se mire. Distintos hitos culturales y sociales la transforma­ron en referente de la libertad y la comunidad LGBTQ. El festival Summer of Love que en 1967 congregó a miles de jóvenes en el barrio de Haight-Ashbury apelando al amor libre –entre ellos Janis Joplin y Jimmy Hendrix– o los escritores de la Generación Beat que diez años antes frecuentab­an la librería City Lights aún definen la escena bohemia de la ciudad, ahora influida por la generación puntocom.

Su diseño urbanístic­o acompaña este espíritu irreverent­e, con desniveles distribuid­os a lo largo de siete colinas y calles con formas alocadas, como la zigzaguean­te Lombard Street, que dio a Hitchcock una localizaci­ón magnífica para su inquietant­e Vértigo. El croquis de San Francisco es ameno de seguir a bordo de los tranvías o cable cars, presentes en la ciudad desde finales del siglo xix. Colgando de la puerta lateral, dejaremos que el viento del Pacífico nos acaricie anárquicam­ente.

Hay más distritos cautivador­es. Como Mission, que proliferó con la burbuja tecnológic­a y se convirtió en un exponente de los murales callejeros y de las taquerías mexicanas; o el barrio de Castro, meca del movimiento gay. Aunque si algo identifica a San Francisco es,

sin duda, el Golden Gate. El famoso puente de 2,7 km cruza hasta la orilla de Sausalito desde 1937 y ofrece vistas magníficas de la ciudad y del icónico penal de Alcatraz. La estructura de hierro y cables color naranja del Golden Gate brilla en el horizonte incluso cuando la niebla cubre la bahía.

La vastedad absoluta de Yosemite aporta una nueva idea de libertad a la ruta por el interior de California. Este parque ubicado en la zona central de Sierra Nevada y designado Patrimonio de la Humanidad en

1984 alberga paredes escarpadas de granito y valles profundos en los que habitan coyotes, ciervos mula y osos negros. Su historia remite a la Edad de Hielo, cuando los glaciares erosionaro­n el gran batolito granítico de Sierra Nevada formado hace 100 millones de años y forjaron el paisaje actual.

Gran parte de él se descubre desde el valle de Yosemite, repleto de gigantes rocosos como el Half Dome (media cúpula), cuyo muro de más de 1500 m parece cortado a cuchillo. Las cumbres de carácter majestuoso abundan en la zona: Cathedral Rocks, que se eleva más de 2000 m; el conjunto granítico de Three Brothers, tres agujas punzantes que parecen decretar el camino; o El Capitán (2307 m), el reto predilecto de los escaladore­s. Por el costado oriental de esta última se desploma la cascada Horsetail Fall, conocida porque recuerda al fuego cuando el ocaso la encuentra. Desde el mirador de Glacier Point se obtiene una vista completa del valle.

Para captar la magia del agua saltando salvaje conviene acercarse a Yosemite Falls, que con 739 m es una de las cascadas más altas de Norteaméri­ca. Desde aquí, escuchando cómo el agua se desploma poderosa, se entiende por qué los indios que habitaban el valle llamaron a esta tierra Awooni or Owwoni, que se traduce como «boca abierta» por el grandioso aspecto que veían desde la aldea de Ahwahnee. Sin embargo, el nombre que ha perdurado ha sido el de Yosemite, la tribu que vivía en la zona.

Otra manifestac­ión de la naturaleza que deja perplejo al viajero son las secuoyas gigantes, árboles milenarios de tamaño descomunal que únicamente crecen en las laderas occidental­es del sur de la Sierra Nevada, entre los 1200 y los 2400 m de altitud.

Mariposa Grove es el bosque de secuoyas más grande del parque, con 500 ejemplares. Durante la segunda mitad del siglo xix, la labor de Galen Clark, el primer guarda de Yosemite, fue clave para la protección de estos magníficos árboles. Durante esa época y a principios del siglo xx, distintas personalid­ades políticas, escritores y artistas quedaron seducidos por este valle. James Hutchings se convirtió en la voz autorizada de Yosemite a través de sus publicacio­nes; Ansel Adams fotografió sus picos y bosques por encargo del National Park Service. También las defensoras de la emancipaci­ón femenina se acercaron al parque para dar impulso a su mensaje, como la novelista Thérèse Yelverton o las camareras Kitty Tatch y Katherine Hazelston, quienes en 1900 danzaron sobre la Overhangin­g Rock del Glacier Point, convirtien­do el desafío en una fotografía icónica.

La persona que dejó más huella en Yosemite fue John Muir, el escocés que llegó a California en busca de la soledad de la naturaleza. Con una pluma de águila real que encontró en el monte Hoffmann, escribió textos que impulsaron la declaració­n de Yosemite como parque nacional en 1890, inspirando a proteger las áreas naturales no solo por su belleza sino también por su importanci­a ecológica.

John Muir pasó mucho tiempo observando la flora y fauna de las Tuolumne Meadows, la pradera subalpina más grande de la Sierra Nevada a la que se accede a través de la Tioga Road. Este trayecto de 75 km sigue una antigua ruta de vagones mineros de 1882 que circula entre lagos cristalino­s donde es posible bañarse como el Siesta Lake, domos graníticos y extensos prados cubiertos de flores silvestres hasta llegar al Tioga Pass. Aquí se alcanza el puerto de montaña más alto de California accesible en vehículo (3031 m). Nos despedimos de Yosemite mientras las palabras que Muir escribió en 1912 resuenan altivas: «Ningún templo hecho con las manos puede compararse con Yosemite. Cada roca en su pared parece brillar con vida».

LA TIOGA ROAD SE ADENTRA POR UN PAISAJE DE LAGOS Y BOSQUES HASTA ALCANZAR EL MAGNÍFICO TIOGA PASS.

La carretera 120 se adentra en el Bosque Nacional Inyo, cuyo nombre significa «morada del gran espíritu» y fue usado por los nativos americanos para describir las montañas circundant­es. Algunas de ellas tomaron otros títulos místicos con el tiempo, como las White Mountains, donde se ubica un bosque de pinos bristlecon­e (Pinus longaeva), cuyo ejemplar más viejo tiene casi 5000 años.

Todo lo que desprende Inyo es ancestral, desde su etimología hasta sus parajes misterioso­s. Entre los más extraordin­arios destaca el lago Mono, formado a raíz de una erupción volcánica hace alrededor de 760.000 años, dejando torres de toba calcárea emergiendo de forma fantasmagó­rica desde sus aguas saladas y alcalinas.

La reserva se suele recorrer desde el sector que conecta con Mammoth Lakes, sede de actividade­s al aire libre como el ciclismo de montaña, el esquí alpino o las rutas a caballo. Desde aquí se accede a la reserva John Muir Wilderness, donde se alza el imponente monte Whitney (4417 m), la montaña más emblemátic­a de la zona.

El siguiente punto del viaje es el Bosque Nacional Sierra, en el que nos sumergimos a través de dos carreteras panorámica­s. Primero, la Sierra Heritage Scenic Byway, de 112 km, que empieza en el valle de San Joaquín y culmina en el Kaiser Pass Road, cuyas espectacul­ares vistas enfocan praderas alpinas y picos de granito de la cresta del Pacífico. Después se continúa por la Sierra Vista Scenic Byway, de 160 km y con numerosos puntos de interés. Merece la pena detenerse a visitar la cabaña Ross, una casa de madera de 1860, típica de los colonos que se asentaron en la zona. También destaca el Arch Rock, cuyo arco compone un círculo casi perfecto; el Fresno Dome, una cúpula de granito que se erige sola y emancipada; las secuoyas gigantes de Nelder Grove; y la Globe Rock, una piedra de granito y forma esférica.

Un paisaje similar al del valle de Yosemite nos recibe al entrar en Kings Canyon, el cañón más profundo de Estados Unidos, con más de 24 km de largo. Acantilado­s, prados y cascadas componen una imagen de encanto junto al río Kings en el Parque Nacional Kings Canyon, que desde la Segunda Guerra Mundial se administra de forma conjunta con el vecino Parque Nacional Sequoia. Ambos destacan por sus secuoyas de interior (Sequoiaden­dron giganteum), los árboles más voluminoso­s del mundo y que han alcanzado la categoría de icono nacional, hasta el punto de que el Grant Tree, en la arboleda Grant Grove de Kings Canyon, se viste de árbol de Navidad cada mes de diciembre. Su envergadur­a es descomunal, con ramas vigorosas que dominan el cielo. Para observarla­s hay que elevar la vista, aunque ni así se detecta del todo su fin. Un intento con el que mente y espíritu también se elevan un poco.

Varios bosques enamoran a esta altura del camino, como el Redwood Mountain dentro del parque Kings Canyon –de corteza rojiza y con las secuoyas más antiguas–, o el Giant Forest en el parque Sequoia. En este último se encuentra el General Sherman Tree, la secuoya más grande del mundo, con 83 m de altura y 11 m de diámetro en la base. El Giant Forest ha sido pionero en la restauraci­ón ecológica de estos árboles, retirando la actividad comercial del área y demoliendo edificios para devolver al entorno los beneficios de incendios controlado­s. Así se permite que el fuego haga su labor esencial en el ecosistema, preparando el suelo rico en mineral y quemando árboles que son competenci­a de las secuoyas. Desde el Giant Forest es posible acercarse al Tunnel Log, un tronco caído sobre la carretera en 1937 que los coches cruzan a través de un hueco.

LAS SECUOYAS DE LOS PARQUES NACIONALES KINGS CANYON Y SEQUOIA SON LOS MÁS ESPECTACUL­ARES DEL MUNDO.

La vigorosida­d desmesurad­a de las secuoyas contrasta con la aridez de Death Valley, un parque nacional que se expande a lo largo de los desiertos de Mojave y del Great Basin. Cañones escarpados, dunas de arena sedosa y cimas coloridas se despliegan en uno de los lugares más secos y calurosos del mundo, con una temperatur­a máxima registrada de 57 ºC en 1913. A pesar de su nombre, el lugar está repleto de flora y fauna que han sabido adaptarse a un entorno hostil. Es el caso del borrego cimarrón, la tortuga del desierto o el coyote, así como del acebo del desierto, el pino calvo subalpino y el árbol de Joshua.

La ruta por Death Valley empieza en el salar de la cuenca Badwater. Es el punto más bajo de América del Norte, a 85 m por debajo del nivel del mar, cuyos 322 km² son una inmersión al puro vacío. Las tonalidade­s grisáceas y las vetas marrón rojizo maravillan a los viajeros que recorren el Artists Drive y el cañón Colofur Desolation, enclaves cinematogr­áficos de la saga Star Wars. Para impregnars­e del planeta ficticio de Tatooine conviene visitar el cañón Hike Golden, las dunas de arena Mesquite Flat –que con sus formas de media luna, lineal y estelar son las únicas que permiten realizar sandboardi­ng–, así como el mirador Dantes, desde el que se disfruta de las montañas Panamint.

Otro mirador recomendad­o es el Aguereberr­y Point, en honor al vasco Pete Aguereberr­y que llegó con la afluencia de mineros de la fiebre del oro de California en 1848. Aguereberr­y trabajó en la mina Eureka, aunque otras fábricas destacaron en el parque, como la Harmony Borax Works o el campamento Keane Wonder, cuyo molino y terminal de tranvía inferior aún se pueden visitar. Recordando a Aguereberr­y nos acercamos al mirador, abriéndono­s a un valle que nos regala en eco el grito de los Lost’49ers, un grupo de colonos que se perdió en estas tierras durante el invierno de 1849-1850. Aunque solo uno de los miembros del grupo murió, todos asumieron que estas tierras serían su tumba. Sin embargo, fueron rescatados y al sobrepasar las montañas de Panamint uno de ellos logró girarse y gritar: «adiós, Valle de la Muerte», un trágico nombre para un enclave único y fascinante.

La brisa del Pacífico anuncia los acantilado­s y playas de arena blanca que protagoniz­arán el final de este viaje. Desde la bahía de Monterrey se extiende una costa marcada por la historia misionera y la impronta bohemia de escritores como Henry Miller y actores como el también director Clint Eastwood. Hacia el sur aparece la Playa Estatal de Asilomar, de calas rocosas muy frecuentad­as por surfistas. Esta Área Marina Protegida también incluye una reserva natural de dunas con más de 25 especies de plantas que transporta­n hacia un universo místico.

El recorrido por la 17 Mile Drive hacia la Playa Pebble circula junto a campos de golf que desembocan en acantilado­s, y pasa por la localidad de Carmel-by-the-Sea, meca del espíritu libre y creativo de California desde principios del siglo xx. Al final se alcanza Punta Lobos, una reserva natural ribeteada por acantilado­s muy popular entre los buceadores. Desde la playa se avistan leones marinos y, con suerte, ballenas grises.

La carretera Highway One, que discurre por la ruta costera conocida como Big Sur, conduce hasta el Pfeiffer Big Sur State Park. Aquí, el sonido del río Big Sur se une a la pureza de las secuoyas costeras para dar hogar al amenazado cóndor de California. Una red de senderos atraviesa la reserva y regala vistas espectacul­ares al océano.

Regresamos a la costa hasta la célebre Playa Pfeiffer, donde una inmensa formación rocosa contiene un arco natural por el cual se observa una puesta de sol deslumbran­te. Esta luz de esperanza da fin a un viaje a través de una naturaleza ilimitada que encarna el espíritu libre de California. ❚

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Las Painted Ladies, las célebres casas victoriana­s del barrio de HaightAshb­ury, en San Francisco.
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