EUSKADIVERDE
Viaje por los parques naturales que se extienden al norte de Vitoria-Gasteiz, un área de bosques y montes donde las leyendas se mantienen vivas.
De Valderejo a Aizkorri, este viaje enhebra de oeste a este los parques naturales que se despliegan al norte de la bella Vitoria-Gasteiz.
UnUn arco de parques naturales atraviesa el norte de Álava y ofrece la oportunidad de trazar un viaje de oeste a este en el que el protagonismo se lo llevan las montañas y valles tapizados de bosques y prados.
Por los paisajes vascos corre sangre de muchos colores. El rojo del hierro y de sus bosques otoñales, el azul del Cantábrico, el amarillo de las mieses y el dorado de sus arenales, el gris de sus formaciones kársticas y de olas de nubes cabalgando las laderas, el negro de las sombras a través de la fronda y el destello de sus vinos, ora pajizo ora purpúreo. Todo un círculo cromático en tonos degradados,
pinceladas que emocionan las retinas clavadas sobre un lienzo de Adolfo Guiard, introductor del impresionismo en Euskadi.
Pero el corazón que alimenta sus almas y hace palpitar los sentidos al degustar sus caminos es de una sola gama: verde. Atravesando el interior del país de oeste a este, nos vemos desbordados por el brillo de campiñas y montañas, de bosques y riberas, de praderas, vegas y aulagares. Un color que es plural, porque transita entre matices sin apenas solución de continuidad, del jade al glauco, del musgo al trébol, del esmeralda al chartreuse… Y todos se nos cuelan por los poros en caricias y arrebatos cabalgando valles y cumbres.
Nuestro andar comienza en el extremo occidental, donde las fronteras de Álava se infiltran entre las burgalesas. Enredando, delimitan el valle de Valdegovía, que anticipa los labrantíos mesetarios de cereal siguiendo el curso del río
Tumecillo. Pero de inmediato saltan los contrastes cuando las sierras de Arkamu y Raso se alzan encima de los mil metros, tapizadas sus vertientes por bosques impenetrables. En las zonas meridionales de solana, los pinos y quejigos del piedemonte van dando paso a retorcidos encinares con acebos, madroños, sabinas y brezales. En la cara norte, húmeda y umbría, será el haya quien tome el relevo.
La joya del valle es el Parque Natural de Valderejo. Recogido sobre sí mismo entre paredes calizas de más de 600 m, el desgarrón sobre el terreno parece la huella fosilizada de una holoturia o pepino de mar gigante. Su envidiable estado de conservación es fruto del aislamiento y la escasa población. En conjunto, dibuja un cuadro de gran belleza en tres dimensiones, delimitado por atalayas y barbacanas sobre escarpes y surcado por el río Purón.
Cerca del pueblo abandonado de Ribera, el río se ciñe al desfiladero que él mismo ha formado limando la roca caliza con paciencia de reo. Entre los recorridos que pueden hacerse en el parque este es, quizás, el más deslumbrante. El agua salta y canta entre cascadas y pozas transparentes, azules, verdes, pardas, junto a un camino arañado en las paredes verticales del barranco. La vegetación crea túneles de siluetas entre colores y eclipses, y la imaginación sonríe, y los sueños vuelan…
Pero Valdegovía nos ofrece aún más. Sus caminos nos llevan a rincones recónditos, como San Martín de Valparaíso, Santa Olalla o Tobillas, en los que anacoretas de los siglos vi y vii vaciaron la roca y obraron eremitorios rupestres y necrópolis donde orar, y morir, en comunión con un fragmento de la creación que induce al éxtasis.
No es casualidad que sea en Tobillas donde se encuentre la iglesia más antigua del País Vasco, San Román, fundada el año 828 por el abad Avito en su huida de los musulmanes. Presenta las primeras trazas de un románico primitivo que transitará al estilo ojival en la iglesia de Tuesta, se hará gótico en el santuario de Angosto y llegará al barroco en San Martín de Bachicabo.
Los valles, por el contrario, eran preferencia de los grandes señores, que erigieron torres y palacios desde los que controlar sus dominios. Fue el caso de los Calderones y Salazares, en Nograro, de cuyo recinto apenas quedan unos muros pero que conserva aún con gallardía la torre del siglo xiv. Es igualmente el caso de los Varona, cuya impecable torre-palacio fue cuna de María Pérez de Villanañe, la «Varona de Castilla», inmortalizada por Lope de Vega.
Salimos camino del norte y nos detenemos en el Valle Salado, junto a Salinas de Añana. Con el sol en su cénit, nos ciega el resplandor. Desde el convento templario de San Juan de Acre, vemos la sábana blanca que cubre la quebrada por donde discurre el río Muera. Largos canalones, que rebosan con estalactitas de sal, distribuyen sus aguas sobre eras aterrazadas dispuestas sobre pilotes de madera. En algunas, la fina lámina de salmuera deja ver los cristales de cloruro sódico decantándose en el fondo; otras, ya evaporado el líquido, acumulan montículos de condimento sin refinar dispuestos para su recogida. Es una visión singular, irreal, que comenzó hace siete mil años y que alcanzó su apogeo en épocas romana y medieval, siendo una de las salinas en explotación más antiguas del mundo.
Llegamos al Parque Natural de Gorbeia, donde volvemos a fantasear envueltos en un cuento
de hadas. O mejor de lamiak, náyades con pies de ave que peinan sus cabellos en las riberas de los ríos. La cascada de Goiuri nos remite a Tolkien, a Margaret Weis y a Tracy Hickman, bajo el ritmo hipnótico de la txalaparta, ese instrumento de percusión hecho con tablas. En Goiuri, las aguas del Oiardo se desploman por una garganta en cuyas paredes hayas y robles desafían la gravedad. No muy lejos, la laguna de Lamioxin se abre a la espesura del bosque de Altube, que guarda en secreto el rumor de las corrientes.
El parque de Gorbeia se reparte en sendas mitades entre Álava y Bizkaia, separadas por la divisoria de aguas que diferencia las tierras atlánticas de las mediterráneas. La parte norte es agreste, con lugares inverosímiles como el macizo de Itxina, caos kárstico, fortaleza onírica donde nos esperan los credos antiguos tras la mirada desafiante del ojo de Atxulaur, un agujero en la roca que da paso a otra dimensión. La parte sur es más suave, poblada por venados y frondosas, y surcada por el encantador curso de río Baias y las pozas de Zaldibartxo.
Gorbeia es cimas y praderas, es pastoreo y miel, es borda, txandorra (carbonera), karobia (calero) y elurzuloa (nevero), es tenacidad, es roca, roca que se yergue en los menhires Kurtzegan, Pagozarreta, Arlobi… quienes engarzan los versos de Miguel Hernández cuando, en Vientos del pueblo me llevan, habla de «vascos de piedra blindada».
En Gorbeia, con permiso del mar y la bendición de la tierra, el alma se encarna en una naturaleza que transforma el mito en realidad y la leyenda en historia. Lo hace desde Pagomakurre al humedal de Saldropo, desde la cascada de Uguna hasta la de Belaustegi, desde la cueva de Mairulegorreta hasta Otzarreta, el hayedo más emotivo, entrañable, seductor y delicado de cuantos podamos disfrutar.
La gran cruz metálica que corona el monte Gorbeia divisa todos los horizontes. Al sur, otea VitoriaGasteiz. Moderna y a escala humana, la capital vasca es un ejemplo de amabilidad con propios y extraños. El crecimiento ordenado, la excelencia de sus servicios, su oferta cultural y su ambiente apacible la dotan de una calidad de vida que complementa la belleza del casco antiguo. Su forma ovalada y compacta lo rebautizó cariñosamente como «la almendra medieval», y en ella se ven torres y palacios góticos, renacentistas, barrocos y neoclásicos, plazas, calles gremiales y murallas presididas por la catedral de Santa María, del siglo xiii, cuya rehabilitación inspiró a Ken Follet su obra Un mundo sin fin.
Pero, sobre todo, Vitoria es famosa por su compromiso con la sostenibilidad, no en vano ostenta los títulos de Capital Verde Europea y de Ciudad Verde Global. Muestra de ello son, por ejemplo, sus bidegorris (carriles bici), sus parques y jardines, y su anillo verde, ese conjunto de espacios semisalvajes que rodea la ciudad. Destacan el humedal de Salburua y el bosque de Armentia, en los que, a escasos metros del núcleo urbano, las cigüeñas y los ánades conviven con ciervos y visones europeos. Además, Vitoria puede servir de base
para salidas de un día y recompensar, al final de la jornada, con una experiencia gastronómica.
Tras la visita a Vitoria tomamos rumbo norte para sumergirnos en el Parque Natural de Urkiola, en la divisoria entre Álava y Bizkaia. Los caseríos, solemnes, de amplios portales arqueados, buscan cobijo en claros y collados al amparo de un reguero de peñas, sierpe petrificada que corta el cielo sin moverse. Desde el mirador de las Tres Cruces, su lomo, la crestería del Anboto, se inmola con cada ocaso en una visión majestuosa. Es fácil comprender por qué Mari, la diosa suprema de la cosmogonía vasca, eligió estas montañas como su principal morada.
El santuario de los Santos Antonios es desde hace siglos un punto de encuentro de solteros y solteras, que acuden a dar vueltas alrededor del pedrusco plantado frente a él en busca de pareja. Dicen que es un meteorito pero ya se sabe, se dicen muchas cosas.
Lo que no es un espejismo es la cruz que se adivina en lo alto del Saibigain, escenario de una de las batallas más cruentas de la Guerra Civil en tierras de Euskadi. La cruz fue erigida por los rebeldes para recordar a sus caídos, pero tras la dictadura pasó a honrar a quienes defendieron la democracia y la libertad, ante unas vistas sencillamente incomparables.
Aunque Urkiola es un parque esencialmente vizcaíno, el pequeño recodo alavés de las peñas de Arangio oculta, según las leyendas, tinajas repletas de oro a los pies del monte Orixol. Desde su cúspide se distinguen los pitones grisáceos de Izpizte, Elgoin, Aluitz… asomando entre el denso bosque.
El verde sigue latiendo en nuestro camino y estalla de nuevo cuando nos perdemos en el Parque Natural de Aizkorri-Aratz.
Las fronteras territoriales nos reparten, esta vez entre Guipúzcoa y Álava. Pero un orificio natural atraviesa la montaña para salvar barreras y unir caminares. Es el túnel de San Adrián, que durante siglos pudo servir de nexo entre las rutas jacobeas del Norte y el Camino Francés. La entrada sur se protege sola por su baja altura, la norte tiene un muro con una puerta ojival. En el interior, una sencilla ermita. Y en el exterior, un espectáculo sobrecogedor que dialoga con el espacio y el vacío como si,
LAS RESERVAS NATURALES ALAVESAS ALBERGAN BOSQUES, PRADOS Y MONTES PERFECTOS PARA EL SENDERISMO.
siglos después, Oteiza y Chillida se enfrentaran sobre la sustanciación de la estética.
Lo cierto es que algo así se materializó en la basílica de Arantzazu, en cuya realización, además de los anteriores, participaron arquitectos de la talla de Sáenz de Oiza y pintores como Néstor Basterretxea y Lucio Muñoz. Entre todos dieron a luz una obra valiente, un atrevimiento desafiante para una sociedad que veía con asombro como el arte avanzaba al futuro descolgándose por precipicios y hondonadas. Pero entre túnel y santuario hay que atravesar todo el macizo, pasando por las suaves y amplias campas de Urbia o tentando nuestro instinto montañero hacia cumbres como Zabalaitz, Aitxuri, Aketegi o Arbelaitz.
Los parajes de Aizkorri representan una oda a la naturaleza, una oda compuesta sobre un pentagrama de perfiles quebrados y superficies onduladas, de rebaños, vacadas y yeguadas, de vallejos ocultos y pirámides poderosas. Su eco retorna en forma de milagros. Porque, qué si no es el asombro de Aitzulo, esa gruta a cobijo de dos grandes ventanales abiertos hacia el cielo y la tierra, al borde de un precipicio en el que anidan rapaces; qué si no la cueva de Arrikrutz, con sus formaciones calcáreas; o la gigantesca boca de La Leze, cuya sima se adentra en las entrañas de la sierra de Altzania y se abre entre saltos de agua en un vano natural de casi cien metros de altura; qué si no es el parto del río Zirauntza, que surge remansado del útero de la diosa madre y se precipita en una carrera alocada de caprichos borboteantes.
Hemos llegado al oriente. Estamos en los lindes con Navarra. Los restos del castillo de Murutegi vigilan y, encaramado sobre un peñasco inexpugnable, vela sobre la Llanada. Todo aquí, entorno, cultura y patrimonio, recuerda que un día el castillo y sus alrededores fueron solar del «Viejo Reyno». Cruzamos hacia el sur por la villa medieval de Salvatierra-Agurain hasta las iglesias de Gazeo y Alaitza, que nos deslumbran con sus pinturas murales góticas: policromas,
religiosas y exquisitas las primeras; enigmáticas, laicas y rojas las segundas. En medio de la planicie nos acoge el monumental dolmen de Aizkomendi, al cual abandonamos solo para caer en el embrujo del dolmen de Sorginetxe, rendidos ante los rayos solsticiales al iluminar el verbo arcano de sus losas. Son la antesala de lo que nos espera en nuestra última parada, la sierra de Entzia.
Subimos el puerto de Opakua y llegamos a una extensa altiplanicie que es la continuación de la sierra navarra de Urbasa. Pronto nos damos cuenta de que en Entzia todo es magia. Magia de primavera, cuando la luz lucha por robar espacio a la oscuridad entre verdes frondosos. Magia de verano, cuando hayedos y riachuelos calman con su frescor la canícula. Magia de otoño, cuando árboles ensangrentados esparcen sus hojas cubriendo el suelo de un manto rojo. Magia de invierno, cuando las ramas desnudas del bosque abrazan espectrales el frío cubiertas de nieve. Magia cuando perdemos la
noción de la realidad en el laberinto de Arno, buscando el irreal arco de Zalanportillo mientras nos confunden rocas nacidas de la alucinación de duendes revoltosos.
Ha helado durante la noche y las campas de Legaire aparecen blanqueadas por la escarcha. La niebla cubre la cercanía pero el discurrir de la mañana abre paso al sol entre las brumas. El cielo se torna azul como promesa y la hierba abandona el mate de su sueño por el verde brillante del despertar. Sobre sus briznas, las minúsculas gotas de agua que ha dejado el hielo en su huida desprenden iridiscencias y siembran el aire de minúsculas gemas. Sobre su suelo de pastos, hayas y lapiaz se extiende uno de los mayores conjuntos megalíticos de la Península Ibérica. Dólmenes y cistas, túmulos, grandes menhires y el crómlech de Mendiluze, sacado del manual de un druida, con cuatro monolitos orientados a cada punto cardinal unidos por pequeños hitos en una circunferencia perfecta.
Pero todavía nos aguarda una sorpresa final. Porque cuando llegamos al cortado y la tierra desaparece bajo los pies, un gran balcón ofrece la increíble panorámica de todo nuestro recorrido. Las paredes de los montes Aratz, Altzania y Aitzkorri se alzan al frente y, a su izquierda, se perfila la crestería del Anboto. Más al oeste, en la lejanía, asoma la cumbre del Gorbeia. E intuidas como en una utopía, allende la sierra de Badaia, el recuerdo nos traslada hasta las retiradas soledades de Valderejo. ❚