CAPITALES BÁLTICAS
Vilna (Lituania), Riga (Letonia) y Tallin (Estonia), cada una con su propia personalidad, componen un viaje de múltiples facetas.
LasLas tres capitales bálticas, Vilna, Riga y Tallin, son un compendio perfecto de la historia de la región. Tres ciudades declaradas Patrimonio de la Humanidad, cada una con su propia personalidad e idiosincrasia, donde se entremezcla la cultura local con las influencias alemanas, rusas, escandinavas y polacas.
El viaje que enlaza estas tres joyas urbanas puede empezar en cualquiera de ellas, pero yo prefiero hacerlo en Vilna, a la que me gusta llamar por su nombre lituano, Vilnius. Lo primero que hago es entrar en la Ciudad Vieja a través de la Puerta del Amanecer para rendir homenaje al icono de la Virgen María, una imagen con supuestos
poderes curativos que es venerada desde el siglo xvi por católicos y ortodoxos. La del Amanecer es la única puerta que se ha conservado de la muralla medieval, que fue derruida a principios del xix para expandir la ciudad.
Nada más iniciar mi paseo por las calles adoquinadas de Vilnius percibo un aire centroeuropeo que me recuerda otras capitales. Pero aquí es más evidente la fusión de influencias del catolicismo occidental y de la ortodoxia oriental, de Polonia y de Rusia, que durante siglos dominaron la vida política, cultural y económica de esta ciudad.
La más sureña de las tres capitales bálticas fue fundada por el Gran Duque Gediminas en el siglo
xiv y se convirtió en la sede del Gran Ducado de Lituania. Después de la unión dinástica de Polonia y Lituania en 1387, el poder político se trasladó primero a Cracovia y posteriormente a Varsovia. Fue el detonante para que la ciudad adquiriera progresivamente un carácter polaco, lejos del germanismo de Riga y Tallin.
Vilnius creció alrededor del Palacio de los Grandes Duques y de la Catedral de San Estanislao
y San Vladislav, erigida en 1251 aunque la fachada neoclásica data del siglo xviii. Separado del templo, en la misma plaza de la Catedral se yergue el Campanario, una magnífica torre de 57 m de altura
que en el siglo xiii formaba parte de la muralla medieval. Excepto por algunas pocas edificaciones, la estética barroca actual de Vilnius data del periodo que va del xv al xviii: callejuelas jalonadas por venerables mansiones, obras majestuosas como la Universidad de Vilnius que se prolonga a lo largo de patios interiores, y grandiosas iglesias de todas las confesiones. Este variado y numeroso patrimonio la ha convertido en el núcleo de estilo barroco más extenso del este y centro de Europa.
Desde la plaza de la Catedral emerge la elegante avenida Gedimino Prospektas, el corazón comercial de la ciudad. Trazada por los rusos tras la conquista de Lituania en 1795, está flanqueada por decenas de señoriales edificios decimonónicos. Hacia la mitad de esta avenida de 2 km se alza el Museo de la Ocupación, un inquietante edificio de color grisáceo que durante el periodo zarista albergó los Juzgados de Vilnius y que tras la ocupación soviética se convirtió en la sede de la KGB.
La segunda mitad del siglo xx fue un periodo que alteró profundamente la vida y el futuro de estas
tres ciudades. Lituania, Letonia y Estonia fueron ocupadas por la Unión Soviética en 1940 tras la firma del pacto Molotov-Ribbentrop por el que Moscú y Berlín se repartían los países bálticos, Rumanía y Polonia. Tras el estallido de la guerra entre ambas potencias en 1941, las tres capitales fueron invadidas por las tropas alemanas. A principios de 1945, las reocupó la Unión Soviética, que promovió la llegada de inmigrantes rusos para disolver las ansias independentistas de los locales. Además de esta «colonización», Moscú aplicó una
dura represión contra la disidencia que acabó con la vida de miles de personas. Después de años de resistencia, las tres ciudades emergieron como las capitales de los nuevos estados bálticos en 1991.
El barrio del Cristal, lleno de galerías de arte, restaurantes, tiendas y joyerías, es un buen punto de partida para conocer la tradición orfebre y también el pasado
judío de Vilnius. Alrededor del siglo xiv, numerosas familias judías llegaron a la ciudad, se cree que atraídas por la llamada del Gran Duque Gediminas que requería artesanos, mercaderes y gente especializada en las finanzas. Cuando las tropas alemanas ocuparon la ciudad en 1941 después de arrebatársela a los soviéticos, la comunidad hebrea contaba con unos 60.000 individuos, que fueron encerrados primero en dos guetos y posteriormente trasladados a los campos de exterminio nazis.
Poco ha llegado hasta hoy del antiguo barrio, más allá de algunas placas conmemorativas alrededor de las calles Zidu y Stikliu. De las más de cien sinagogas que existían antes de la Segunda Guerra Mundial, únicamente se ha conservado la Sinagoga Coral. Erigida en 1903 en un estilo románico-mudéjar que demuestra el vínculo de la ciudad con el modernismo, el templo sobrevivió a la guerra porque los nazis la utilizaron como almacén.
La mejor manera de pasar la última tarde en Vilnius es contemplando la ciudad desde las alturas. Hay tres puntos para escoger: el mirador de la colina de las Tres Cruces, que se alcanza por un agradable camino; el Skybar en la azotea del Hotel Radisson BLU, ideal para tomar algo mientras se ven las vistas; y la Torre de Televisión, de 326 m.
Unos 300 km al norte, atravesando apacibles llanuras tapizadas de campos de labranza y densos bosques, se llega a la gran metrópolis de los estados bálticos: Riga. La capital de Letonia fue fundada en la desembocadura del río Daugava en el siglo xii por mercaderes alemanes, y estuvo marcada por el poder de los Caballeros Teutónicos y su pertenencia a la Liga Hanseática, una federación comercial y militar de ciudades del Mar del Norte y del Báltico entre los siglos xiii y xvi. Tras el declive de los Caballeros Teutónicos, la ciudad pasó a manos de polacos, suecos y finalmente rusos, mientras los habitantes locales iban ganando más poder y dejaban de ser meros sirvientes.
La Riga medieval es aún hoy un mágico conjunto de callejuelas empedradas, a pesar de que quedó gravemente dañada durante los combates que se libraron en la Segunda Guerra Mundial. Entre las cicatrices de aquellos años en forma de monumentos reconstruidos o edificios modernos, sobresalen majestuosas iglesias, como la de San Pedro con su alargado campanario desde donde se disfruta de las mejores vistas, o la Catedral de la Natividad, del siglo xiii.
Durante el paseo por el centro de Riga se ven ricas mansiones de mercaderes, como la espectacular Casa de los Cabezas Negras, del siglo xiv, antigua sede de la hermandad mercantil de igual nombre; o el conjunto de los Tres Hermanos, tres casas colindantes de los siglos xv y xvii, situadas en la calle Maza Pils. Todos estos edificios muestran no solo el carácter comercial de la ciudad sino también la notable influencia germánica, pues la mitad de la población de Riga era de origen alemán.
Riga vivió un importante resurgir en el siglo xix bajo el control del Imperio ruso. La ciudad se modernizó y se abrió más allá de sus murallas para dar cabida a una creciente población local e internacional. Se trazaron bulevares y se construyeron edificios en el estilo que causaba furor en el resto de Europa, el modernismo. Riga se llenó de edificios decorados con gran variedad de motivos y estatuas que van desde atlantes a cariátides, pasando por flores y rostros trágicos. Especialmente famosas son las avenidas Elizabetes Iela y Alberta Iela, que cuentan con obras del arquitecto ruso Mijail Eisenstein, padre del director de cine Sergei Eisenstein, autor del Acorazado Potemkin (1925).
Después de cruzar la frontera con Estonia las poblaciones se hacen más pequeñas y distantes entre
sí, mientras los bosques van abrazando la fina línea de asfalto que conecta ambas capitales. Cuando llego finalmente a Tallin, 300 km al norte de Riga, y a orillas del Golfo
de Finlandia, se respira un aire diferente. El azul resplandeciente del cielo es típico de los países escandinavos y el día parece no tener fin, con un sol que brilla hasta bien entrada la noche.
Al contrario que Riga y Vilnius, mucho más emparentadas con el centro de Europa, Tallin mira hacia Finlandia con la que comparte raíces culturales y lingüísticas. Sin embargo su origen es más bien germánico. Conocida con el nombre de Reval hasta principios del siglo xx, Riga debe su existencia a los
alemanes, que la convirtieron en un importante puerto dentro de la Liga Hanseática, mientras que los estonios vivían principalmente en entornos rurales.
La ciudad pasó a manos rusas en el 1710 cuando las tropas del zar Pedro el Grande la conquistaron a los suecos, que la poseían desde 1561. La industrialización durante el siglo xix atrajo a trabajadores rusos, pero sobre todo a estonios provenientes de zonas agrícolas que hicieron que su porcentaje aumentara en detrimento de la población alemana, mayoritaria hasta entonces. Tras la independencia en 1991, se decidió apostar por la liberalización y modernización de la economía, lo que convirtió a Estonia en el más desarrollado de los tres nuevos estados bálticos y a Riga, en la capital más dinámica.
El casco antiguo parece salido de un cuento de hadas gracias al buen estado de conservación y la homogeneidad de su arquitectura. Callejuelas empedradas serpentean a la sombra de las torres góticas de las iglesias, de imponentes mansiones y de las grandilocuentes sedes de los gremios.
La parte vieja de Tallin está dividida en dos partes bien diferenciadas: Toompea, la Ciudad Alta donde tenían su sede los gobernantes de la ciudad, y la Baja, cuyo centro neurálgico es el fascinante conjunto medieval de la plaza del Ayuntamiento. El edificio consistorial preside este espacio desde 1404, pero lo acompañan otros ejemplos medievales también notables, entre los que sobresale la farmacia más antigua de Europa que ha funcionado sin interrupción desde el año 1422.
Resulta fascinante pasar horas deambulando por la Ciudad Baja, descubriendo rincones escondidos y admirando sus grandiosas iglesias, entre las que sobresalen la de San Nicolás y la de San Olaf. Esta última posee el campanario más alto de Tallin, de 124 m de altura, un mirador perfecto para contemplar a vista de pájaro el trazado medieval de la capital estonia.
La empinada calle de Pikk Jalg sube a la Ciudad Alta, cuyo edificio más importante es el Castillo de Toompea, que se erige en el mismo lugar donde había la primera fortaleza y que hoy alberga el Parlamento de Estonia. Desde Toompea se contemplan los espigados campanarios, recortados sobre el intenso azul del mar Báltico.
Salgo de la Ciudad Vieja para dar un paseo por la cercana zona de Kalamaja, considerado el nuevo núcleo hípster de la capital por su mezcla de ambiente bohemio y diseño. Entre las antiguas casas de pescadores, de madera pintada de colores, y las naves industriales de ladrillo, se halla el Centro Creativo de Telliskivi. Se trata del mejor ejemplo de los nuevos tiempos en Tallin, un ecléctico conjunto de edificios fabriles del periodo soviético que ha sido reconvertido en un espacio que acoge startups
de tecnología, galerías de arte, centros de exposiciones, una calle con tiendas de diseño, tres teatros, restaurantes y el museo de fotografía Fotografiska Tallinn.
Esta regeneración de espacios industriales contrasta con el Linnahall. Situado junto al núcleo medieval, a orillas del Báltico, este mastodonte soviético de hormigón con aspecto de pirámide maya fue inaugurado como Palacio de la Cultura y el Deporte en 1980, pero se fue abandonando progresivamente hasta cerrar por completo; en la actualidad, hay diversos proyectos para restaurarlo.
Sentado en las escaleras agrietadas del Linnahall, con algunas botellas rotas desperdigadas a mi alrededor, contemplo la puesta de sol sobre el plácido mar Báltico. La sirena de un barco que se dirige a la cercana Helsinki rompe el silencio y me recuerda que es el momento de regresar al centro y poner punto y final a este intenso viaje por las tres capitales bálticas, las bellas y estimulantes Vilnius, Riga y Tallin. ❚