DRESS CODE
La nostalgia vende, así que en este número especial voy a darme el gustazo de rememorar batallitas cual Estela Reynolds de hace treinta años: el año que Vogue España salió al mercado. Coincidió con mi salida al mundo. Al mundo laboral, se entiende. Sí, terminaba la carrera de periodismo y era más inocente que un cubo. No voy a hacer aquí denuncia de nada, porque con intuición y haciéndome la tonta me libré de todo y de todos, pero hijas, si en Hollywood tenían al pulpo de Harvey Weinstein, en la España de los ochenta había más pulpos que en la pizarra de un restaurante gallego, y lo peor de todo es que era lo normal.
Yo empezaba en la radio, a la vez que terminaba mis estudios. Me gustaban la moda y el periodis-
mo, aunque no tenía ni idea de ninguna de las dos cosas. La moda no se había democratizado y excepto los de Bilbao y San Sebastián, que tenían San Juan de Luz a un paso, a los demás nos hacía mucha falta un poco de cultura. Y entonces llegó Vogue, con la chica más guapa del mundo en la portada, Cindy C, como cantaba Prince.
Las revistas tenían una importante función pedagógica: en ellas aprendimos a ir a la moda o cómo pedir un aumento de sueldo. Antes de
Vogue llevábamos hombreras, el pelo con capeado salvaje, el jean lavado a la piedra (¡arghh!). Nuestro ideal de tío bueno era Don Johnson (madre mía, el padre de la Dakota de Cincuenta sombras). Nuestro look más killer consistía en media tupida negra, mini apretada y salones de tacón. Gracias a Vogue aprendimos a vestirnos. En sus páginas descubrimos quién había sido Halston, quién era Armani y los que vendrían después. Como decía una amiga mía: «Yo no leo Vogue, me lo estudio». Dejé la radio por la televisión. Empecé a posar en otras revistas, también en Vogue. Luego cubrí la ceremonia de los Óscar, donde entonces era cuasi obligatorio preguntar «de quién es el traje que llevas». Treinta años después Vogue sigue siendo referencia en moda, en belleza, en cultura, pero todo lo demás está cambiando. Por fin