Mafalda Sajonia-Coburgo debuta en el mundo de la música.
No se lo puso fácil. Su apellido, Sajonia-Coburgo y Nadal, pudo abrirle las puertas a las finanzas, el arte o la moda. Pero ella prefirió saltar el charco, formarse a conciencia y perseguir un sueño. Su primer disco, que ve la luz en otoño, será su espaldarazo definitivo en el mundo de la música.
Menuda casualidad, aquí es donde hice mi performance en otoño», comenta sorprendida, al comprobar que el espacio donde tendrán lugar las fotos es el mismo donde actuó para la marca Springfield hace unos meses. Mafalda (Londres, 1994) tiene un timbre grave y ligeramente ronco y guarda un notable parecido con su madre, que se traduce en bonitos ángulos faciales que juegan con la luz y denotan la misma precoz madurez que su voz. «Qué va; mi madre es mucho más guapa», le resta ella importancia, acostumbrada al comentario. «Sobre lo otro... Ahora mismo siento la lengua de trapo porque, aunque en casa hablamos en castellano, últimamente no lo practico mucho. Pero es verdad que a la gente le choca mi voz. Así que os espero en la radio si esto no va bien», bromea. Esto, es la música. Y ella, Mafalda Sajonia-Coburgo. Pero en el apellido es donde terminan los parecidos razonables con su familia. Hija del financiero Kyril de Bulgaria y de la asesora de arte e icono de estilo Rosario Nadal y con una de las tasas de realeza en sangre más altas de Europa, la suya hubiera podido ser una carrera en cierto modo previsible, y seguramente más cómoda. Pero tener las cosas claras desde pequeña es lo que tiene. Empezó a componer de niña y a los 16 años, en Londres, daba su primer concierto junto a un amigo. Lo de ‘mamá, quiero ser artista’, no acabó de pillarles desprevenidos en casa. «Lo siento, no hay una historia dramática de mi madre tirándose al suelo a llorar y lamentándose de que su hija quisiera ser cantante –bromea–. Mis padres me han apoyado mucho; y gran parte del mérito de haber llegado hasta aquí es suyo». Fue precisamente su madre quien le sugirió, años atrás, que probara suerte en el campamento de verano del Berklee College of Music –el reverenciado centro de enseñanza ubicado en Boston, del que han salido músicos tan prestigiosos como Quincy Jones o Diana Krall– y la que posteriormente la acompañó a las complicadas audiciones para hacerse con una plaza en el mismo. «Mi madre tenía que ir por trabajo, así que aprovechamos. Era diciembre y nevaba. No era un día normal en ningún sentido, y estaba muy nerviosa». Dos interpretaciones –una de ellas compuesta por la propia Mafalda e interpretada al piano, instrumento que domina a la perfección– y un mes de espera más tarde, le daban el sí. Aquellos años en Berklee la reafirmaron en su decisión. Y ahora, apenas año y medio después de su graduación, ultima el que será un primer disco –con un estilo próximo al dark pop en el que se inscriben algunos referentes de la joven como The XX o Florence and the Machine y ribeteado por una melódica voz ronca– que verá la luz con la llegada del otoño de la mano del productor Ian Barter, quien trabajó también en el lanzamiento de carreras como las de Amy Winhouse o Paloma Faith, entre otras. «Mafalda no solo tiene una voz portentosa que pasa de una suavidad hechizante a los registros más audaces y un don para escribir canciones, también posee el porte de estrella necesario. En suma, creo que reúne los atributos necesarios para comerse el mundo y trabajar con ella está resultando un auténtico placer», concluye Barter, poniéndole la rúbrica a un año movidito en el que los compromisos profesionales la han reclamado en España más que nunca. Incluido su primer concierto en la capital el pasado junio. «Me contactó una agencia de parte de un cliente; y aquel cliente resultó ser Massimo Dutti. Recuerdo que cuando me avisaron no daba crédito; fue mi debut en Madrid».
Aquella cita que acometió sobre tacones y muy nerviosa –«no era yo, me faltaba el amuleto con el que siempre actúo: mis Adidas»– fue doblemente gratificante. En ese concierto se medía, además de con el público, con la alargada sombra de un apellido –la familia de Simeón de Bulgaria, de la que Mafalda es nieta, tiene la residencia en España– que, en el Londres que la vio crecer y en el Boston que la ayudó a formarse, no tenía el peso de la inmediatez. «Mis abuelos son quienes son –explica por su parte–. Mi abuelo, especialmente, hizo cosas increíbles; pero eso no me define a mí. Por eso siempre digo que, si alguien quiere presentarme como hija de Kyril de Bulgaria, o como nieta del rey Simeón de Bulgaria, es correcto. Efectivamente, los hechos son esos. Pero yo soy Mafalda Sajonia-Coburgo. Y para mí es importante subrayarlo, sin que eso implique renunciar a nada, ni la necesidad de añadir nada». La gestión no es fácil, concede ella; pero los valores de esfuerzo propio y compromiso que le inculcaron en casa desde pequeña han afianzado su postura. Y el tiempo está demostrando su acierto.
El pasado otoño otro gran grupo textil llamaba a su puerta con una oferta que tampoco pudo rechazar. «Me hablaron de un anuncio para Springfield; y no querían que fuera su protagonista –bromea–, sino que compusiera la música del spot para la campaña». Por suerte para todos, dice con humor, era la actriz Andrea Molina la responsable de darle eficaz réplica a Miguel Ángel Silvestre. «Por supuesto, acepté. La experiencia fue increíble, y el resultado se presentó, curiosamente, aquí –dice señalando el espacio donde transcurre la sesión de fotos–. En la sala había un piano de cola donde interpreté Goodbyes, la canción del anuncio». Miguel Ángel Silvestre, que también asistió a la presenta-
ción, recuerda el momento para Vogue. «Cerró los ojos, tocó la primera nota en el piano, y empezó a volar hacia un país que solo algunos privilegiados habitan». Mafalda le devuelve el cumplido. «Miguel Ángel, además de simpatiquísimo, es un gran profesional; no me extraña que haya llegado hasta donde está. Fue muy emocionante para mí. Igual que el hecho de que posteriormente la canción sonara en los 40 Principales. Yo me crié en Londres, así que no crecí con los 40, pero me acompañaron en el coche durante los veranos en Mallorca».
En la actualidad Mafalda, que siempre ha veraneado en España pero fue criada junto a sus hermanos Olimpia y Tassilo en Inglaterra, acaba de mudarse a Nueva York tras su provisional paso por Boston. «Es un momento increíble para vivirlo desde esa ciudad; la mujer se está manifestando y reivindicando; y ha perdido el miedo a pronunciarse, a luchar por ser ingeniera, música o batería. Creo que no se puede no estar implicada. No sé si eso es ser feminista, pero es algo que a mí, personalmente me llega. Y disfruto viviéndolo desde aquí. En Nueva York tengo mi piso, mis cosas, mi vida». La música, sus dos bandas y los distintos productores –además de Ian Barter– que la están acompañando en esta aventura, aclara, prefiere distribuirlos a ambos lados del charco, entre la Gran Manzana y Londres. Y la maleta, añade, no le hace falta. «Cuando voy a Londres me limito a cogerle a mi madre la ropa del armario». Pero el lugar de honor, apunta espontáneamente, está reservado para Mallorca. «Es el único sitio que no ha cambiado durante cada verano, a lo largo de toda mi vida. Ahí es donde toqué el piano por primera vez; un piano que nos dio mi abuela y que pusimos en el garaje. Mi madre diría que soy una cursi pero, si tengo que ser sincera, Mallorca es un poco como mi alma». Y ella, como hacía entonces, sigue dispuesta a ponerle música