Hubert de Givenchy, un nombre que cambió el curso de la moda.
ATRAPADO POR SU PASADO
Con su sentido de la propaganda y su sensibilidad para la belleza, Hubert de Givenchy sentó las bases de la colaboración entre la industria de la moda y la del espectáculo. Un hito sembrado de nombres famosos que, sin embargo, ha ensombrecido su contribución real como revolucionario de la alta costura.
Lauren Bacall y Elizabeth Taylor. Grace Kelly e Ingrid Bergman. Farah Diba y Gloria Guinness. Audrey Hepburn. No resulta fácil extraer conclusiones a propósito del legado de un creador de moda cuando su obra se despacha enumerando su clientela. ¿De qué hablamos? ¿De contribución mensurable, técnica o estética, al devenir indumentario o de mero valor cultural, alimento intangible para el imaginario popular? Con Hubert de Givenchy nunca ha estado claro. Ahora, tras su muerte, tampoco. Partícipe él mismo de la cultura de la fama, su trabajo puede verse como un product placement en sesión continua.
Hace tiempo que prácticamente ninguna de aquellas damas de sociedad está ya entre nosotros, lo que da una idea de la decadencia del universo que habitaba Hubert de Givenchy. «Hay cierta presencia de un mundo antiguo en él», constató Clare Waight Keller, actual directora creativa de la firma, tras el desfile del pasado enero con el que la casa volvía a la alta costura. Primera mujer al frente de ella desde su fundación, fue la única de sus sucesores que tuvo a bien establecer una conversación fluida con él y aplicar su sabiduría, aunque Julien MacDonald y Riccardo Tisci sí se acordaron de lamentar públicamente su desaparición. Al maestro francés nunca le interesó el trabajo del italiano. Tampoco el de sus sonados antecesores, John Galliano y Alexander McQueen. En realidad, nada de lo ocurrido en el negocio a partir de 1995, fecha de su retirada, tenía sentido para él. Como también reveló Waight Keller, «no lo entendía». Precisamente él, jaleado en su momento como el Galliano o el Tisci de la época. Atrapado por su pasado, Hubert James Marcel Taffin de Givenchy (Beauvais, 1927 - París, 2018) pasó las dos últimas décadas entregado a su colección de antigüedades. No deja de resultar irónico que su debut como couturier fuese saludado casi como el de un visionario «El aplauso fue sonoro, incondicional y prolongado», reportaba Vogue a propósito de su desfile inaugural. La lectura de aquella encendida crónica hay que hacerla en su contexto, claro: era 1952 y a los americanos en París ya se les había pasado el entusiasmo por el regreso de las seminales casas de costura tras la Segunda Guerra Mundial. Con 25 años y esa galanura aristocrática –era conde– que derrochaba desde su 1,96 de estatura, el joven Givenchy resultaba un soplo de aire fresco que, además, proponía un nuevo paradigma indumentario, menos rígido y convencional, en los salones de la elegancia.
Cuando Audrey Hepburn se personó en su taller en busca de vestidos para Sabrina (1954), él ya había conquistado las grandes fortunas estadounidenses. Antes de la que sería su eterna musa, fue Bettina Graziani la que obró su magia. Precursora de las supermodelos, Givenchy la había conocido durante su formación adolescente chez Jacques Fath. La maniquí ya había hecho las Américas y venía cargada de contactos estelares del amoroso brazo del príncipe y playboy internacional Aly Khan, cuando apareció con la blusa bautizada con su nombre aquel 2 de febrero de 1952. Desfilaba no solo como modelo, sino también como publicista y agente de prensa del diseñador. ¿Por qué? «¡Porque conocía a todo el mundo!», admitiría sin ambages años después. Bingo: a partir de entonces, las patricias norteamericanas harían de él su modista de cabecera bajo el título de Le Grand Hubert. «Creó un estilo elegante y contenido basado en la simplicidad de formas y líneas precisas», concedía Pamela Golbin, comisaria jefe del Museo de la Moda y el Tejido del Louvre, el lunes 12 de marzo, cuando se conoció la muerte del creador (fallecido el sábado 10). Y citaba a Audrey Hepburn, faltaría. En 1957 The New York Times resultó bastante más preciso al asegurar que representaba «la noción que una francesa puede tener de las mujeres estadounidenses que salen en las revistas americanas que ojea en su peluquería».
«Como en las grandes obras de arte, la única manera de crear alta costura es eliminar y eliminar para obtener la esencia de la línea, que es la inteligencia de una prenda», repetía el diseñador por todo credo. Una filosofía nada particular, pues era lo mismo que solía decir Cristóbal Balenciaga. Se conocieron en 1953, en una fiesta en Nueva York, aunque la leyenda cuenta que un Givenchy de 17 años, recién salido de la Escuela de Bellas Artes, ya había intentado colocarse en el taller del de Getaria, tal era su obsesión por él. En 1959, trasladaría su cuartel general a la avenida George V, justo enfrente del de su ídolo. «Si veía luz en mis ventanas, llamaba y me decía: ‘¿Qué haces aún ahí?’. Entonces íbamos a tomar una copa a su casa», le contó a la periodista Dana Thomas. «Yo preguntaba y él me daba sus recetas. Fue enriquecedor». Y tanto.
E n su día, no pocos acusaron a Givenchy de copiar a Balenciaga. Sobre todo cuando, en 1957, ambos presentaron la misma idea: el vestido saco, una depurada creación que revelaba una silueta inusitada, estableciendo un diálogo sin precedentes entre el cuerpo y el espacio indumentario que habitaba. Con una relación típica de maestro y alumno, ninguno se pronunció al respecto. Es más, el propio Balenciaga cruzaría de la mano a sus incondicionales hasta el taller de su pupilo cuando clausuró el suyo.
Aun con la bendición del maestro español y su trasvase de clientas, fue la perspicaz capacidad de maniobra frente al terremoto de la producción en serie lo que consiguió que el francés siguiera siendo relevante hasta su último desfile, en 1995. El mismo año de la despedida de su protector, él abrazaba oficialmente el prêt-à-porter, sobre el que cimentaría un negocio que diversificaría en los años setenta con una colección masculina, la línea Givenchy Sport (a mayor gloria estilística de Los ángeles de Charlie, nuevo alarde de product
placement), licencias de accesorios, joyería, perfumes y hogar y una red de tiendas mundial. Cuando el recién formado holding Louis Vuitton Moët Hennessy adquirió la firma por 45 millones de dólares, en 1988, él ya diseñaba seis colecciones anuales. Y nunca se quejó de falta de tiempo.
«A veces me pregunto: ‘¿Ha perdido el rumbo la moda contemporánea?’. Le encuentro poco sentido a todo», decía a la revista System el pasado año. Puede que no resulte tan descabellado pensar que, en realidad, estaba expresando su 222 malestar ante un nuevo modelo de industria que, al final, se la jugó. O lo dejó fuera de juego. Givenchy se había mostrado encantado de delegar las cuestiones financieras en un grupo de expertos, de manera que él podía centrarse en las creativas merced al contrato por siete años que lo mantenía en su casa como diseñador. Pero en cuanto venció el acuerdo, LVMH decidió que era mejor que se retirase. El asunto nunca quedó claro, aunque la periodista Dana Thomas refería en la crónica del adiós del creador en The Washington Post su «relación torcida» con Arnault. Lo cierto es que Givenchy se enteró de quién sería su sustituto ( John Galliano) a la vez que la prensa. Solo así es posible concebir la indiferencia que desde aquel momento evidenció por el que fue el sueño de su vida, hasta el punto de la desconexión. Él, que siempre estuvo en sincronía con su tiempo, según había demostrado ya en su debut al introducir una jovial innovación en las encorsetadas reglas de la alta costura, dinamitando su hiperestructurado lenguaje a partir de la mezcla de distintas prendas en un mismo look (que algunas se confeccionaran en tejidos como lona o algodón, típicos de las toiles, tuvo más que ver con el presupuesto que con la experimentación). He ahí la contribución mensurable de Givenchy, sepultada por cientos de nombres famosos. Claro que eso también forma parte de su legado, por algo sentó las bases de la multimillonaria relación comercial entre la moda y la industria del espectáculo. «Solo eres tan bueno como la gente a la que vistes», proclamó Halston. Entonces no hay duda: Hubert de Givenchy fue excepcional