El MET se rinde a la moda de inspiración religiosa.
Una sala repleta de imágenes de Buda ante un uniforme de Mao Zedong. Divinidad frente a idolatría. En el plano conceptual, una magnífica representación del poder. En el real, un insulto para más de 500 millones de budistas. La cara de pasmo de Wong Karwai mientras Andrew Bolton le cuenta tan brillante idea es uno de los impagables momentos de El primer lunes de mayo (2016), documental que recoge el montaje de China: Through The Looking Glass, la magna exposición del Instituto del Traje del Museo de Arte Metropolitano de Nueva York en 2015. Por suerte, el laureado cineasta hongkonés, encargado de la dirección artística para la ocasión, logró convencer al ingenuo comisario jefe del lugar de lo inconveniente de la ocurrencia, aunque no bastó para que la muestra se librara de los varapalos por superficial, tópica y poco crítica con el espinoso tema de la apropiación cultural. Un pecado que parece a punto de repetirse.
Las espadas están en alto para recibir, a partir del 10 de mayo, la nueva exhibición de la rama indumentaria del Met, Heavenly Bodies: Fashion And The Catholic Imagination. Una muy cosmética manera de anunciar desde el título que aquí nadie quiere líos. Con la Iglesia católica hemos topado. «Cada proyecto del Instituto tiene ese potencial provocador. Aunque este quizá más que ninguno», concede Andrew Bolton. «Pero de lo que se trata es de poner el foco en la hipótesis compartida de lo que llamamos imaginario católico y cómo ha comprometido la creatividad de artistas y diseñadores, no de abordar cuestiones sociológicas o teológicas», aclara el comisario, para el que la temática de la muestra supone una asignatura pendiente en el escenario museístico de la moda. «Es importante aportar ideas que reflejen intereses contemporáneos, que toquen ciertas fibras o creen sinergias con la conciencia colectiva», continúa. Que, sin embargo, se resista (otra vez) a descender a las profundidades del conflicto entre religión y vestimenta para plantear un mero ejercicio de comparativa estética tampoco debería sorprender.
Todo en esta exaltación de cuerpos celestiales resulta tan bien atado como cogido con pinzas. Más de 2.000 años de injerencia cristiana en la historia de los usos y costumbres indumentarios –eso es la moda– reducidos a inspiración, recreación y fantasía. En total, 150 piezas de marca (de Schiaparelli y Balenciaga a Versace y Dolce & Gabbana, pasando por las hermanas Fontana, Azzedine Alaïa, Gareth Pugh o el japonés Jun Takahashi), junto a una selección de las pertenecientes a la colección de imaginería religiosa del propio museo, que conversan en las salas dedicadas al arte bizantino y medieval, amén de los claustros, para que el diálogo fluya en su contexto y sin malentendidos. Y para no herir pías susceptibilidades, los más de 40 ítems utilizados durante los últimos 15 papados que han salido de la sacristía de la Capilla Six- tina (la Oficina para las Celebraciones Litúrgicas del Supremo Pontífice, en un préstamo vaticano sin precedentes desde 1983, que es lo que le da calidad a la exposición), entre vestimentas, sellos, coronas y tiaras, hablan solos en las galerías del Anna Wintour Costume Center, ajenos a la mundana banalidad. Timothy Dolan, arzobispo de Nueva York, se ha encargado, además, de dar la bendición a las prendas profanas a exhibir, no fuera a colarse algún diseño diabólico. «Creo que estar presentes en cada lugar es propio del cristianismo. La Iglesia también debe buscar la provocación y ofrecer su testimonio», asegura por su parte el cardenal Gianfranco Ravasi, jefe del Consejo Pontificio para la Cultura, apelando directamente a San Pablo. Conocido como el zar del Vaticano, él es el genuino responsable –junto a Christine y Stephen Schwarzman, presidente del grupo de capital riesgo Blackstone, ese que adquiría en 2014 el 20% de Versace, aten cabos sobre por qué Donatella es coanfitriona del evento– de que el proyecto llegara a buen puerto. Y no, no le preocupan las previsibles extravagancias, ni siquiera los atuendos insultantes que las celebridades asistentes a la proverbial gala benéfica de inauguración puedan lucir: «Al fin y al cabo, Jesús iba con malas compañías. La figura de Cristo y los símbolos religiosos siguen siendo tan poderosos que es como si existiera casi una necesidad de cargar contra ellos. En eso, uno reconoce su grandeza».
¿Aquí paz y, después, gloria? Ni mucho menos. «Siempre habrá quien quiera reducirlo todo a una polémica política», aventura el comisario de la exposición, quizá no tanto por el pecaminoso revuelo de casullas y sotanas al que nos tiene acostumbrados la Iglesia católica tiempo ha, como por la utilización de una serie de símbolos religiosos en el siempre pantanoso terreno de la frivolidad. «Algunos podrán decir que la moda no es el vehículo más adecuado o representativo para expresar la idea de lo sagrado, pero lo cierto es que tanto los rituales de esta como los de la liturgia utilizan un lenguaje visual capaz de transformar la identidad de las personas», concluye Bolton (él mismo de educación católica, al igual que su pareja, el diseñador Thom Browne, también presente en la muestra). Al final, de lo que se trata es de establecer un «diálogo constructivo, algo que un museo debe inspirar en una sociedad civil como la nuestra», en palabras del presidente y director ejecutivo del Met, Daniel H. Weiss.
Fue el actual papa Francisco (último responsable de erradicar la pompa y circunstancia del Vaticano estos días) el que ha definido la belleza como «el camino privilegiado para estar más cerca del misterio divino», recuerda el erudito cardenal Ravasi. Puede que moda y catolicismo resulten extraños compañeros de juegos, pero no hay duda de que algo tienen en común: ambos poseen ingentes recursos para garantizar un gran espectáculo En la doble pág. anterior, Linda Evangelista inmortalizada por Maurizio Cattelan y Pierpaolo Ferrari. En la otra pág., vestido de Azzedine Alaïa (1992-95); vestido de Elsa Schiaparelli (1939); icono de Lippo Memmi (s. XIV); mosaico bizantino (s. VI); vestido de Dolce & Gabbana (2013); y La Natividad, de Zanobbi Strozzi (s. XV); y vestido de Jeanne Lanvin (1939).