CARTA DE LA DIRECTORA
A BRAZOS QUE NO SE ROMPEN
Coincidí con Cindy Crawford en una cena en París el de septiembre de . Nos sentaron juntas en una mesa del angosto restaurante Castel y, claro, hablamos del inminente aniversario de Vogue España y de nuestra primera portada, que ella había protagonizado en . La charla, en la que participaba de forma intermitente su marido Rande Gerber, se encaminó hacia cómo había cambiado el mundo y la industria desde entonces. Ella estaba en París promocionando su colaboración con los vaqueros Re/Done y acompañando a su hija Kaia en una primera temporada de desfiles cuyo éxito desbordó cualquiera de sus expectativas. Cindy era a la vez una modelo experimentada todavía en activo y una madre preocupada, pidiendo consejo sobre cómo debía conducir su hija adolescente sus siguientes pasos en el negocio.
De aquella conversación en París surge la portada de este número, la quinta de Cindy Crawford en Vogue España. Me gusta que seamos capaces de tejer relaciones largas y profundas con los personajes que forman parte de nuestra historia y que sigamos compartiendo sus experiencias en distintas etapas vitales. Que lo nuestro con las mujeres en las que creemos no sea cosa de una noche, sino que construyamos vínculos duraderos. Que seamos capaces de protegernos y de cuidarnos mutuamente como lo haría una familia. Y como, ahora mismo, parece dispuesta a hacer la moda.
Digamos que desentrañar el mensaje que te mandan las pasarelas es más complicado unas veces que otras. Y, como bien explica Rafa Rodríguez en el reportaje Instinto de
protección, esta temporada la solución al enigma resultaba bastante obvia. Confort, seguridad, abrigo. Este otoño nos sepulta con capas de plumíferos que, como los colchones apilados de la princesa del guisante, no son suficientes para impedir que sintamos la incomodidad del tiempo que vivimos. Pero que, al menos, nos ofrecen un mullido resguardo bajo el que aguantar el chaparrón.
La ropa es muy a menudo una armadura, un escudo de defensa. Nos blinda y nos permite enfrentarnos al mundo como si fuera un caparazón o un segundo hogar. Y es esa vocación la que ahora se lleva a la hipérbole con el fervor por lucir los cuadros, el denim o el punto de la cabeza a los pies y con la recuperación de pasamontañas, abrigos-manta, vestidos monacales y capuchas. Ese echárselo todo encima y cubrirse hasta el paroxismo consigue, obviamente, el efecto contrario al de pasar inadvertido y se convierte en una forma bastante clamorosa de expresar cuánto necesitamos un abrazo.
Se podría decir que hay algo cariñoso en esta idea del vestir tan cálida, tan dispuesta a abrigarnos y a cuidarnos. Es el lado más afable y hospitalario de los diseñadores, alejados de la moda que incomoda, aprieta y araña. Esta temporada parece acogerte en su seno y no exigirte demasiados sacrificios. Esto representa toda una novedad para un sistema que no suele valorar la comodidad y que tan a menudo se alinea con una célebre cita de Karl Lagerfeld que defiende que «el chándal es un signo de derrota». Por eso tuvimos pocas dudas, al volver del circuito de presentación de colecciones de otoño/ invierno, de que a este asunto debíamos dedicar el número de noviembre.
A título personal no creo que vaya a entregarme a las fauces de un plumífero mastodóntico a corto plazo, pero sí es muy posible que me deje llevar por las monacales tentaciones que sugiere el editorial Un mundo aparte, firmado por Txema Yeste y Juan Cebrián. Un buen ejemplo de nuestra obsesión, ahora como hace años, por reflejar el momento y la moda que nos ha tocado vivir desde un punto de vista Vogue