VOGUE ESPÍA
En tiempos de incertidumbre y peligros amenazantes, los diseñadores llaman a la seguridad en el vestir. Aunque la moda como escudo no está reñida con el confort y la calidez, según otra lectura, menos alarmista, de estos días extraños.
De todas las facultades que se le atribuyen a la moda, la sincronía con los signos de su tiempo es, seguramente, la más extraordinaria. Intuición antes que abracadabra, semejante prerrogativa le ha servido durante lustros para proponer –cuando no adelantar– las soluciones indumentarias pertinentes en cada momento. Y aunque tampoco ella haya podido evitar acabar siendo rehén de las convenciones sociales, su visión/capacidad para poner en perspectiva lo que hay que vestir (o no) nunca ha dejado de ser relevante. Otra cosa es que luego terminemos perdiendo el hilo mientras intentamos descodificar lo que se nos está contando, en gran medida por culpa de esos convencionalismos que han contribuido a perpetuar ciertas ideas (interpretaciones erróneas, en realidad) y despojar de significado no pocos objetos y símbolos. Obviar el contexto, bien por propia ignorancia, bien porque ha sido deliberadamente escamoteado, tampoco ayuda. Así que leer entre líneas corporales, capas de tejidos y superposiciones sigue siendo un arte arcano, o casi. Hasta que llega una temporada como la actual con un mensaje tan obvio que resulta un clamor: va a ser mejor que nos pongamos a cubierto.
Seguridad y protección son las palabras que se repiten una y otra vez al repasar las colecciones de otoño/invierno 2018-2019. La lectura superficial, sujeta a lo socialmente acordado, no avanza nada del otro jueves: es la época, es lo que toca frente al frío y las inclemencias del tiempo. El en-
voltorio/silueta cocoon, a lo capullo de seda, vuelve entonces por sus fueros para arroparnos con mimo por tejidos y volúmenes extra. Cozy, llaman a tal efecto, acogedor/placentero/hogareño en onda gazmoña Mr. Wonderful.
Los estilos, prendas y ornamentos estelares del momento responden a esa premisa: elementos textiles apilados, en una vuelta de tuerca al juego de superposiciones y la eterna estrategia de la cebolla (Balenciaga, Prada, Gucci, Versace, el emergente Richard Quinn); parkas como montañas, de excentricidad variable en dimensiones ( Vetements, Maison Margiela, otra vez Balenciaga); plumíferos, chaquetas y abrigos airbag, en nuevas y acolchadas proporciones (Alexander McQueen, Sacai, Chanel); ropajes y accesorios robustos bajados directamente de andamios, sustraídos de taquillas de obreros y bomberos (Burberry, Calvin Klein 205W39NYC, Prada); cortes, hombros y adornos de tamaño brutal que invocan la alta costura ochentera (Marc Jacobs, Saint Laurent por Anthony Vaccarello, Miu Miu); capas (Alberta Ferretti, Etro) y hasta sábanas (Rick Owens), edredones y mantas (Roksanda). Por descontado, los materiales abundan en tan cálida invitación: punto por un tubo, sobredimensionado (Hermès, Altuzarra, Chanel); borrego natural o tecnológicamente concebido (Dior, Louis Vuitton); pieles, sintéticas (Stella McCartney, Givenchy, Calvin Klein 205W39NYC, Ralph Lauren, Gucci... y la lista sigue creciendo), y lana antes que cachemir (el mohair es último caballo de
batalla animalista del sector). Estamos tan a gustito, o sea.
Antes de desentrañar la segunda lectura, la que cuenta de verdad lo que está pasando a nuestro alrededor, permítase una anécdota. Al poco del 11-S, las ventas del emblemático abrigo Sleeping Bag de Norma Kamali se dispararon. Inspirado en un saco de dormir –la diseñadora neoyorquina tuvo la visión estando de camping–, confeccionado en seda de paracaídas, de abrazo ligero pero contundente, la pieza ya se había convertido en un hito de la era disco como mastodóntica envoltura de los cuerpos festivos que abandonaban Studio 54 al despuntar el alba. Aquella misma sensación de refugio fue la que buscaron los estadounidenses en el abrigo tras los atentados de Nueva York. Un instinto de protección que, amén de insuflar nueva vida al negocio de Kamali (la creadora, de 73 años, continúa en activo y el Sleeping Bag sigue produciéndose con nuevas versiones cada temporada), ha ido recrudeciéndose hasta nuestros días. Y aquí es donde entramos, por n, en contexto.
Se nota, se siente, cierta amenaza en el ambiente. Espoleados por las políticas del miedo instauradas para mayor control de la sociedad hace casi dos décadas, los sucesos de los que tenemos noticia cada día se perciben invariablemente inquietantes. De las tensiones nucleares a los continuos abusos de poder, pasando por el auge del fascismo y el cambio climático, la intuición de peligro no deja indiferen- te a nadie. Mucho menos a los diseñadores, ya se sabe, esos seres especialmente sensibles a las alteraciones socioculturales. Quizá por eso sus respuestas no se han hecho esperar, con visiones de un apocalipsis que ni salidas de la recién estrenada temporada de American Horror Story. Como en la serie de Ryan Murphy, parece que los creadores también vienen a decir ‘esta es tu oportunidad para sobrevivir’ con sus propuestas, empezando por la de Raf Simons. Desde que llegó a Calvin Klein y se instaló en Estados Unidos, el belga no ha parado de pulsar la tecla del terror geopolítico, que este otoño/invierno culmina con regusto radiactivo, según un des le que presentaba a los modelos como supervivientes de algún desastre químico o medioambiental. «Seguridad», salmodiaba su nota de prensa.
En Maison Margiela, John Galliano vibra en sintonía, dando paso a una mujer protegida de pies a cabeza –en su colección, los tejidos holográ-ficos, las bras iridiscentes y el PVC ponen el acento futurista–. La potente fisicidad de su gura encuentra eco en Rick Owens, que va más allá con un órdago dismórfico à la Comme des Garçons que quiere hacer de la anatomía femenina un genuino escudo en tiempos de #MeToo. El mismo discurso de Miuccia Prada en su regreso a los rigores del nylon negro de sus comienzos: «Mi sueño es que las mujeres sean capaces de salir a la calle sin sentirse asustadas», afirma. La moda, esa armadura cotidiana, más que nunca