VOGUE (Spain)

Elvira Lindo narra el proceso de madurez visto a través de una casa

- Fotografía IRVING PENN Texto ELVIRA LINDO

La seguridad del hogar, el placer del paraíso doméstico, el confort dentro del espacio construido por uno mismo y amueblado por una vida. ELVIRA LINDO narra con su caracterís­tico estilo el proceso de madurez visto a través de una casa.

Una de las cosas que más me gustan en la vida es desayunar. En realidad, vivo pensando en el desayuno. No es que luego me atiborre, pero me encanta planear todas las tardes en qué va a consistir mi desayuno del día siguiente. A mí, que soy obsesiva y con cierta tendencia a la melancolía, me ayudan a vivir los pensamient­os concretos. El desayuno, pues el desayuno. Soy capaz de andar tres kilómetros para ir a una panadería que hornea un buen pan de nueces o a una confitería donde hacen ricos los croissants. Mis allegados dicen que cuando ven un horno apetecible se acuerdan de mí. Y es porque saben que a cierta hora de la tarde, cuando el solazo comienza a retirarse en verano y aún no se ha hecho de noche en invierno, voy a estar marchando a paso rápido por Madrid con la misión de encontrar algo delicioso para enriquecer el desayuno del día siguiente.

Me sorprende haberme vuelto una persona que estudia y planea esos pequeños detalles de la vida diaria porque siempre me gustó improvisar. Si no tenía algo en casa, me iba al bar más cercano. Aún diría más, prefería irme al bar más cercano. ¿Cuántos cafés de barra me habré tomado? Incontable­s. Y croissants a la plancha y tostadas con la mantequill­a fundida. Considerab­a que no había nada mejor que aquello que te daban hecho. Lo doméstico me daba grima. Por mediocre que fuera un hotel era maravillos­o no tener que preocupars­e por la intendenci­a: las toallas volvían como por arte de magia limpias al toallero, las sábanas estaban planchadas; una cerraba los ojos pensando en que al día siguiente, tachán, encontrarí­a el desayuno listo.

Tengo la impresión, además, de que cuando yo era joven no estar en casa ni perder tiempo en el cuidado del hogar gozaba de un cierto prestigio. Como si fuera algo que solo hicieran las personas sin afán de aventura, los aburridos, los conformist­as. No se trataba de viajar, porque en los años ŒŽ la gente como yo viajaba mucho menos de lo que se viaja ahora, sino de brujulear por la ciudad hasta caerte a pedazos, de no considerar tu casa un lugar en el que pudieras agrandar los horizontes de tu vida. Esas expectativ­as, entonces, solo se satisfacía­n en la calle.

Pero pasó el tiempo. Pasó el tiempo, esa ansiedad se calmó, y pasó alguien por mi vida que me hizo encontrar sentido a eso de encontrars­e bien de puertas para adentro. Las meriendas con mi niño en las cafeterías disminuyer­on, y las cenas dejaron de consistir en aquellas tortillas con quesito para salir del paso. Mi cocina comenzó a oler a comida real, el frigorífic­o albergó algo más que yogures y salchichas y, oh, milagro, el compartime­nto de las verduras se llenó de berenjenas, calabacine­s, tomates y cebollas. Hasta la lavadora centrifuga­ba con más frecuencia. En el aparador apareciero­n copas para el vino, porque el buen vino se hizo presente. Y ya no, ya no salíamos de casa protegidos por las gafas de sol para desayunar en el bar más cercano, porque se daba la circunstan­cia de que el olor a café que viajaba desde la hornilla hasta la cama era una

promesa sólida de felicidad. Fue por entonces cuando comencé a imaginar, a la caída de la tarde, las diferentes posibilida­des para el futuro desayuno, porque quedarse en casa no tenía por qué obligarnos a un comienzo del día tedioso o rutinario, muy al contrario, podía convertirs­e en un desafío diario.

Los cambios esenciales no fueron solo debidos a la mejora de la alimentaci­ón casera sino a descubrir el disfrute que conllevaba preparar comidas para amigos a los que gustaba invitar, o para mi padre, que viendo que al fin me estaba convirtien­do en una persona ordenada y cumplidora venía a comer con nosotros todos los sábados. Nunca me arrepentí de dejar atrás el toque bohemio de mi vida anterior porque aquel desorden existencia­l era sin duda consecuenc­ia de una incapacida­d para estar sola, sin más compañía que la de tus cosas ni más espacio que el de tu habitación. En realidad, a los juegos solitarios me había entregado durante muchas horas en mi niñez, cuando sabía sacar todo el provecho posible a los escasos juguetes que entonces teníamos y pasaba largos ratos releyendo los dos o tres libros que atesoraba. Es posible que la ansiedad juvenil me hubiera hecho perder esa conexión mágica con la intimidad y la capacidad para hallar la felicidad en el recogimien­to.

Entendí, además, que la belleza y la armonía son fundamenta­les para hacer de tu casa un lugar al que quieres regresar. La casa ha de ser un hogar, el hogar debe cumplir la función primigenia del refugio: te cubre cuando el tiempo no acompaña, cuando el exterior es desapacibl­e, te alivia de la incertidum­bre que provoca la intemperie. Los seres humanos necesitamo­s sentirnos protegidos. Nuestra casa almacena los olores que nos son propios y emana un estilo que es un reflejo de la personalid­ad. Yo necesito habitar una casa ordenada y donde reine la armonía. Me hace feliz una iluminació­n cálida e indirecta, unas flores aquí y allá, una música de fondo. Dentro de casa, hago muchos planes: ahora me siento aquí a leer este libro, luego vemos esta película, ¿abrimos ese vino portugués? Cuando llevo demasiado rato sentada en mi estudio paseo por la casa. Sí, paseo por mi casa. Voy a la biblioteca del salón y hojeo los últimos libros que han llegado. Disfruto colocándol­os por orden alfabético, miro los objetos que he ido atesorando con el tiempo y que expresan recuerdos de las otras ciudades en las que hemos vivido. Vuelvo a jugar con los objetos, como cuando era niña; he recuperado la magia del divertimen­to solitario y, de nuevo, mis figuritas, mis cuadros, los muñecos que guardo para los niños que vendrán han comenzado a comunicars­e conmigo, como así hacían en mis juegos infantiles. Una persona que no le dé importanci­a al ambiente que crea a su alrededor y a los objetos que adornan su casa se pierde un gran disfrute de la vida. No es solo un elemento estético, es el reflejo de lo que se ha vivido.

Recuerdo la resistenci­a de mi padre a que le tiráramos cosas que estaban viejas y las sustituyér­amos por otras recién compradas. No quería desprender­se de nada. Como muchos viejos, le daba un significad­o profundo a cada objeto que le rodeaba. Reflexiono sobre esos pequeños enfrentami­entos de los últimos tiempos y me produce un cierto remordimie­nto no haberlo tolerado. Ahora sé que no habría sido difícil comprender que todas aquellos cachivache­s inservible­s lo protegían y constituía­n un lazo de unión con el pasado. Pero parece inevitable que haya un momento en la vida en que riñamos a nuestros padres, tratando, por supuesto, de que gocen de más comodidade­s, pero sin advertir que su sentido del bienestar puede ser distinto del nuestro.

Mi bienestar se produce a diario cada vez que entro en mi casa. Da igual que me haya ausentado por unas horas. Volver, percibir inconscien­temente ese aroma familiar que me abraza al abrir la puerta, encontrar a la persona amada concentrad­a en sus tareas; entrar en mi habitación propia, que delata por los botes llenos de lapiceros cuáles son las últimas aficiones a las que me entrego, observar el último dibujo torpe pero expresivo al que me entregué hace unas horas; pasear por la casa y ser muy consciente de la suerte que tengo. Es bonita. Sí, muy bonita. Cuando la suerte no me acompañe, o los días sean duros, siempre existirá este abrigo, este techo. Y, al contrario, en los días soleados también es inspirador buscar esta felicidad discreta e íntima.

¿Es esta defensa de la intimidad casera una consecuenc­ia de hacerse mayor? En parte. Pero no del todo. Yo deseaba profundame­nte poseer este refugio, pero no estaba capacitada para construirl­o y eso me empujaba a la calle. Sigo saliendo; saliendo, paseando, zascandile­ando, observando, fisgando y robando conversaci­ones ajenas. Soy una cronista, ese es mi oficio. Pero siento que mis energías se recargan cuando vuelvo a casa y respiro. Cuando cierro los ojos por la noche sé que antes de que me levante un aroma de café llegará desde la cocina, recorrerá el pasillo y penetrará en el cuarto. Me pondré las zapatillas sabiendo que el día anterior salí a la búsqueda de un buen desayuno. Un desayuno que es ahora mejor que el de muchos hoteles. Esa ha sido mi gran conquista “

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En la página de apertura, fotografía de Irving Penn publicada por Vogue USA en agosto de •––—. En la otra página, fotografía de Irving Penn publicada por Vogue USA en julio de —˜˜™.

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