EL TURISTA DE CIUDAD
Pasada ya la ebre de las vacaciones, superado el trauma de la vuelta y bien instala
dos en el confort del hogar –qué palo esa bienvenida a cargo de un limón mohoso en la nevera y cuatrocientos moscardones muertos a los pies de las ventanas– llega el momento de echar la vista atrás y re exionar sobre nuestro otro yo. El yo turista. Esa especie endémica y depredadora que contamina todo lo que toca, convirtiendo el destino urbano en oro para hoy y chatarra para mañana. Ese otro yo que todos llevamos dentro se mani esta estacionalmente, en los puentes, y de julio a septiembre y, como muchos expertos mani estan y vaticinan, es responsable de la transformación de las ciudades, sea en parques temáticos, sea en cascarones vacíos de verdadera vida local. Hay quien incluso habla de plaga. Y ya tenemos palabro: turismofobia. Lo peor es que todos somos los turistas de alguien en algún otro lugar.
Parte del placer de viajar consiste en convertirnos en extranjeros, pero por poco tiempo. Perderse allí donde ni las obligaciones profesionales ni los compromisos sociales o familiares nos acechan. Somos otros. Podemos movernos a nuestras anchas sin miedo al qué dirán ni a los horarios. Todo se disculpa gracias a la diferencia cultural. Aunque en el turismo también existen limitaciones. El de playa tiene sus códigos, incluidos los vestimentarios. No hacemos la misma maleta para Ibiza que para los Hamptons.