UNA FALTA DE RESPETO A LA PIEL
Hoy el tatuaje ha perdido sus connotaciones canallas, tan próximas a la transgresión, al tiempo que ha dejado de ser territorio exclusivo de ciertos clanes y clases para convertirse en un fenómeno de masas y de moda, liberándose incluso de los prejuicios generacionales. Un cambio social innegable, con el que me cuesta alinearme. Primero, porque me parece un atentado contra la salud. Según algunos estudios, los tatuajes pueden poner en riesgo el sistema inmunológico. Desde la Academia Española de Dermatología (AEDEV) re eren que «se ha constatado que buena parte de la tinta alojada en la dermis inicia de forma natural un largo y complejo viaje, a veces de varios años, con destino a los ganglios y otros órganos del sistema linfático». Aunque aún no hay datos que demuestren que ello genere más casos de cáncer, ¿cómo descartar la potencial malignidad de las tintas negras si tienen un alto contenido en hidrocarburos aromáticos (clasi cados como sustancias cancerígenas 2Ay 2B)? Por otro lado, de lo que no hay duda, es que esos depósitos de pigmentos pueden alterar los resultados de pruebas diagnósticas. No veo, pues, ningún sentido a horadarse la piel con tinta cuando hay otras formas de expresión y autoa rmación –la moda o el maquillaje son dos ejemplos– menos lacerantes y vinculantes. Pero además, desde una perspectiva estética, no niego cierta aversión ante esos cuerpos profusamente ilustrados y policromados que parecen renegar de su propia piel, y que para colmo, con el tiempo, las arrugas y la acidez perderán el lustre original. Llámenme conservadora si quieren...